CERO Ahora, en el avión que lo devuelve de Buenos Aires a Barcelona, Rodríguez se asoma —como espiando por una puerta entreabierta— entre los dos asientos de delante del suyo, y desde allí espía lo que ese escritor teclea en una pantalla. El texto está en letras grandes y separado en párrafos UNO, DOS, TRES… Y Rodríguez lee:
UNO Ya terminé de leer Fogwill, una memoria coral. Testimonios varios (conozco a casi todos los que aquí declaran) recogidos por Patricio Zunini. Y debo admitir que cuando lo vi me desilusionó. Lo imaginaba de 500 o de 2000 páginas, y no de apenas 149. Pero ahora, leído, tengo que reconocer que se trata de un libro magnífico. Fogwill, una memoria coral no sólo es un prodigio de inteligencia y astucia compaginadora sino que, además, es uno de esos libros que —como ciertas casas embrujadas— es mucho más grande por dentro que por fuera.
Aunque nada es perfecto: no estoy yo, no me incluye.
DOS Y —de acuerdo, Zunini es el primero en admitir la imposibilidad de llevar a cabo “una tarea inabarcable”— yo no soy el único que falta. Se me ocurren muchos nombres y apellidos ausentes; pero que todos ellos se las arreglen solitos. ¿Por qué no estoy yo? ¿Por qué no me llamaste, Zunini? ¿Qué pasó? ¿Eh? Y es que pocas veces he tenido tantas ganas de estar dentro de un libro. Así que —alcanzada la edad suficiente y trabajado lo bastante como para darme ciertos gustos— aquí va lo mío y, desde ya, ningún problema en cederlo para futura edición ampliada, ¿sí?, ¿por favor? Mientras tanto y hasta entonces, me meto donde no me llamaron, ¿ok?
TRES Fogwill siempre me llamaba “Fresán Menor”. Semejante apodo —no diminutivo, pero sí disminuyente; mi nombre, declaró, “plagia mis iniciales” —aludía directamente a la ominosa presencia/ausencia de “Fresán Mayor”: mi padre, Juan Fresán. Más de una vez Fogwill me dijo que mi padre era “uno de mis pocos héroes”. No me extraña. Tal para cual. Mi padre se había (de)formado en la publicidad, era un ser que trascendía los límites de su profesión y, también, era un experto en el psycho-arte de la boutade agresiva. Cada vez que Fogwill se ponía pesado conmigo y con lo que yo hacía, yo —quien nunca le dijo “Quique”— le explicaba con la paciencia con la que se habla a un niño: “Fogwill, lo tuyo no me afecta. Lo tuyo es como caricias para mí. Yo me crié con tu maestro”. Y entonces Fogwill sonreía un “Tenés razón”.
CUATRO No recuerdo que mi padre me mencionase alguna vez a Fogwill. Pero nada me cuesta imaginarlos a ambos haciendo de las suyas en tándem en un capítulo de una serie sobre la publicidad y los publicitarios argentinos de los ’60-’70-’80 que en lugar de llamarse Mad Men bien podría llamarse Locos Lindos.
CINCO El único libro de Fogwill firmado y dedicado por Fogwill que tengo es La buena nueva de los Libros del Caminante. Lo que se lee allí es un sentido y afectuoso elogio de la anatomía de quien entonces era mi pareja. “Con envidia”, concluye la dedicatoria.
SEIS Fogwill es, seguro, el único autor argentino del que tengo todos sus libros en primeras ediciones. Todos, dije. Incluyendo aquel Mis muertos punk (al que alguien chez Zunini rebautiza como “Mis muertos punks”), con ese look tan indie antes del indie, comprado por mí a ciegas pero deslumbrado en la librería La Ciudad, en la Galería del Este, en 1980. Vi esa tapa, vi ese título, vi ese texto de contraportada, leí ese “Vi tul”, y no pude sino llevármelo (lo sacaron de la vidriera, único ejemplar). Y me acuerdo que llegué a casa y lo empecé y no paré hasta terminarlo y me dije: “Ah, se puede así…”. Con los años, en algún cruce con Fogwill, le comenté que yo no podría haber imaginado y escrito cuentos míos como “El aprendiz de brujo” o “Gente con Walkman” o “El asalto a las instituciones” si no hubiese leído antes Mis muertos punk. ¿Qué me respondió Fogwill? Fogwill me respondió: “Rajá, turrito, rajá”.
SIETE Tema para examen que se me ocurre luego de las últimas y mortales páginas del libro de Zunini, donde se cuenta y se evoca el velatorio de Fogwill en la Biblioteca Nacional: reescribir el cuento “La cola” (donde el cuerpo que se honra es el de Juan Domingo Perón) con los mismos excelentes malos modales con que Fogwill abdujo a “El Aleph” de Borges en su “Help a él”. Titular ese cuento “Mi muerto punk”.
Tienen treinta minutos y —se entiende— ninguna ayudita externa.
OCHO La única vez que Fogwill no me llamó “Fresán Menor” fue una noche en Chile. Fuimos a cenar con nuestro editor —Claudio López de Lamadrid— y Fogwill nos deslumbró con el relato supuestamente verídico de un francotirador argentino y bon vivant en Vietnam. Fue como si Fogwill nos contase una novela de Fogwill escrita en el momento. Entonces, por una vez, Fogwill estuvo extremadamente afectuoso conmigo. Y así prefiero recordarlo y no me cabe duda que se trató de un afecto sincero; porque no me cierra que alguien con su buenísima mala fama transgresora se portase bien conmigo tan solo porque allí estaba quien nos editaba. A la hora de la despedida (y fue la última vez que lo vi; yo no estaba en Barcelona durante su última visita en la que, me contaron, le advirtió a todo escritor joven local que no se juntase conmigo porque lo mío “es contagioso” y declaró que yo “era un canalla por no mencionarlo entre los grandes escritores norteamericanos”), saliendo del comedero de ostras, Fogwill me llamó y me dijo: “Rodrigo: la verdad que lo tuyo no está taaan mal. Lo que pasa es que no puedo soportar que les guste tanto a mis hijos”.
NUEVE Concluido Fogwill, una memoria coral, todavía agitado por la turbulencia de tantas voces conocidas acerca de un conocido, me sorprende, en el aire, su aire crepuscular. Como si narrase una historia mucho más antigua de lo que en realidad es. Como si al que ya no está —a su fantasma vivísimo— ya se fuesen sumando, desde sus presentes pasajeros, los futuros fantasmas de mi generación. Me incluyo, aunque yo no esté allí, aunque sí esté aquí. Hasta no hace mucho —pero hace cada vez más tiempo— cada vez que alguien venía desde Buenos Aires a Barcelona y me preguntaba “¿Querés que te lleve algo?”, yo siempre contestaba: “El nuevo de Fogwill”. Esta vez —junto con el “viejo” de Fogwill recién reaparecido: Nuestro modo de vida— me lo llevo yo.
DIEZ Antes de salir de Buenos Aires para volver a entrar quién sabe cuándo, pasé por una librería de la Recoleta y allí estaba el libro de Fogwill y de Zunini y de tantos otros en el que no estoy ubicado —¿(in)justicia poética?— justo al lado de mi nuevo libro. Saqué pocas fotos en Buenos Aires, pero les saqué una foto a esos dos, uno contra otro, por fin juntos.
Acá está.
Acá están.
CERO, OTRA VEZ Rodríguez termina de leer lo anterior y junta coraje y le pregunta al escritor del asiento de adelante si le puede prestar ese libro y el escritor se da vuelta y lo mira raro y le dice “Claro” y se lo pasa. Y Rodríguez abre el libro y lee, en el primero de los testimonios, que alguien recuerda: “Estaba en una reunión con mucha gente y se me acercó un hombre: ‘Soy Enrique Fogwill’, me dijo, y como yo no dije nada se me quedó mirando, extrañado de que no supiera quién era”.
Rodríguez no sabe quién es y quién era Fogwill; pero ya se va a enterar, ya se va a enterar…
Este texto fue publicado originalmente en el diario Página/12 en mayo de 2014. Es reproducido aquí con permiso del autor.
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