¿Qué tiene la ficción de Mariana Enríquez para gustar tanto a todo el mundo, al mercado y a la academia? O mejor: ¿qué les hace a los lectores que se vuelven adictos a su poética? Este tipo de fenómenos —no encuentro mejor calificativo— cada vez es menos frecuente en la literatura mundial. Una mujer, argentina en este caso, que escribe relatos de horror, raros e inquietantes, desde un compromiso político y estético que ha tenido tal repercusión internacional que recuerda al Boom latinoamericano, en versión feminista y terrorífica. Sus cuentos sobre monstruos, enfermos, fantasmas, brujas y locas dejan al lector sin escapatoria, como si fueran un espejo, distorsionado y desenfocado, que muestra en su reflejo al otro invisibilizado, al mismo tiempo que ilumina nuestro costado más sádico y reprimido. Es decir, cuentos que hablan del miedo como motor íntimo de nuestra vida —y todo lo íntimo es político—, de la violencia extrema del capitalismo neoliberal, de la vulnerabilidad de los niños, las mujeres, los enfermos y las clases bajas en la sociedad disciplinada, hiperconsumista, normativa y patriarcal del siglo xxi. Y todo esto, Enríquez lo consigue con un lenguaje ambiguo, descarnado, soez y crudo que nos acribilla a preguntas incómodas: ¿cómo habla el gótico de lo real?, ¿de qué manera lo conocido y familiar puede convertirse en extraño y peligroso?, ¿hasta qué punto las políticas neoliberales provocan la precarización atroz de clases sociales y sujetos?, ¿nuestra abulia nos hace cómplices?, ¿el miedo es político?, ¿cuántas formas de violencia proliferan impunemente hoy día?, ¿cómo afectan a las mujeres?, ¿cuál es el precio de un cuerpo?, ¿todas las vidas valen lo mismo?, y una muerte, ¿cuánto vale la muerte?
Con la perspectiva de estos interrogantes, voy a centrarme en los dos libros de cuentos de Enríquez, Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016), para explicar la singularidad de su ficción, que podríamos sintetizar en el uso militante del gótico, atravesado por el feminismo y la necropolítica. En efecto, una de las lecturas más fecundas que se han hecho de su narrativa es desde el gótico, género que ha cobrado gran visibilidad y valoración crítica en las últimas décadas (i.e., Botting, Ellis, Patrick, Stevens, Williams, Gross, Mighall, Punter o Byron, entre otros). Se trata de una categoría anglosajona que nace en el siglo xviii —con Walpole— para nombrar relatos de misterio y miedo que transgreden la razón, el sentido común y el orden positivo del mundo. Durante mucho tiempo, fue considerada una práctica literaria elitista (protagonizada por personajes de la clase alta y ambientada en exuberantes castillos), escapista (apela a un más allá que huye del presente), normativa (vindica un logocentrismo que censura lo incognoscible o extraño) y bárbara (no en vano la palabra “gótico” procede de godo; y el canibalismo y la violencia son dos de sus temas recurrentes). Después, a partir de los años setenta del siglo pasado, hubo una resignificación social del gótico a tenor de su visión política, asentada en la idea de que lo ominoso se integra —ocultamente— en nuestra ideología y cotidianeidad. Pero no será hasta comienzos del siglo xxi que esta nueva lectura alcanza un éxito global de la mano de series comerciales, comics y bestsellers como las sagas Millennium, Twilight, Game of Thrones, The Walking Dead, Stranger Things y un largo etcétera, que ha llenado nuestro imaginario de monstruos, zombies, vampiros, mutantes, fantasmas, ciborgs y seres sobrenaturales que conviven con nosotros en una suerte de globalgothic world. Pero, ¿a qué se debe este resurgir y predominancia de lo gótico en los últimos años? ¿Esta enorme producción simbólica sobre el mal es una respuesta a las crisis económicas y a la implementación de políticas neoliberales cada vez más salvajes?
Si recalamos ahora en el campo literario latinoamericano, observamos que el gótico ha sido poco fecundo, considerado muchas veces un subgénero dentro de lo fantástico, la ciencia ficción o el realismo mágico (véase Brescia, Negroni, Braham, Díez Cobo, Casanova-Vizcaíno y Ordiz). En el caso específico de la tradición rioplatense, sí hay grandes precursores de la talla de Quiroga, Cortázar (que escribió incluso sus famosas “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”), Onetti, Felisberto, Silvina Ocampo o Pizarnik, aunque el género fue orillado casi por completo del canon, considerado menor y una imposición colonial. Sin embargo, en el siglo xxi ha llamado la atención de la crítica, debido a que buena parte de los novísimos narradores argentinos (Oliverio Coelho, Selva Almada, Hernán Ronsino, Pedro Mairal, Luciano Lamberti o Samanta Schweblin) ha revitalizado el terror literario como denuncia política nacional: de la dictadura militar, de los abusos del Estado, del apocalipsis ecológico, de los feminicidios, del poder descontrolado de los cárteles y del narcotráfico, etc.
De entre todos, destaca con luz propia, y mortecina, Mariana Enríquez. Influida por las obras de Stevenson, Poe, James, Lovecraft, Bradbury, Silvina Ocampo o Stephen King, se vale del gótico norteamericano para desterritorializarlo hacia lo local argentino y hacia su Historia, desde una mirada feminista que lo resemantiza y ensancha. En rigor, Ellen Moers en 1976 ya había acuñado el término “gótico femenino” para referirse a las escritoras que cultivaban este género como espacio subversivo para mostrar la opresión social y política de la mujer, el encierro en su cuerpo, la marginalización de su trabajo, y la imposibilidad de expresar su libertad sexual. Tanto el rechazo a la maternidad abordada desde lo sobrenatural, como la imagen de la joven adolescente que es simultáneamente víctima y verdugo monstruoso, se convirtieron en tropos de reconocidas autoras como Ann Radcliffe, Kate Chopin o Charlotte Perkins Gilman, cuyas sombras tutelares se proyectan en la poética de Mariana Enríquez. Pero ella, en mi opinión, va más allá, y desarrolla lo que podríamos denominar un “feminismo gótico” que proclama el empoderamiento de las mujeres a partir de lo siniestro como proceso de subjetivación. Esto es: lo perturbador está en los sujetos, en la ideología (ni fuera de la casa, ni debajo de la cama: dentro) y en los cuerpos, escindidos y marcados por la clase social, la etnia y el género. Enríquez pone así en primer plano la lucha del feminismo contra el capitalismo, dada la imposibilidad de una igualdad de género sin igualdad de clase, a través de un gótico que se abre a interpretaciones más complejas, donde las mujeres y las clases marginales, afantasmadas, devienen peligrosas y portadoras del terror, al ser las más vulnerables y castigadas por el capital.
En efecto, su narrativa corta está poblada de mujeres sometidas por la necropolítica patriarcal: adolescentes lesbianas (“La hostería”), chicas sexuales y crueles (“Los años intoxicados”), enfermas de anorexia (“Nada de carne sobre nosotras”), colegialas automutiladas (“Fin de curso”), mujeres violadas, satánicas, etc. Todas son “subjetividades nómadas” (Braidotti), precarizadas y en crisis que encuentran en la práctica de la violencia una vía de emancipación y protesta contra el verdadero enemigo: el capitalismo y la familia neoliberal de clase media que lo reproduce. Entonces, la articulación de una comunidad femenina unívoca es una aporía, porque -como si se posicionara en un feminismo materialista —el problema de clase atraviesa de lleno a la mujer e impide una verdadera sororidad, tal y como ilustra “La Virgen de la tosquera”, relato en que unas adolescentes burguesas parecen disputarse a un hombre, aunque lo que está en juego realmente es la lucha de clases: la guerra contra la novia, Silvia, una chica grasa, ordinaria y negra. A esto se suma la deconstrucción del amor cortés subyugante, y la sacralización y sublimación del sexo, cristalizados en las muchas mujeres que dominan a los hombres, los cosifican y consumen en sus cuentos.
Aunque, sin duda, la trama que ofrece una lectura feminista más radical es “Las cosas que perdimos en el fuego”. La motivación del relato es una cadena de feminicidios por quema con alcohol, que hace que un grupo de “mujeres ardientes” se quemen para subvertir los cánones de belleza y combatir la disciplinarización de los cuerpos de la sociedad patriarcal: ya no son carbonizadas por los hombres sino por ellas mismas. Las mujeres que se inmolan en el ritual purificador del fuego visibilizan sus cicatrices como un triunfo feminista, que enfrenta la violencia machista, interviniendo y exhibiendo públicamente sus cuerpos de-formados y mutilados: “Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices”. Ya no desaparece el cuerpo femenino, sino que se (sobre)expone su materialidad a-normal como prueba de las distintas “pedagogías de la crueldad” (Segato) sufridas. La resistencia por tanto es corpopolítica y tiene como objetivo el empoderamiento a través del control del cuerpo, que deviene sujeto político disidente (alegoría de movimientos como NiUnaMenos o las Madres de Plaza de Mayo) para articular una soberanía de la mujer: una nueva ideología, una nueva forma de tasar el valor del cuerpo, la vida y la muerte.
De otro lado, la narrativa de Enríquez también entra a dialogar con la inveterada tradición que relaciona “enfermedad y literatura” (Foucault, Sontag, Guerrero, Giorgi), con historias sobre la necrofilia, la antropofagia, los rituales satánicos, la anorexia, las fobias sociales, etc. Sus protagonistas son mujeres enferma(da)s por el yugo maternal (“Pablo clavó un clavito”), las convenciones sociales, (“El mirador”, “Ni cumpleaños ni bautismos”, “El patio del vecino”), la deformidad (“La casa de Adela”) o la brujería moderna (“El aljibe”, “Tela de araña”), que no aparecen solo como víctimas sino como victimarias en un sistema a todas luces “necropolítico”. Tomo este término de Mbembe, quien define la forma en que los Estados regulan la muerte en el Tercer Mundo: feminicidios, comercio sexual, desapariciones, secuestros, mafias de drogas, etc. Por su parte, la activista mexicana Sayak propone la categoría “capitalismo gore” para interpretar los modos en que se disciplinan los sujetos latinoamericanos y sus cuerpos, sobre todo las clases populares que se dejan morir/matar. Este proceso generaría entonces una violencia —simbólica y material— que produce enfermedad, precarización y muerte.
Ahora bien, desde la obra fundacional “El matadero “(1871) de Echeverría, la literatura argentina ha abundado —Arlt, Lamborghini, Chejfec, etc.— en la representación de las formas de violencia, pero no será hasta la expansión del capitalismo global que la literatura revele nuevos horrores a los que nos enfrenta esta versión de la necropolítica. Con Enríquez, se invocan fantasmas sociales que remiten a la historia reciente argentina —inmigrantes, niños callejeros, villeros y demás vidas excluidas, precarizadas, que no importan— estetizadas en relatos de auténtico terror político como “Bajo el agua negra”, “El desentierro de la angelita”, “Rambla Triste”, “Chicos que vuelven”, “Cuando hablábamos con los muertos” o agudamente en “El chico sucio”, donde se narra el efecto de los narcos y de la brujería (una drogadicta embarazada sacrifica a sus hijos por “San La Muerte”) en barrios deprimidos como el de Constitución en Buenos Aires.
De esta manera, sus cuentos —kafkianamente proféticos— funcionan como revisiones de sistemas como el neoliberalismo, el positivismo o la sociedad de la razón, no solo mediante los temas que aborda, sino con la forma, con un uso de dos técnicas narrativas muy jamesianas: el secreto y el misterio. Lo que no se ve y lo que no se dice constituyen el sentido del relato, una verdad opaca que cada lector (re)arma a su manera. De ahí que la escritura muchas veces se haga en primera persona, del singular y del plural, y que lo extraordinario entre en la ficción a través del olfato (“El carrito”), oído (“Dónde estás corazón”), gusto (“Carne”), vista (“Ni cumpleaños ni bautismos”) y tacto (“Los peligros de fumar en la cama”). Enríquez pareciera implicar que el sexto sentido femenino/feminizado es el único capaz de revelar lo “invisible” (Merleau-Ponty) para la masa social sometida, corporal e ideológicamente, que no se percata de que el verdadero horror está en lo real: en el Yo.
En definitiva, Mariana Enríquez lee la sociedad argentina con una lente feminista que evidencia la violencia estructural impuesta por la necropolítica, la desigualdad de clase y género. Si Virgilio Piñera. decía que Kafka era un escritor costumbrista en La Habana, podemos sugerir, que, con Enríquez, el gótico es un género costumbrista en la Argentina. Y en el resto del mundo, cada vez más gotificado y gorificado. Este tipo de cuentos-acción crea lectores iluminados y militantes y, por eso, propongo, se tornan necesarios.