1.
Se le perdieron los lentes a Carlos Yushimito, el día que lo conocí. Era enero o febrero del 2011 y nos habían invitado a un evento literario en una Nueva York todavía fría y gris. Durante horas deambulamos por barrios que ninguno conocía bien (yo un boliviano descendiente de palestinos, él un peruano descendiente de japoneses, los dos estudiantes vencidos), y no dejaba de resultar extraño que para él todo lo que teníamos alrededor fuera borroso y más ajeno todavía de lo que ya lo era para mí. Los miopes severos sabemos esto: los lugares se transforman de manera radical cuando te pones o te quitas los lentes, se vuelven menos o más amenazantes de un segundo a otro, menos o más acogedores, menos o más bellos. Si además de miopes somos escritores, también sabemos que en ese desencuentro constante entre lo que vemos y lo que solo atisbamos se cifra la mirada y la sensibilidad de un escritor, su entendimiento de las cosas y de dónde comienza y termina cada una de esas cosas. Leer es en alguna medida compartir la miopía de quien leemos, y es también mirarlo todo con sus lentes, si decide usarlos. Entonces sucede esa cosa milagrosa que propicia la lectura: lo que llamamos realidad cobra nuevos matices, otro tipo de agudeza, un orden peculiar.
2.
Recuerdo esa tarde en la que conocí a Yushimito mientras releo “Elogio de la miopía”, un ensayo que recogió años después en su libro Marginalia. Breve repertorio de pensamientos prematuros sobre el arte poco notable de escribir al revés (2015), volumen misceláneo en el que resuenan en más de un modo las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, con el que comparte un mismo país que abandonaron ambos y también la discreción y la lucidez. Escribe en esas páginas: “Toda experiencia migrante es una experiencia de lenguaje. Llegar a una nueva comunidad es, por lo común, algo parecido a forzarse a mirar una tabla optométrica, lo cual se parece, más o menos, a conquistar nuevamente una forma de leer”. Quien se ha ido intenta descifrar los signos de su nuevo entorno y no deja de compararlos con aquellos que sabía interpretar un poco de memoria ahí de dónde se fue. Aprende a leer de nuevo, a leer con la atención del miope, encontrándose y perdiéndose todo el tiempo mientras cuestiona las dinámicas y los contornos del nuevo lugar, que somete siempre al contraste con los lugares anteriores. Es, claro, un contraste múltiple, lingüístico para comenzar, pero también social y político y geográfico y cultural. Sigue Yushimito, atando cabos: “Creo que alguien miope tiene desde su propia relación con el mundo un modo natural de ser diferente y de relacionarse, en consecuencia, de forma distinta con él. Del mismo modo, pienso que escribir en el extranjero debe ser como mirar el mundo sin los anteojos puestos. Un poco acostumbrado a que la realidad se confunda con el sueño, lavado de límites, donde a la escritura le crezcan las sinestesias como la mala hierba le crece a los jardines que no son otra cosa que espacios de exacta domesticación. Pienso que uno debe limpiarse los ojos llenos de tierra. Y que uno debe luchar contra esa solidez, contra todos esos contornos que alguna vez fueron sólidos y nítidos”.
En esa confluencia entre la miopía, la extranjería y la escritura se esconde quizá una clave posible para entender la poética de Yushimito, una poética del extrañamiento y también, casi inevitablemente, de la incomodidad y del fuera de lugar. Como en las pesadillas más severas, y como en los sueños que arrastramos con nosotros a lo largo de los años, en su escritura todo resulta impredecible y familiar, al mismo tiempo ajeno y próximo. En ese territorio “lavado de límites” el cruce de fronteras es una práctica habitual, y predomina una cierta desobediencia hacia los géneros. Sus cuentos viajan además de un libro a otro, suavizando la continuidad.
3.
Nacido en Lima en 1977, Yushimito vivió en Estados Unidos desde agosto del 2008 hasta octubre del 2018. En esos diez años hizo una maestría y un doctorado en las universidades de Villanova y Brown (llegó al país amparado bajo una beca de estudio, al igual que tantos otros escritores latinoamericanos), antes de mudarse a enseñar a California. Mientras tanto, escribió los cuentos de Lecciones para un niño que llega tarde (2011) y Los bosques tienen sus propias puertas (2013), las dos breves incursiones en la literatura infantil La lavandera (2013) y Un circo sin carpa (2016), y la mayoría de los textos reflexivos de Marginalia. Breve repertorio de pensamientos prematuros sobre el arte poco notable de leer al revés (2015). Solo dos libros de cuentos, El mago (2004) y Las islas (2006), anteceden su década en Estados Unidos, y todavía no ha publicado desde que se fue.
Le pregunto por correo electrónico si considera que los libros que escribió aquí se vieron afectados por su condición migrante. Esto responde: “Sin duda. Creo que mi vida en los Estados Unidos me concedió una tranquilidad muy grande para escribir; en particular, mucho tiempo libre para escribir y también mucha libertad para leer y reflexionar ociosamente. Así que, digamos, sin las condiciones materiales de esa época yo no hubiera sido capaz de escribir probablemente varios de los libros que terminé escribiendo. En lo que refiere al influjo de esa experiencia sobre mi escritura, por ahora soy consciente de al menos dos: uno de ellos provino de los paisajes a los que me acostumbré; y el otro, de cierto aislamiento lingüístico, una especie de paréntesis o adormecimiento. Yo viví casi toda mi vida en Lima, que es un desierto inmenso, invisible para mucha gente; de forma que empezar a vivir de pronto en las zonas boscosas del norte fue una experiencia maravillosa. Descubrí la nieve y las lluvias. Las estaciones. Una vegetación abundante. Todo eso, pienso ahora, tuvo un efecto muy duradero en mi escritura. En cuanto al aislamiento lingüístico del que te hablaba antes, fíjate que yo no me había dado cuenta de lo mucho que me afectó este asunto hasta que, hace unos meses, volví a vivir en América Latina. Durante diez años yo solía viajar en los autobuses con los oídos apagados. Metido como estaba en mis pensamientos, mi entorno se convirtió en un susurro inmanente. Algo así como las voces que escucha Charlie Brown. Ahora, poco a poco, estoy habituándome de nuevo a escuchar las voces que sobrenadan mi alrededor cada vez que salgo a caminar; las calles me resultan de nuevo ensordecedoras. Dejar de escucharme solo a mí me ha hecho comprender la verdadera naturaleza de mi retorno”.
4.
A partir de su bibliografía podría decirse que Yushimito es un visitante asiduo de las zonas periféricas de un sistema literario que todavía privilegia la novela por encima de cualquier otro género. Su condición de migrante descendiente de migrantes, la proliferación de sus inquietudes, y su fascinación por el movimiento y la transitoriedad, parecen haber encontrado no una casa sino muchas en las formas breves y, en especial, en el cuento, que ha practicado magistralmente y sobre el cual ha escrito en más de una ocasión.
Vuelvo a citarlo in extenso, esta vez sobre lo que postula al respecto en una de sus notas de Marginalia: “La ansiedad por la novedad y la fetichización del libro actual no alcanzan a explicar el acorralamiento del género en el prejuicio inútil de las estrategias de agentes, editores y corporaciones que confabulan en contra de su divulgación, si no se piensa que hay algo más bien atávico que aleja al cuento de la sensibilidad capitalista que guía a la industria editorial. Sospecho que algo de la práctica pre mercantil de la cual surgió y que todavía hoy lo aproxima a la poesía, participa de la desconfianza interna que provoca el género del cuento como tal. El capitalismo impreso debe mucho aún a la novela, género que no solo ayudó a la imaginación nacional y a su común tejido social moderno, sino también a la expansión de un mercado que se vio a sí mismo inacabable, sin darse cuenta de que, al menos en nuestra lengua, alcanzaba su propio límite en el público alfabetizado disponible. Paralelo a él, paciente y obstinado, el género del cuento sigue emergiendo espoleado por su soledad y sus lectores mínimos. Como fácilmente podrá comprobar el lector que se acerque a cuentos como los de Felisberto Hernández (que, en su inusual lógica onírica, parecen no concluir sino abandonarse siempre), o los de Clarice Lispector (que nos legó, entre otras maravillas, ‘A Menor Mulher do Mundo’, que implosiona de historias internas como una eficiente bomba de racimo) o la extraordinaria tradición norteamericana, que desde mucho antes de ‘The Short Happy life of Francis Macomber’ hacía imposible dirimir lo que separa a un cuento de una nouvelle, una política de la escritura no es solo determinada por la mayor o menos militancia de su contenido. Mucho más radical, menos domesticada, doblemente incómoda, es aquella que, además de resistir con su sola práctica, resiste embistiendo contra sí misma”.
En esa tradición de la doble incomodidad, y de la resistencia dentro de un género ya resistente de por sí, se ubican sin duda los cuentos de Yushimito.
5.
Antes de conocerlo ese enero o febrero del 2011, yo había leído con asombro su libro Las islas, que está ambientado íntegramente en las favelas de Río de Janeiro, una ciudad que él solo conocía por medio de la música, la literatura y el cine. Releyéndolo ahora constato que es uno de los libros de cuentos más singulares que se hayan escrito en Latinoamérica en lo que va de este siglo veintiuno y que “Bossa Nova para Chico Pires Duarte”, “Tinta de pulpo” y “Seltz”, con sus amores torcidos y su sabiduría popular y su violencia, merecerían un lugar en cualquier antología. Además del diálogo convincente que entabla en ellos con la cultura brasilera y de su extraordinaria capacidad de fabulación, lo que más me llama la atención son el vigor y la hondura de su estilo (Yushimito es uno de los más finos estilistas de eso que podríamos llamar literatura latinoamericana reciente, etiqueta que él seguramente cuestionaría), así como la sigilosa construcción de sus atmósferas.
Esas cualidades persisten en Lecciones para un niño que llega tarde y Los bosques tienen sus propias puertas, libros también notables en los que ha virado hacia una extrañeza mayor, y en los que coquetea abiertamente con lo paródico y lo intertextual, lo fantástico, lo apocalíptico y lo ominoso. Por dar unos cuantos ejemplos, en “En que da cuenta Lázaro de su amistad con un ciego traficante de historias y de los infortunios que con él pasó” Yushimito viaja en el tiempo y ofrece un doble homenaje lúdico al Lazarillo de Tormes y a la literatura uruguaya. En “Flechado por Tocantis” retrata el mundillo de las telenovelas brasileras, mientras ejecuta en el mismo cuento algunos de los mecanismos del melodrama. En “Los que esperan” un periodista y un fotógrafo amarillistas rastrean la monstruosidad oculta en una Perú bizarra, cuya obsesión culinaria es empujada a límites escandalosos en “Rizoma”, que arranca así: “Desde aquí arriba, desde lo alto de esta noria iluminada, veo a los cinocéfalos congregándose atropelladamente alrededor de mí. Son cientos; tal vez miles los cinocéfalos que levantan sus cuellos. Su número, caballeros, ya no importa.”
El humor dimensiona la mayoría de esos cuentos, así como lo hace una escritura atravesada por imágenes inesperadas y hallazgos verbales recurrentes. El lenguaje siempre está ahí, llamando la atención sobre sí mismo, pero sin opacar los placeres narrativos que Yushimito nos ofrece de manera sutil y contundente. Gracias a esa suma, no es posible transitar por sus textos de pasada. Hay que atravesarlos como atravesaríamos un bosque ancestral o una zona pantanosa, o quizá incluso una ciudad ajena, con los lentes puestos o, mejor aún, sin saber dónde los hemos dejado olvidados. Ya lo insinuaba: sucede igual en los sueños y las pesadillas. También en la literatura más perdurable.