Escribir en lengua extranjera o escribir en la propia lengua en un país extranjero no es un fenómeno nuevo. Elegir la lengua en que se escribe es una decisión que tiene implicancias no sólo en la escritura en sí, sino en lo que la escritora de origen bengalí, Jhumpa Lahiri, en un artículo publicado en The New Yorker titulado “Teach Yourself Italian”, definió como un continuo “exilio lingüístico”. Lahiri, quien se crió en su mayor parte en Estados Unidos y por lo tanto en inglés, se refiere en particular a la elección de escribir en italiano, lengua de adopción. La lengua de escritura puede ser una lengua adoptada y no necesariamente la “biológica” o “materna”, si insistimos en una relación materno filial. Lahiri, cuya madre es una poeta que escribe en bengalí, sostiene:
“Cuando vives en un país donde tu propio idioma es considerado extranjero, puedes sentir una sensación continua de extrañeza. Hablas un lenguaje secreto y desconocido, carente de correspondencias con el entorno. Una ausencia que crea una distancia dentro de ti”.
La poeta de origen japonés Yoko Tawada adoptó el alemán para escribir su narrativa. Alternando entre el alemán y el japonés (su lengua “materna”) admite que se siente “entre dos lenguas” y que eso mismo le ha ofrecido a su escritura “cierta poesía”. Sin embargo, como sugiere la magnífica escritora norteamericana Rivka Galchen, en una entrevista a Tawada para The New York Times Magazine, “The Profound Empathy of Yoko Tawada”, algunas personas son extranjeras más allá de la geografía en la que se encuentran. Son naturalmente no “vernáculas” más allá de su condición de inmigrantes. Es el caso de Tawada, quien reconoce que muchas veces se siente judía dado que los escritores que más han impactado su obra son Walter Benjamin, por sus ensayos, Franz Kafka, por su ficción, y Paul Celan, por su poesía. Esta relación familiar tiene sentido porque, como observa Galchen, el alemán es una lengua que en cierta medida ha sido hostil para estos autores, y esta hostilidad ha pasado a formar un aspecto esencial de sus pensamientos y su escritura.
Este fenómeno de exofonía, según lo han definido en el campo de estudios literarios, se invierte cuando nos referimos a escritores que residen en un país extranjero, y continúan escribiendo en su lengua “materna” o de origen. De manera inversa a los casos de Tawada, Lahiri, o los más conocidos como el checo Milan Kundera, el ruso Vladimir Nabokov o el polaco Joseph Conrad, quienes escribieron en francés y en inglés, los autores que introducimos en este pequeño dossier han optado por producir en una lengua extranjera respecto al país de su residencia e incluso, en algunos casos, naturalización. Mientras que la lengua de escritura no es una lengua hostil, como en los casos de Benjamin, Kafka y Celan a los que refería Galchen, el español ha adquirido en Estados Unidos algunas características peculiares. Es, por ejemplo, la lengua que más se habla luego del inglés (se estima que hay 58.9 millones de personas hispanas en Estados Unidos, las que comprenden un 18.1% de la población). Esta presencia, no obstante, no alivia su existencia frente a la cultura que la hospeda. Al contrario, subyace una hostilidad respecto a la presencia de lo hispano. Más aún, hay un prejuicio respecto tanto a la lengua como a su portador, el cual, similar al enfermo que acarrea una enfermedad contagiosa, es percibido como una amenaza: alguien capaz de esparcir un virus por todos los confines de la nación que lo alberga. El español es así asociado con el inmigrante ilegal, con el invasor, o con la empleada doméstica. El jardinero, el portero de edificio, la niñera, o la persona que trabaja en la construcción. Asociaciones que no portan en sí un valor negativo si no fuera que son puestas en práctica desde una posición despectiva. Es la práctica lo que crea un juego de referentes desde el desprecio y la superioridad. Vista desde la mirada local, no es una lengua europea propiamente dicha, porque es una lengua mal hablada, diferente del español de España, una lengua que no se entiende, que se percibe como ajena, a veces nasal, tosca. Una lengua alienada, como los sujetos: aliens. En el imaginario estadounidense no es el español del Quijote y Lope de Vega. Ese es el español civilizado, de la cultura alta, asociado con su capital, Madrid, o con el exotismo andaluz. Con Europa. El español de los hispanos en Estados Unidos, en cambio, es el de los campesinos que llegan a pie hasta las garitas de oficiales de fronteras para pedir asilo, o el de los que llegan caminando y cruzan la frontera fluvial, y a veces y con suerte, sobreviven al desierto, a los animales salvajes, y a las prácticas de tiroteo que ejercitan algunos locales al norte del Río Grande para ejercer su derecho a la propiedad privada y al no trespassing. Siempre dentro del marco legal. Defender el territorio es uno de los principios más arraigados en la cultura de Estados Unidos. Una cultura del “far west” que, no casualmente, se encuentra fundada por asentamientos de inmigrantes ilegales. Settlers que llegaron a Texas cuando ésta aún pertenecía a México.
Pero, retomando la lengua, y su asociación en el presente con un origen “inculto”, cabe aclarar: en España también hay campesinos, además de jamón y vino, y queso Manchego. Y no es tan civilizada. Y lo de cultura alta, bueno, eso es relativo.
Desde que llegué a este país a hacer un doctorado en literatura y cultura latinoamericanas, una de las cosas que más me llamaron la atención es que los norteamericanos padecen —consciente o inconscientemente— de eurofilia. Por ejemplo, los departamentos de literatura anglófona en las universidades más elitistas, como las Ivy Leagues, se especializan, en su mayoría, en literatura británica (victoriana siglo XIX o renacentista, para ser aún más específicos). No en literatura norteamericana. No en Toni Morrison, porque su escritura pertenece al departamento de estudios africanos; no en Philiph Roth, porque se lo estudia en el programa de estudios judaicos; no en Eudora Welty o Djuna Barnes, porque éstas se leen en los programas de estudio de género; no en Sandra Cisneros o Rolando Hinojosa, ya que se corresponden con los estudios chicanos; y no en Carson McCullers o William Faulkner, porque éstos son leídos en los departamentos de estudios americanos. Así de cierto. Fue un shock, porque en Argentina, donde estudié antes de hacer mi doctorado aquí, el plato más fuerte fue siempre la literatura argentina; luego, las literaturas latinoamericanas, incluyendo la brasilera. No la literatura de España, ni de Portugal. Y no porque no haya magníficos escritores ibéricos, sino por un interés por lo nacional que, sin entrar en detalles, es un interés por entenderse a uno mismo. Entender la propia historia y su relación inextricable con la literatura; entender el pasado, entender lo que se es, para bien o para mal. En este sentido, quizá se puede proponer, de manera especulativa, que esta continua derivación de la literatura nacional, en Estados Unidos, a departamentos, programas o centros que se especializan en grupos “minoritarios” es un mecanismo de negarle el acceso a estas minorías a una literatura nacional, asumiendo que lo nacional se define como lo no africano, lo no judío, lo no femenino, lo no sureño, y lo no chicano. Pero también como una negación de (re)conocer y analizar la propia literatura en relación a la historia nacional, como si ambas transitaran carriles paralelos sin yuxtaponerse ni acercarse en ningún punto. Y es aún más curioso que los encargados de preservar esta estructura fragmentaria sean quienes abogan continuamente por una inclusión fuera de los marcos de estudios académicos. Es decir, fuera del área de trabajo “anglófono”, ese campo de estudio limitado y de investigación que en general remite a una literatura “alta” y europea, hay una insistencia —una imposición— a veces desproporcionada por aplicar políticas de inclusión. Es valido preguntarse, por lo tanto, si estas políticas obedecen a una culpa velada, de la que ellos mismos no tienen conocimiento —una culpa que se manifiesta como una internalización del racismo—, o de un mecanismo de racializar y etnificar la producción cultural, lo que no solo refuerza los lugares asignados a cada una de las culturas minoritarias, sino que además perpetúa esa racialización y etnificación fortaleciendo, paradójicamente, aún más la exclusión y diferenciación contra la cual, en la superficie, se lucha. Una consecuencia notable de estas contradicciones es que los grupos que conforman estas minorías quedan, al fin y al cabo, excluidas de lo que vagamente podríamos definir como lo “nacional”.
En este contexto de disociaciones, la literatura producida en español en Estados Unidos se conformaría en una literatura más, dentro de lo “nacional”, entendiendo que esto último, en el contexto estadounidense, nunca es definido como un todo sino como una serie de fragmentaciones que se corresponden con cada una de las minorías que se representa, perpetuando su condición de extranjería. La literatura en español producida en Estados Unidos conforma, más aún, un aspecto fundamental de la cultura local, tan importante como otras literaturas nacionales, y cuyos referentes no aparecen en, por ejemplo, la literatura producida en los países de orígenes. En cuanto a su poética, cuenta con rasgos particulares que la dislocan de un imaginario geográfico y cultural específico, cuestionando la idea de lo local y lo nacional. Consta de preocupaciones y angustias diferentes (por ejemplo, en estas escrituras la idea de movimiento, migración, transitoriedad, partir y volver, olvidar y reencontrar, entre otras, es bastante frecuente). Son poéticas del desarraigo, donde el escritor o la escritora se cuestiona problemas existenciales relacionados con el desplazamiento, la dislocación y la relocación. Así, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, al hablar de otra escritora dislocada, la chilena Lina Meruane, indaga: “¿Cuántas lenguas se ocultan y cuántas dejan entrever sus ecos en las palabras que pronunciamos? Los que somos producto de largas sagas de migración podemos no saber la respuesta, pero nunca dejamos de hacer esta pregunta”. Como un palimpsesto lingüístico, una continua yuxtaposición de voces —desde familiares a extranjeras— la propia voz se extranjeriza. Se trata de una distorsión, o tergiversación del mundo que nos rodea, de la percepción, incluyendo sus expresiones, las fisionomías. El boliviano Rodrigo Hasbún, otro de los escritores que introducimos en esta presentación, apela de forma alegórica, al referirse al también expatriado escritor peruano de origen japonés Carlos Yushimito, a una miopía. Desde su encuentro en una Nueva York distante, en la que ambos, “estudiantes vencidos”, deambulan —como sólo saben y pueden hacerlo los estudiantes— por una ciudad en la que “no dejaba de resultar extraño que para él todo lo que teníamos alrededor fuera borroso y más ajeno todavía de lo que ya lo era para mí”. La miopía, sugiere Hasbún, transforma los lugares “de manera radical” al punto que, “cuando te pones o te quitas los lentes, se vuelven menos o más amenazantes de un segundo a otro, menos o más acogedores, menos o más bellos”. Si leer es “compartir la miopía de quien leemos, y es también mirarlo todo con sus lentes” entonces, como anota Hasbún, a través de “esa cosa milagrosa que propicia la lectura”, “lo que llamamos realidad”, adquiere “nuevos matices, otro tipo de agudeza, un orden peculiar”. La miopía de un escritor desarraigado exacerba la relación con el entorno. La miopía como alegoría de la dislocación, física, pero también emocional. Una borradura. Una experiencia fuera de foco. Una extrañeza, apunta la escritora peruana Claudia Salazar Jiménez, al abordar la experiencia escrituraria de otra escritora desarraigada, la argentina Sylvia Molloy. Citando uno de sus últimos libros, Vivir entre lenguas (2016), Salazar Jiménez reflexiona, a través de una suerte de diálogo, en “cómo se escribe en esta vida entre distintos territorios”. La “casa de la escritura y de la lengua”, observa, se sacude frente al ir y venir, y la confluencia dada por el tránsito se vuelve “elemento de producción creativa”. Es el tránsito entre diferentes idiomas, señala Salazar Jiménez, pero también entre “la escritura crítica y la escritura de ficción”, las que se contaminan mutuamente, franqueando fronteras y dejando la casa “sacudida. Un terremoto”.
Palimpsesto de palabras; miopía y experiencias fuera de foco; una casa estremecida, a punto de colapsar. Los tres escritores presentados aquí fueron invitados a participar en un breve dossier sobre “poéticas del desarraigo”. En lugar de escribir sobre su propio proceso escriturario, se les pidió que abordaran la escritura de otro u otra escritor/a latinoamericano/a que asimismo reside en Estados Unidos. Se los invitó a reflexionar sobre un escritor en particular y en su relación con el exilio, y que esa reflexión incluyera la mirada del que escribe, quien también es un escritor o escritora dislocado/a. Se los invitó, en suma, a entablar un diálogo o juego de voces. Un contrapunto que dispare tanto hablar sobre la obra del otro como sobre la propia: dos perspectivas que convergen en la experiencia de escribir en este país.
Hoy, si hablar en español es un acto político, escribir lo es aún más. Desafiar un modelo que encorseta la lengua, del mismo modo en que reprime cuerpos, grandes y chicos, confinándolos y alienándolos a jaulas visibles e invisibles. Es un acto de desafío pero también liberador. Hoy, más que nunca, la literatura que se produce en Estados Unidos y en español conforma un fenómeno que atraviesa generaciones, naciones, etnias, religiones, y razas. Es un fenómeno transversal que aúna, aglutina. Y es, sobretodo, un fenómeno que redefine lo nacional y lo local, aunque no se lo quiera ver, aunque la miopía resida también en el país que hospeda (y no sólo en quien experimenta la dislocación). En el clima de violencia actual, hablar en español, escribir en español y, por qué no, soñar en español, implica una política de cambio: no sólo cuestionar sino también deslegitimar la hostilidad que rodea a estas voces. Palabras e imaginarios que embellecen el entorno local, que poetizan el exilio lingüístico y que transforman la experiencia fuera de foco en un encuadre nuevo. Reescribir, alterar, dislocar. Fundar, erigir. Componer un prisma de voces, cromático y polifónico, donde el lenguaje, su potencialidad, desestabilice hasta agrietar el tejido monolítico y unidimensional que lo envuelve y circunda. Dislocar, entonces, sí, pero, más urgente aún, relocar.