La narradora, columnista, doctora en Filosofía y profesora colombiana invitada a la Universidad Autónoma de México, Andrea Mejía, nos entrega en 2024 una novela de gentes del campo —“poetas por naturaleza”, dice la autora— cuyos misterios se funden entre bebidas mágicas, secretos y espíritus, caminos que no van a ningún lugar.
Una novela de “fantasmagorías con las que se anda transformando siempre el mundo” y un territorio donde, por todas partes, se adivina la presencia del agua. En La sed se va con el río (Alfaguara, 2024) los pobladores de las veredas que lindan con el río Nauyaca pasan los días lóbregos y sombríos, y las noches de silencios sosegados en las que parece que no pasa el tiempo. Jeremías, sabio ciego y a la vez vidente entrega con su aguardiente de bejuco visioneincóns, adivinanzas del futuro, agüeros y espíritus que aparecen sin ser invocados. Arriba, la estatua de la gran Virgen de ojos vigilantes que observa “sola en la montaña, blanca entre los elementos”. Una espera infinita e incesante en pueblos exánimes y remotos, la apatía, Heraquio y Patas de Mirlo buscando al hombre —perdido en el páramo vacío— que heredó la receta de la bebida que guarda el secreto místico, un incendio, fantasmas y presencias del pasado y del futuro, catástrofes y milagros hacen parte del misterio que Mejía narra con un extraordinario aire de gótico andino.
Juan Camilo Rincón: ¿Cómo fue la construcción de esta novela en términos de su estructura narrativa, los diálogos, las atmósferas (oscuras, lóbregas)?
Andrea Mejía: La estructura no es lineal; no es una novela que se va contando a medida que van pasando las cosas de la historia, sino que se van contando tal y como a mí se me iban revelando. A medida que la historia iba corriendo, de la misma manera la fui contando; por eso es como un rompecabezas que al final se termina armando. Para mí había piezas, huecos, no sabía qué había pasado acá o allá, y al final la estructura o más bien, todo el paisaje, ya queda completo. La dispuse en tres partes cuyos ejes son los personajes: la primera parte es Jeremías, la segunda son Lidia y Patas de Mirlo, y la tercera es Esther. Eso sí va en clave cronológica porque primero viene el viejo Jeremías, el primero que prepara la antigua receta del aguardiente de bejuco, que heredó de los indígenas; después viene Lidia, que hereda la receta de su abuelo y tiene esta historia tan tortuosa con Patas de Mirlo, y después viene Esther, la última en llegar a este mundo aislado y recorrer los cañones del río Nauyaca.
J.C.R.: ¿Cómo trabajaste los diálogos y la atmósfera?
A.M.: Me parece que son como un contrapunto en su brevedad; son muy lapidarios, casi. Por lo general las gentes campesinas no hablan mucho, y contrastan con la profusión y la exuberancia de la naturaleza, que es la que le da toda la vida atmosférica a la novela. Es el aire de la novela; el aire en el sentido del espacio, lo que se respira, lo que se vive, lo que se recorre. Entonces, por un lado, está este flujo continuo de la naturaleza, que es como el mismo flujo del río, de los elementos, la alternancia de la lluvia y las temporadas secas, y la precisión y concisión de los diálogos de estas gentes que son poetas por naturaleza, y entonces hablan poco.
J.C.R.: Precisamente sobre esa atmósfera que construyes, uno se siente en un gótico de páramo andino; siempre hay algo oscuro, húmedo y denso, una desolación permanente, aunque algunos hechos transcurran en días de sol.
A.M.: Por un lado, está la presencia del páramo y esa dureza del paisaje, que contrasta con la exuberancia más bondadosa y fecunda de la vegetación y de los animales en las orillas del río. Ese páramo realmente fue una superposición imaginaria del territorio del río y de los cañones, donde no hay caminos y es fácil perderse. En mi experiencia, por un lado, está el páramo, por otro lado, el río y por el otro la selva, pero me fascinaría que se fundieran en un solo territorio, que es el territorio de mi imaginación y de mi experiencia. Ese páramo me parece fundamental porque es un páramo vacío y que en algún momento se convierte en el territorio de la muerte y de los muertos. Es allá donde se encuentran al final Patas de Mirlo, Jeremías y Heraquio. El páramo se llama Isvara —el nombre del Señor en el hinduismo; la divinidad del estado mental de lo vacío, de lo absoluto—, entonces tiene ese papel terrorífico y siniestro en el sentido de lo lejano, de otro territorio.
J.C.R.: Y por otro lado está la vida con todos los animales, el río…
A.M.: Y la naturaleza que no hace sino crecer en todos los sentidos. Los personajes transitan entre la vida y la muerte, entre ese páramo que queda arriba y esas orillas de abajo bendecidas por la naturaleza. Eso por una parte, pero también me parece que sentiste que la novela es ambigua en todo. La trama es ambigua y tiene oscuridad, los personajes son ambiguos. Por ejemplo, Jeremías es muy libre, se la pasa muerto de la risa, pero también es un tipo muy viejo, muy oscuro; en él se resuelven los contrarios de la luz y de la oscuridad: es libre, es dichoso y también, justamente por eso, puede incluir en él la oscuridad de su boca, de su persona. ¿Por qué hace lo que hace?, ¿por qué emborracha a estos hombres con bejuco?, ¿por qué no le tiene miedo a la muerte?, ¿por qué quiere irse? Es porque es un viejo ya muy cerca a la liberación o ya liberado.
J.C.R.: El aguardiente de bejuco también es ambiguo.
A.M.: Claro, porque es una bebida que procura visiones en el sentido de que nos permite ver, conocer lo real desde una perspectiva mucho más amplia que nuestra mente ordinaria, encasillada en sus rutinas y en sus hábitos, pero también es una bebida que tiene su oscuridad; la borrachera es una borrachera dura, difícil. Hay también la violencia que le da un componente de densidad —gótico también— que es esta figura de los hombres como colectivo, que van a incendiar La Golondrina, todos moviéndose como un solo cuerpo en una noche muy oscura en Sanangó. Ese pueblo, estar aislados, la dureza de la vida, la soledad del campo, todo eso está ahí, uniéndose a la pura fuerza del deseo, del amor. Es como si todo estuviera ahí, porque la realidad no es solo una cosa.
J.C.R.: En toda la novela se adivina y se siente directamente la presencia del agua a través del río como columna de la historia, la humedad de la atmósfera, la bebida y el deseo de tomar el aguardiente de bejuco…
A.M.: Lo que dices me hace pensar que lo sólido es la realidad dura, cosificada, mientras que el agua es lo que fluye, lo que corre y serpentea. Los dioses también son de piedra, las montañas son de piedra, pero el agua es una divinidad porque en ella se engendró la vida; por el agua podemos vivir.
También está la idea de que las bebidas místicas siempre se asocian con el vino, la borrachera del vino; en la tradición de la poesía sufí es el vino de la borrachera de Dios. De hecho, me parece que en Rumi siempre terminan en una taberna, el lugar donde se encuentran con Dios porque se emborrachan y pierden los límites entre el individuo y la realidad o el todo; la sangre de Cristo que se transforma en vino… Es importante que emborrache y que sea líquido, que no sea un alimento sólido. Que ese bejuco mágico se convierta en bebida, me parece buenísimo.
J.C.R.: Un bejuco mágico que además está relacionado con los malos espíritus, los cambios malignos, las visiones, el mareo, los hombres que se van enloqueciendo y a quienes les da una borrachera que no es la “normal”.
A.M.: Es una borrachera distinta, pero yo no quería que fuera solo la borrachera mística, sino que también estuviera teñida de la borrachera del alcohol, que es durísimo padecerla físicamente. En últimas, puede ser la misma borrachera, pero es nefasta y además enrarece a los hombres; no siempre los vuelve espíritus angelicales y beatíficos, sino que los vuelve violentos. Por otro lado, sí es la borrachera mística que te lleva a ver desde ningún lado o a ver desde la mente de Dios, que es la mente de todo. Tiene los dos componentes y me parece que eso era importante; que no fuera solo una bebida milagrosa y curativa, sino que tuviera ambigüedad, como todo. Y ellos se encariñan con las visiones, porque ¿qué sentido tiene la vida sin visiones? Cuando incendian La Golondrina estos hombres no se dan cuenta de que se quedaron vacíos. Ahí la bebida es adictiva en el sentido de que ellos no pueden prescindir de sus visiones; ¿qué van a hacer ahora bebiendo aguardiente común y corriente?
J.C.R.: En la novela hay un trasfondo muy rulfiano, especialmente en esto de la relación con los muertos y la forma de hablar con ellos.
A.M.: Evidentemente, Juan Rulfo es un referente súper importante. Sin embargo, más allá de eso, yo creo que así como hay unos ríos que existen en este territorio en particular —todos los nombres son puestos por la libre facultad de la imaginación, como el Nauyaca; todos son ríos a los que parecía que había que ponerles nombres sonoros, indígenas, y de repente van a dar al Cauca, que es un río real, en el sentido fáctico, ahí está en el mapa—, pasa lo mismo con los vivos y los muertos, que están separados por un abismo.
Tú y yo estamos fácticamente en este mundo y podemos comprobar nuestra existencia, mientras que los muertos ya no están y son una ausencia, pero existen en otro plano de la realidad. Es decir, si la realidad no estuviera tan separada entre lo que es realmente comprobable y materialmente existente en nuestra percepción, y lo que existe de otra manera o en otros planos de percepción o en otros planos de lo real, podría haber comunicación entre esos dos mundos. Eso es lo que pasa en las grandes épicas: los videntes, que son los héroes, como Odiseo o Dante, recorren y transitan entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Descender al mundo de los muertos es una experiencia casi chamánica que —parece— hay que tener para alcanzar un conocimiento pleno de la realidad.
J.C.R.: Y tú pusiste esa especie de puente entre los dos planos…
A.M.: Me parece que era muy liberador no separarlos como mundos que no pueden tener contacto, sino que hay un tránsito permanente. Si lo recuerdas, hay un día en que se celebra la Fiesta de las Lumbres, cuando los muertos van por los cañones del río y llegan a las casas, donde les tienen comida. Eso pasa, con variaciones, en todas las culturas. El Día de los Muertos en México, por ejemplo. En Japón hay un día en que a los muertos hay que servirles comida, además de que están presentes en los altares de la casa… Me parecía linda esa presencia de los muertos en nuestra vida de vivos, y al revés —quizás los muertos tienen altares para nosotros donde nos alimentamos cuando vamos de visita—; esa relación entre la vida y la muerte, porque en últimas hay una continuidad, no una separación.
J.C.R.: Hay algo que has mencionado tangencialmente y me parece muy interesante: ¿cómo nacieron los nombres de los personajes y de los lugares? Jeremías, Nardarán, Corona Blanca, Patas de Mirlo, Zacarías, Zambrano… hay hasta una especie de musicalidad ahí.
A.M.: Creo que lo que yo estaba buscando intuitivamente era el sonido, la sonoridad, más que los significados. Alguien en estos días me hizo caer en cuenta que había muchos nombres bíblicos: Jeremías, Esther, Sara, pero no era por ahí; es más la sonoridad. Jeremías es un nombre que tiene fuerza ya de aparición, solo con decirlo. En cada caso fue distinto; por ejemplo, Heraquio es un nombre muy afortunado porque es el de un campesino de verdad que me recibió en su casa en los cañones de un río —que, por cierto, inspiró este río imaginario y sin el cual no hubiera podido existir—. Es un nombre divino porque además se parece mucho a Heráclito, que es como el filósofo del río, y viene de un campesino de verdad, que existe de carne y hueso en el mundo de los vivos. Los otros fueron apareciendo de manera diferente. Lidia es un nombre muy parecido a Lidilia, el nombre de mi abuela, y tal vez ahí hay algo inconsciente. Esther es un nombre que me fascina también por su fuerza sonora, pero no hay nada más allá de eso.
J.C.R.: ¿De dónde salió Patas de Mirlo, por ejemplo?
A.M.: Fue muy curioso porque primero se llamaba Hermenio Cruz; ya tenía ese apellido porque creo que ya estaba en su destino cargar con algo, pero Hermenio y Heraquio eran muy parecidos. Mi editor, mi agente, me hizo caer en cuenta que era difícil para el lector retener dos nombres que empezaban por H, que eran tan parecidos y que estaban juntos, entonces le cambié a Lautaro Cruz, pero el personaje solo empezó a existir cuando se llamó Patas de Mirlo. Ese apodo fue fundamental para que el personaje encontrara su verdadero carácter y su verdadera realidad. Patas de Mirlo me parecía un nombre que se daba con el personaje y eso es milagroso.
J.C.R.: Es clave para la novela la vista de Jeremías, su ojo cubierto por una tela blanca. Hay algo de oráculo ahí, en las imágenes fantasmagóricas, los espíritus, las visiones, los agüeros, las premoniciones de maldiciones. Hablemos de la mitología de la novela.
A.M.: Yo creo que la mitología, el poder de los mitos, no está en que voy a un libro para inspirarme y pensar cómo va a ser el personaje de Jeremías, sino que los mitos, por alguna razón, logran cristalizar formas o figuras que son muy potentes y muy arcaicas. Si Tiresias el adivino, el vidente, también es vidente de Sófocles —de la tragedia de Edipo— y es ciego; si el vidente en La Odisea también es ciego, nada de eso es en vano; no es entonces que cada vez que haya alguien que tenga poderes visionarios lo vas a poner conscientemente ciego porque es una imagen institucionalizada por la historia de la literatura o de la historia de la mitología, sino porque hay una conexión entre no ver con los ojos y ver con la mente. Los barasanos, una de las etnias indígenas de la selva del Vaupés, dicen que no ven con los ojos sino con la mente; los chamanes ven con la mente. Todo ese asunto de no ver con los ojos yo no lo estaba pensando de manera consciente, pero creo que por eso es que la gente visionaria, muy sabia, es ciega, literal o metafóricamente respecto a los ojos con los que normalmente vemos; es otra forma de ver.
J.C.R.: Volviendo a lo que dices sobre los griegos, siento que en la novela hay una desgracia común y la tragedia inevitable que termina siendo cargada de forma material y simbólica: el incendio, la ausencia, el pueblo con ese “anillo de inmovilidad que lo rodea”, la estatua de la Virgen en lo alto, observando la maldición…
A.M.: Yo sí siento —pero es porque tú me lo haces ver— que hay un juego entre lo colectivo y lo individual, entonces hay ciertas figuras que cargan con algo que es de todos. Por ejemplo, Patas de Mirlo carga con una culpa que es de todos los hombres del pueblo y él es el único que, como tú dices muy bien, material y físicamente lo asume como peso propio. Es como la concentración de fuerzas que son múltiples y transpersonales, que están más allá, en una sola figura, en un solo personaje, en un solo individuo. Después hablas de la Virgen y me parece también muy acertado porque en esa estatua se concentran fuerzas mágicas y místicas que transitan por todos los cañones, por todo el río. Por eso los campesinos dicen que la Virgen tiene tres cuerpos: uno es invisible, otro es solo visible para los que están en estado de desgracia y otro es visible.
Me parece muy lindo que hayas asociado esa especie de encarnación de la culpa en un personaje, como pasa también en las ideas griegas. Edipo está expiando una culpa que va mucho más allá de la suya propia porque además él era inocente; él no sabía qué estaba pasando ni qué estaba haciendo, pero estaba simplemente asumiendo fuerzas ancestrales; igual pasa con Patas de Mirlo. La Virgen es la encarnación o la materialización de fuerzas que van mucho más allá de esa estatua.
J.C.R.: En la novela hay una relación con la construcción de la geografía a partir del campo. ¿Cómo fue escribir esta novela, atravesada por tu propia experiencia de vivir en el campo?
A.M.: Yo vivo en una región muy campesina y eso lo agradezco muchísimo. Estoy rodeada de campesinos que parecen personajes de Rulfo y eso es una maravilla; son una belleza, de verdad. Me deslumbro cada vez que me encuentro con uno y me empieza a hablar; como que ni siquiera tengo que escribirlo, el libro ya está ahí. Vivo por una vereda cerca de Choachí que queda bien arriba y es bien agreste. Es un bosque que se ha preservado bastante; camino con mi perra por esos bosques, así que de ahí me nutro todos los días para escribir. No sé cómo sería hacerlo en la ciudad; no sé si tendría la misma energía, la misma devoción. La experiencia de la naturaleza en lugares aún más agrestes y abiertos como la selva ha sido fundamental; han sido momentos de vivificación, de plenificación de la vida donde recibo mucha energía, mucha fuerza.