Hubo un tiempo —más dichoso o desgraciado, según se vea— en que la palabra escrita reflejó las mismas jerarquías que organizaban la vida social. Como en el día a día de las sociedades del antiguo régimen, hubo entonces géneros superiores que retrataban las acciones de personajes que, se decía, eran más importantes, más sabios o más poderosos que la inmensa mayoría, y géneros inferiores enfocados en la vida de las clases populares y sus asuntos, vulgares por donde se les viera, que acaso podían divertir, pero de ninguna forma aspirar a integrarse entre los grandes temas de los primeros. Estas jerarquías, dice Jacques Rancière en “La política de la literatura”, quedaron anuladas con el surgimiento de la literatura a inicios del siglo xix, cuando la línea que dividía géneros y temas comenzó a diluirse y sus protagonistas comenzaron a ser hombres y mujeres sin mayor atributo que su simple existencia en el mundo. “La literatura es el nuevo régimen de la escritura en el que el escritor y el lector son cualquiera”, señala. En otras palabras, la aparición de la literatura puso en tela de juicio la lógica que dictaba —y a veces sigue dictando— que hay individuos dotados de cualidades superiores que les permiten apreciar una obra artística, o crearla, e individuos que, al carecer de esa sensibilidad, solo pueden aspirar a vivir una vida orientada al trabajo y la supervivencia. Rancière, por supuesto, está pensando en la literatura francesa, pero sus observaciones bien pueden iluminar lo que sucede en otros territorios (América Latina, por ejemplo). En este ensayo me gustaría servirme de ellas, y de otros interlocutores, para pensar cómo algunas controversias recientes han dejado ver que las tensiones provocadas por la literatura, que hace política sin importar quién la ha creado ni de dónde viene, diría Rancière, siguen presentes.
Afirmar que quien escribe y quien lee puede ser cualquiera es, de entrada, problemático. Y lo ha sido desde tiempos inmemoriales. Rancière recuerda que ya Voltaire lamentaba que la audiencia de su época no fueran más los hombres de peluca y oropel que aplaudían las obras de Corneille, ícono del clasicismo francés, sino solo “unos cuantos caballeros y damas jóvenes”. Con sus lamentos, sin embargo, planteaba una cuestión esencial: la literatura es una forma de creación que, sin la guía de nadie, sigue su propio camino y se dirige a quien pueda leerla —o escucharla, podría decirse hoy—, sin detenerse a pensar si le debe hablar a la doctora en literatura pero no a la persona que barre las calles de nuestras ciudades. Quizá por ello, quienes han sido partidarios de las jerarquías en la palabra escrita, de pensar los géneros como superiores e inferiores, los temas como importantes o intrascendentes, y que no tienen reparos en opinar sobre quién puede y quién no puede escribir, ya no digamos escribir literatura de calidad, a menudo han lamentado que esta ya no sea lo que fue en sus mejores tiempos.
Algo de ello sugiere Cristina Rivera Garza en sus “Breves vistas desde Pompeya”, un ensayo que reflexiona sobre la manera en que la tecnología —y en concreto las escrituras de 140 caracteres en Twitter (X)— han afectado, y enriquecido, el “significado cultural” de la escritura misma. Un tuit, dice ahí, puede ser parecido a un aforismo o a un haikú, pero al ser escritura “en tiempo real” se opone “al tiempo vacío y homogéneo de la ideología dominante” que, por definición, determina lo que es y no es literario. Pone como ejemplos los microrrelatos de Alberto Chimal, que nacieron como un tuit y llegaron a convertirse en libro (véase La saga del viajero del tiempo), o las creaciones de la escritora y artista visual Graciela Romero, quien le ha dado al mundo joyas como estas: “Y Dios hizo el tiempo, y vio que era bueno. Luego nos hizo a nosotros. Y a nosotros se nos hizo tarde. Todo mal”, “No perdí la idea, gané un montón de distractores” o “Me haces falta de sobra”. Lo importante en esas líneas, dice Rivera Garza, no es tanto si se pueden calificar como literarias o no, sino que son el síntoma de un cambio: ya no se narra “para ser o porque se es alguien extraordinario”, sino para “escribir la vida”. Y también para recordar que el lenguaje “no es pétreo sino lúdico”. Y que, como lenguaje, es político.
Los “tuitescritores”, como los llama Rivera Garza, son un caso extremo y, por lo mismo, muy útil. Esas personas, que tienen la pretensión de escribir para quien sea aunque carezcan de cualquier tipo de licencia para hacerlo, suscitan “ansiedad y desconfianza” entre los guardianes de los valores literarios. Pero no solo ellos. Siguiendo a John Guillory (Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation), Rivera Garza reflexiona en la última parte de su ensayo sobre el problema de la calidad literaria. ¿Tiene sentido juzgar una serie de tuits con los criterios que se utilizan para analizar otras formas de literatura? No mucho. Pero es que, en sí misma, la literatura no es sinónimo de “buena escritura” ni de calidad literaria, dice. La literatura es sencillamente el nombre que se le dio, en algún punto del siglo xix, a una forma de escritura publicada en caracteres impresos sobre papel que poco a poco se convirtió en el criterio hegemónico para la formación de un canon. Y va más allá: “La calidad no es inherente al texto”. El texto solo existe cuando alguien lo lee y, en ese momento, le asigna un valor. “Solo una visión esencialista y, por lo tanto, ahistórica, haría de lo literario un sinónimo de calidad. Solo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de solo un modo de producir textualidad”, concluye.
Pero para ser justos, no hay nada de malo en querer que las cosas sean como son, jerarquías sociales incluidas, siempre que esto no se niegue —o, en el peor de los casos, que se niegue porque no se tenga consciencia de ello—. Este es el problema que Terry Eagleton planteó hace algunos años en su célebre Introducción a la teoría literaria. La teoría literaria, y la crítica literaria a su vez, es menos una forma de analizar ciertos textos que una perspectiva desde la cual se observa la realidad —y la historia— de nuestras sociedades, escribe en ese libro didáctico y lúdico también. Lo censurable no es hacer explícitas las posturas políticas que cada uno tiene, sino presentar con apariencia de “científicas”, “críticas” e imparciales una serie de ideas que en esencia favorecen “los intereses particulares de grupos particulares”. Por más triste que pueda resultar, dice Eagleton, la realidad es que “la mayoría de las teorías literarias, antes que poner en tela de juicio cosas que el poder da por sentadas, las ha reforzado”. Seguramente muchos de los guardianes de los valores literarios pueden indignarse ante las injusticias de las sociedades actuales, que concentran la riqueza en unos cuantos “mientras que los servicios sociales de educación, cultura, salud y esparcimiento yacen arruinados para la mayoría”, pero no consideran, añade, que la literatura tenga nada que ver con esos problemas. El carácter más o menos sagrado que cada uno de nosotros le asigna la mantiene a salvo de tener cualquier vínculo con ellos, que además nunca son nuestros problemas —hasta que lo son—.
Toda persona medianamente satisfecha con su oficio tiende a asignarle una importancia especial. Y para nadie es un secreto que quienes dedican su tiempo a las actividades culturales —especialmente cuando pueden vivir de ellas, pero incluso cuando, ¡ay!, no es así— suelen atribuirles incluso una importancia mayor. Un profesor universitario de historia tiene buenos motivos para pensar que sus investigaciones, mucho más que la docencia, por supuesto, han contribuido a la mejor comprensión de nuestras sociedades, así como quienes escriben poesía, y comentan la poesía de otras personas, bien pueden pensar que esta es fundamental para la humanidad. Seguramente lo es. Si alguien me pregunta, yo diré sin titubear que editar y traducir son actividades indispensables para que el mundo siga girando. ¿O no es así? Pero Eagleton, que suele echar a perder todas las fiestas en que las humanidades se festejan a sí mismas, dice cada vez que puede que la historia y la poesía sin duda son importantes, “pero tampoco tanto” (véase “What’s Your Story?” en la London Review of Books). Después de todo, “los poemas no detienen los misiles”, como rezaba el título de una serie de recientes documentales sobre la guerra en Ucrania.
En la propuesta de pensar a la literatura como una actividad contingente más que necesaria, surge esta afirmación de Rancière: “La literatura es el arte de escribir que se dirige específicamente a quienes no deberían leer” (las cursivas son suyas). Cuando esas personas leen, seguro algo malo va a pasar. ¿Malo para quién? No para quienes leen, sin duda, sino más bien para quienes se ven afectados por las consecuencias de ese acto revolucionario. La segunda edición del libro de Dahlia de la Cerda, Perras de reserva (Sexto Piso, 2022), nos lo ha recordado en los últimos meses. Una parte de los comentarios dirigidos hacia los trece relatos que lo integran, todos narrados por mujeres que han padecido (y ejercido) cualquier tipo de violencias, ha tendido a criticar el uso permanente de la primera persona o el lenguaje regional y popular que esas mujeres utilizan —uno está tentado a pensar que Benzulul de Eraclio Zepeda o Rescoldo de Antonio Estrada quizá hoy no saldrían bien librados del rigor de la crítica—. Y después de felicitarse por señalar todas las fallas del libro, los críticos han seguido con sus vidas. Pero entre los lectores, y mucho más entre las lectoras, se ha suscitado un fenómeno paranormal. El libro ha llegado a públicos a los que la literatura, creo, rara vez suele llegar: mujeres en prisión, alumnas de escuelas secundarias, círculos de lectura en poblaciones más o menos remotas, y ha provocado que quienes no deberían leer, no solo lean, sino que además piensen que ellas también pueden escribir. Podría decirse, para recordar de nuevo a Eagleton, que ni la denuncia social ni la disidencia son garantía de nada. Quizá no lo son. Pero aquí me importa menos la calidad literaria que cada quien es libre de encontrar (o no) en un libro como Perras de reserva que la manera en que las reacciones provocadas por él ejemplifican cómo la literatura hace política, en los términos de Rancière, cuando cuestiona —o revierte— el orden normal de las cosas.
Neige Sinno ha visto algo de ello en un comentario publicado en Les Inrockuptibles (marzo de 2024). En él ha integrado a Perras de reserva como parte de un fenómeno latinoamericano que incluye también a Mariana Enríquez, Mónica Ojeda, Samanta Schweblin o Yuri Herrera, aunque sin esfuerzo podrían mencionarse de igual forma los nombres de Fernanda Melchor o Brenda Navarro, quienes han hecho de la violencia, el horror, la discriminación, el clasismo o la destrucción del territorio los temas de sus obras. Al hablar de las protagonistas del libro, Sinno escribe que estas mujeres han padecido la violencia laboral y familiar en un país que deja impunes el 98% de los casos de feminicidio, “pero lejos de quedar condenadas a papeles secundarios, se convierten en heroínas que actúan, se rebelan, se vengan”. Sobre todo, que actúan. Y concluye: “Da la sensación de que por fin las mujeres de las clases populares pueden tener acceso a un poco de glamour trash y de reconocimiento. Si este aún no es el caso en la vida real, que por lo menos lo sea en la literatura”. Pero incluso si no fuera así, el libro ha logrado cuestionar la supuesta división de la sociedad entre sensibilidades de orden inferior y superior, y, al hacerlo, las jerarquías en que, muy a su pesar, la literatura participa. Política pura en acción.