Nota del editor: Rodrigo Mariño López, académico y joven autor colombiano, presentó —y aprobó— una tesis doctoral creativa en un departamento de español en los Estados Unidos. Este texto, que logró posicionarse entre los finalistas en nuestro I Concursos de Ensayos Literarios 2023, intercala su propia experiencia con un panorama general de este fenómeno. “Del doctorado creativo y otras yerbas” fue traducido al inglés por Hebe Powell.
Hace unos años terminé el doctorado. Llegué a los Estados Unidos en 2016, cuando Trump subía al poder, cuando mi país rechazó los acuerdos de paz, cuando el disparate del Brexit. Desde una biblioteca y un gimnasio y un salón de clases de algún lugar del Midwest lo vi pasar todo, pero tuve que seguir —¿qué más iba a hacer? Cuatro años después, recién acabada la tesis –que fueron dos, pero de eso ya hablaremos—, todos mis planes de vacaciones en familia y celebraciones y demás se venían abajo entre el encierro del Covid. Recibí un diploma electrónico con el título de doctor, escribí un post de agradecimiento y triunfo en Facebook (al mejor estilo de mi generación) y seguí adelante probando más cervezas artesanales y postulando, incansablemente —pero tan cansado— a trabajos académicos. Del grandioso Tenure Track al humilde Lecturer, no importaba (de Adjunct, no, que te explotan, decían). Porque, hombre, ¿qué más hace uno con un doctorado en “Romance Languages” y una mal llamada “tesis creativa”?
Empezaré, por supuesto, por los antecedentes. Durante los últimos años del bachillerato lo tenía muy claro: las letras y la filosofía por encima de todo, ¿pero a quién se le va a ocurrir estudiar eso? ¿Quién va a dedicarle cuatro o cinco años a un pregrado de aquellos que no sirve para nada? No mucho después, a mediados del programa curricular en literatura, lo tuve más claro: puede uno haber caído en esto de la crítica literaria, pero jamás en la escritura creativa. Escribir cuentos y poemas, sí; ¿pero una maestría en tamaña rareza? Mas una cosa llevó a otra y un día me hallé viviendo una doble vida: de día, aspirante a escritor con master; de noche, traductor de libros de autoayuda. Pasó el tiempo y con una novelita entre el metafórico bolsillo y un desborde de ejercicios y reflexiones en torno a la escritura, llegué un día a graduarme, casi orgulloso, del magíster aquel. “Mijito”, dijo mi abuela, “¿y ahora qué va a hacer?” No había mucho qué pensar. Después de esos dos años de clases, seminarios y talleres, y habiendo escrito tanta cosa, había que hacer lo que hoy en día hace un reconocido y joven escritor latinoamericano: irse del país, conocer más escritores, (des)aprender de ellos, aplicar a concursos literarios, ganar premios y, así, publicar celebrados libros –con albricias de celebrados escritores en la contraportada (y regresar de vez en cuando al terruño, a presentarlos).
Antes, mucho antes, cuando el Boom y todo eso que ni para qué, el destino era Barcelona. También servía París, dicen, pero había que pasar por la Ciudad Condal si se quería trascender. Hoy los escritores creativos de habla hispana (así se les dice) tienen otro destino: Nueva York (no Miami, como el reguetón). Y allí, La Meca: En-Wai-Iu. La Universidad de Nueva York y su maestría en Escritura Creativa en español, donde terminan de pulirse los galardonados del mañana. Mas si la cosa no sale, si pasa que alguien no es aceptado (o becado, que es casi lo mismo) en el programa, o si le aturde a uno el incesante bullicio de una ciudad loca de insomnio, todavía quedan dos opciones en el pedestal: la Universidad de Iowa, matriarca de la escritura creativa en español en los Estados Unidos, tan aislada, tan blanca; y la Universidad de El Paso, Texas, de localización geopolítica inmejorable, borderlandia, donde se ve México desde el salón de clases; ninguna es “Niu Iork”, y qué más da.
Desde luego que estoy repitiendo cosas que casi todo el mundo sabe. Y ahora diré una más: lo del M.F.A creativo se complejiza (para bien, creo yo), da un salto grande en 2016 con la creación del primer doctorado en Escritura Creativa en español, en la Universidad de Houston, dirigido por nada menos que la grandiosa —y combativa— Cristina Rivera Garza. Porque no es casualidad, como lo afirma su directora, que el programa haya iniciado el mismo año en que Trump subía al poder, cuando hablar y leer y escribir en español en los Estados Unidos se hizo, más que nunca, un hecho político: aquí estamos, Donald y secuaces, vean como también hace poesía y recibe funding la lengua del workforce. Por allá en 2020, antes de la pandemia, se escuchó el rumor que algo similar al Ph.D de Houston se haría en la Universidad de Iowa, como se supo, también, que algunos selectos departamentos de español empezaban, tímidamente (casi un secreto, shh), a aceptar “trabajo creativo”. Hubo, incluso, alguno que se arriesgó a aceptar la polémica “tesis doctoral creativa”, como cualquier departamento de inglés (donde la escritura creativa es, desde hace rato y con muy pocos cuestionamientos, una institución, donde ningún otro track atrae más estudiantes).
Todos tranquilos, que los escritores creativos también nos formamos en la academia y podemos conjugar, casi tan bien como Piglia, la crítica y la ficción.
Pero ahora bien, ¿qué es eso de la “tesis creativa” y el “trabajo creativo”? Esos extraños especímenes, se pregunta mucha gente, y con razón, si acaso toda producción académica no es, no debe ser, en esencia, creativa. Y qué decir de una tesis doctoral: ¿no es toda disertación, necesariamente, creativa? Difícil contestar esta pregunta sin entrar en discusiones interminables de huevo y gallina, de manera que, en aras de simplificar, diremos: para el caso de los departamentos de letras, por trabajo creativo se entiende todo tipo de creación literaria de un estudiante o docente —novela, cuento, poema, guión, crónica, memorias, no ficción…también ensayo creativo, traducción creativa—, y así (qué cosa es literatura, novela, no ficción y un largo etcétera –y qué no–, en eso no voy a entrar). Nótese, pues, que no solo se trata de ficción y lenguaje poético; se trata, igualmente, de un fenómeno indisociable de la academia: escritor creativo es el que se forma en programas universitarios de creación literaria y su trabajo creativo es aquel forjado dentro de, digamos, el rigor académico. Lo irónico es que con tanta creatividad y escolástica de por medio, todavía se le siga poniendo a todo lo relativo ese infantil “creativo/creativa” (¡ugh!), como si no hubiese en la academia ya suficiente confusión.
De qué se trata, pues, el extrañísimo doctorado en escritura creativa, a quién se le ocurre hacerlo y qué se hace con eso (preguntó, más o menos, mi primo). Sinceramente, no sé. Yo no soy doctor en escritura creativa; me enteré muy tarde del programa de Houston y confío en que no me habrían aceptado. No puedo hablar con la voz de la experiencia sobre los M.F.A de Nueva York, Iowa o El Paso (sus majestades) ni sé cómo es el doctorado creativo (¡ugh!), pero tengo algunas sospechas (algunas, incluso, fundamentadas).
Sospecho, por ejemplo, que a diferencia de la maestría, en el doctorado debe ir, tiene que ir más allá de un panorama general de lecturas obligatorias, casi siempre apuntando a la creación de una brillante y muy original ópera prima. Sospecho que el M.F.A puede ser una buena introducción al oficio (¿profesional, ocasional?) de leer y escribir —o de leer para escribir—, pero el Ph.D debe dar dos o tres vueltas de tuerca más al asunto: cómo es eso, por ejemplo, de que la escritura creativa en los Estados Unidos bien pudo ser una arma de adoctrinamiento de Estado a lo largo de la larga Guerra Fría (dice Eric Bennett), financiada en parte por la CIA (tremenda teoría de la conspiración, dirán algunos), y cómo es eso de que en Latinoamérica, en cambio, la escritura creativa viene, más bien, de la clandestinidad, de lo que, por citar un ejemplo, en la Argentina de Videla llegó a conocerse como “La universidad de las catacumbas”? Sospecho que el doctorado en cuestión sin duda entrará en estas discusiones, y sospecho que sus estudiantes y docentes habrán de dedicarse, entre otras, a (re)pensar las relaciones entre lenguaje y estructuras de poder y otras yerbas de esta particular naturaleza. Sospecho que, además, se incluirán en el programa temas más prácticos como la industria editorial —que el camino es culebrero y hay que saber andarlo, o abrirlo—, o el oficio del escritor con su comunidad —donde lejos queda la idea del poeta que talla un verso en soledad y llega, en cambio, la hora de algo parecido a lo que Paul Dawson ha llamado el “intelectual público”.
Me pasé una buena parte del doctorado envuelto en discusiones de este talante, tratando de encontrar argumentos para mantener a flote y a salvo mis proyectos creativos; a salvo de académicos y críticos literarios (como yo) que se preguntaban (también como yo) si una novela o un cuento podrían acercarse a un trabajo académico serio. ¿Cómo escribir hoy en día una novela sobre el amor sin haber leído a Bauman?, preguntó alguna vez un colega (¿a Bateman?, dijo otro, no sé si en broma). ¿Qué aporte original al conocimiento hace una tesis, así, creativa?, preguntó alguien más. Y un profe: ¿cómo vas a demostrar que has investigado? Y una profe: ¿cuál va a ser tu marco teórico? Todas preguntas muy válidas, por supuesto. Así empezó a crecer ese animal inmenso, bicéfalo, al que llamo “las dos tesis”, pues en ello se convirtió mi disertación: por un lado, una suerte de novela (histórica, digamos) donde el lenguaje, la verosimilitud, el compromiso, el pasado y otros diablillos me tiraban del pelo a diario, a toda hora; por el otro, lo que comenzó como un “breve” ensayo —o requisito teórico— que por cosas de la vida (académica) creció y creció, sumando páginas y subtítulos, con el fin de atenuar las dudas de mis pares —y las mías, cómo no— con referencias bibliográficas y análisis del discurso y discusiones sobre migración y nacionalismo (hasta leí a Bauman).
Ese ensayo, pues, defendía y soportaba la tesis creativa. Si a alguien en alguna entrevista laboral universitaria le daba por preguntar por eso de una novela como disertación doctoral, ahí entraba el sustrato teórico puro y duro del susodicho texto: todos tranquilos, que los escritores creativos también nos formamos en la academia y podemos conjugar, casi tan bien como Piglia, la crítica y la ficción.
No sé si todos los programas con una opción creativa funcionen, más o menos, así. Sospecho que sí. Mas si alguien lee este ensayo preguntándose, como mi primo o mi abuelita, para qué sirve hacer un doctorado en literatura latinoamericana en los Estados Unidos y embarcarse en ese trajín de la tesis creativa que luego termina siendo dos, le diría a aquella buena alma que no deje de tener en cuenta algo fundamental: escritura creativa o no, todo estudiante de doctorado en español en el país del águila calva está destinado, de manera casi irremediable, a enseñar español como segunda lengua, las más de las veces al nivel básico. SPAN 1001 y 1002, o algo así. Enseñaremos, todos nosotros, tantísimas veces el verbo “ser”, los números y los colores, llegaremos hasta los pronombres de objeto directo e indirecto y terminaremos reinventando una y otra vez la mejor manera de enseñar las tantas variaciones del subjuntivo. Unos más y otros menos, pero todos. Todos. De los grad students a los tenured professors. Y está bien.
Habrá, sin duda, quienes con el tiempo escapen del culto (la academia), encuentren otro tipo donde las habilidades que adquirieron en el Ph.D sean apreciadas y bien remuneradas, y logren así vivir aquella otra vida de horarios laborales establecidos y fines de semana libres. Nada mal… Otros andaremos a caballo entre una cosa y otra, atados a un patrocinador de visa, leyendo en desorden, escribiendo a deshoras una novela y, alguna vez, por cosas de esta vida, un ensayo sobre causas y azares varios que nos han traído hasta aquí.