Nota del editor: Apelando al género epistolar, Daniela Suárez desarrolla una original tesis sobre la creación literaria, “la conversación” como recurso y el oficio de escritora. “Carta a Rita (o cómo escribirnos en segunda persona)” resultó finalista en nuestro I Concurso de Ensayos Literarios LALT 2023. Su traducción al inglés estuvo a cargo de Matthew Shorter.
Querida Rita:
Empiezas Contra-pedagogías de la crueldad con una conferencia, acaso una invitación, por la que me he sentido interpelada. Ahí dices que conversar es la mejor manera de pensar, “porque pensar no es otra cosa que contestar”. Al leerte me pasó lo que me sucede en tantas conversaciones con amigos o con libros, pues tus palabras me dibujaron un puente hacia algo más, en este caso hacia las palabras de Alejandra Eme Vázquez, que nos recuerda que el ensayo es el trayecto de un pensamiento y que en su hacerse en la página encuentra su forma. Las dos aseveraciones, la tuya y la de ella, se quedaron conmigo desde hace meses y, como no tengo tiempo para escribir un ensayo al respecto, decidí contártelo a ti en esta carta.
Tus palabras iniciales en esa clase evocan la imagen de un conferencista que, dispuesto a abandonar el guion de una ponencia rigurosamente inflexible, observa a su audiencia para leer con ella, y de ella, la forma última que su disertación ha de tomar. Es decir, lejos de asumir la ficción de la línea recta, permite que los gestos, las miradas, la presencia del otro y de los otros, dejen su impronta, ya leve, ya grave, en la escritura viva de un pensamiento que, como la corriente de un río, recoge en sus aguas la memoria mineral de lo que toca.
Debo decirte, Rita, que al releerte añoré ese “estado de escritura” que tan bien describes en el texto; ese estado que tantas veces tiene como preludio la conversación, que no es otra cosa que el acompañamiento de ideas que ha de encontrar su forma en nuestras bocas y en nuestras manos. Y es que, como bien dices, hay algo eléctrico e inesperado en ese ya cliché de encontrarnos con una página (o pantalla) en blanco. Es precisamente desde ese no-tiempo de no-escritura donde se conjura la posibilidad de, en esta carta, conversar contigo.
Es casi un lugar común evocar a Virginia Woolf cuando queremos recordar que nos faltan el tiempo o las condiciones materiales para escribir, que no tenemos el mentado “cuarto propio” donde habría de caber nuestra escritura. También pienso ahora en Doris Lessing, que se vio obligada a separarse de sus hijos porque escribía. O en Rosario Castellanos que, asediada por la falta de tiempo y de dinero, se tiene que disculpar por no poder escribir cartas con más frecuencia a Ricardo. Pero, ¿qué ha cambiado?, ¿qué hacemos hoy las mujeres que, como siempre, queremos escribir y no tenemos tiempo? ¿Cómo compaginar nuestros ritmos vitales, sujetos a imperativos de productividad y rendimiento, con la escritura y la conversación? O, de otra forma: ¿cómo le damos forma al cauce de nuestro pensamiento? ¿Cómo lo ensayamos?
Laia Jufresa dice que para una bailarina cada sesión de práctica no tiene que ser, no es, una performance pública. Jufresa lleva esto al terreno de la escritura: a veces escribir es, en el sentido más estricto, practicar. O, como también ha dicho Alejandra Eme Vázquez: no toda escritura está hecha para el espectáculo, entendido como su publicación para su circulación ya lejos (o cerca) de quien escribe. En este sentido, y como dices tú, Rita, conversar aparece no como un paso previo a la escritura, sino como parte fundamental del proceso que nos ha de llevar a esa gran puesta en escena que es compartir una versión de nuestro pensamiento con otros. La conversación no es, pues, sólo la exhibición dancística de una memoria muscular bien afinada, sino también el primer pulso que nos llega para encontrar el ritmo y activar el sistema nervioso para, en ese estremecimiento, configurar los pasos, las coreografías y las prácticas que pueden llegar a ser compartidos.
Alguna vez dijiste también, Rita, que la conversación nos queda cada vez más lejos, que es un arte que se practica cada vez menos. Lo decías tú que en ese momento estabas en Buenos Aires, una ciudad latinoamericana donde, observaste, hay resistencia a la idea de que platicar sea perder el tiempo y, por lo tanto, es muy común ver a gente conversando por muchísimo tiempo sin que sientan jamás que ha sido una actividad estéril. En Estados Unidos, desde donde te escribo, esto es cada vez más difícil. No porque aquí no exista el deseo de conversar, sino que la falta de espacios públicos, la cultura imperante de la productividad y el propio diseño urbano, que nos hace depender demasiado del automóvil, hacen menos probable el intercambio de ideas. En contextos como este, y en particular en los espacios académicos, como ya has señalado, la conversación muchas veces se institucionaliza y, si no puede aparecer como un renglón de productividad en el CV, su versión no protocolaria y burocratizada parece estar condenada a desaparecer.
Entonces, Rita, quiero proponerte algo, ¿qué tal si conversar con nuestras amistades a través de una plataforma de mensajería instantánea es el paso inicial de la escritura, o la escritura misma en contextos donde las paredes del cuarto propio parece que ni siquiera tienen cimientos? ¿Qué tal si dentro del inventario de luces y sombras que nos ha dado la tecnología –la internalización de la vigilancia constante, la modificación misma de nuestros gustos y de nuestros hábitos, las formas (no tan) sutiles en las que nos dociliza –, también se facilita la conversación epistolar como forma de ensayar nuestras ideas? ¿No es eso el ensayo? ¿No es eso escribir? ¿Qué le da estatus de escritura a lo que dejamos en la no-página?
No propongo, desde luego, que la conversación digital sustituya las tardes de café ni las largas sobremesas platicando, ni que dejemos de tejernos en compañía de otras; sino pensar en los retazos del día que se van acumulando en este espacio de escritura, ya tan común, y en cómo ese contacto con otras y con otros llega a impresionar la curva de nuestras ideas.
Nos configuramos a nosotras mismas a través de lo que decimos –y de lo que escribimos–, pero también a través de otras bocas, de otros oídos.
Esta y otras cuestiones también se las planteo a una amiga por Telegram. Algunas veces a través de notas de voz, pero casi siempre por escrito, quizás dictándole al teléfono mientras camino para recoger a mi hijo de la escuela. Ella, remitente y destinataria, me lanza otra pregunta o una idea que hace que me detenga en el bordillo de la acera, desobedeciendo al semáforo en verde que indica que ya puedo abandonar la banqueta. Entonces, espero. Escucho. Pienso. A veces, contesto. Cruzo la calle.
Llega otro mensaje: ¡Ping!
Revelaciones. Preguntas. Epifanías. Risas. Quejas. Miedos. Sueños. Todo cabe en esas conversaciones diarias que se articulan como un goteo a lo largo del día porque no tenemos tiempo para escribir. Así, en el trayecto de la gota al suelo, ésta se transforma y, cuando lo toca, se hunde en la tierra para regar una idea, una pregunta, una intuición.
Mi pensamiento y el de mi interlocutora caminan conmigo mientras trabajo, limpio, cuido, juego.
¡Ping!
Texto de C.: lo que me interesa de todo esto es la posibilidad de crear espacios de escritura dentro y fuera de la página. ¿Cómo le hacemos? De momento la mensajería también sirve mucho para pensar con los interlocutores con quienes no compartimos la misma geografía.
Pienso. Contesto.
Algunas veces hay que esperar a que llegue la noche, ese “estado de escritura” que se inventa en los 30 minutos que transcurren entre el final de las horas hábiles y el inicio de las de sueño, justo antes de las lecturas apresuradas que apenas caben en la almohada, de la puesta al día con la pareja, de lavar los trastes y ordenar la ropa, de preparar el almuerzo del niño para el día siguiente… Y suelen ser eso, 30 minutos: momento ritual, en la sala. Mensajes largos que siempre empiezan más o menos así: te contesto tarde porque quería esperar a tener un momento de calma, aunque la respuesta ya la tenía escrita –ensayada– en la cabeza y, además, te quería escribir desde la computadora, para poder explayarme…
Nos configuramos a nosotras mismas a través de lo que decimos –y de lo que escribimos–, pero también a través de otras bocas, de otros oídos. De otros textos. Contestamos y nos contestan. A veces, después de conversar con una amiga, le escribo un mensaje para volver a una idea: dije tal cosa, pero quiero añadir esta otra. Prometí tal dato, aquí está. Leí esta idea, me recordó a ti. Dijiste tal cosa, cuéntame más. Esto me provoca, qué piensas tú. En el rebote de las ideas éstas cambian, surgen otras, se transforman. Si tuviera tiempo, escribiría…
¡Ping!
Copensamos sobre política, amor, sexo, crianza, dinero. Reímos. Disentimos. Cambiamos de opinión.
¡Ping!
Y entonces sí, escribo, y te escribo esto que ya había ensayado porque no tengo tiempo.