A finales del siglo XX, un problema informático conocido como Y2K o bug del año 2000 amenazó con borrar todas las bases de datos a nivel global. Se trataba de un error de los programadores que no habían anticipado el cambio de dígitos de 1999 a 2000 y que llevó a que varios gobiernos invirtieran exorbitantes sumas de dinero a fin de prevenir el colapso socioeconómico. Pese a que el problema informático no desató una crisis de dimensiones globales, como varios analistas habían pronosticado en los meses anteriores, este panorama apocalíptico caracterizó a una serie de novelas que Josefina Ludmer denominó ficciones del año 2000 y que plasmaron el arribo de una temporalidad del fin de la historia. El escritor argentino Rodrigo Fresán experimentó su propia versión del Y2K cuando, en pleno proceso de escritura de su novela Mantra, publicada en 2001, un virus borró el disco rígido de su computadora y se vio forzado a empezar de cero. A comienzos del nuevo milenio y después de varios dictámenes sobre el fin de la historia y la literatura, Fresán encarnó la figura del escritor en tanto “náufrago sobreviviente al cataclismo de la evolución” (Jardines de Kensington, 196).
Dos obras posteriores a Mantra, Jardines de Kensington (2003) y Melvill (2022), también pueden ser leídas como novelas “sobre la aventura de la vocación artística” a comienzos del siglo XXI (Jardines, 69). Mientras que Jardines de Kensington y Melvill se concentran en personajes históricos (el creador de Peter Pan, James Matthew Barrie, y el padre del autor de Moby Dick, Herman Melville), Mantra sigue los pasos de un cineasta ficticio que quiere crear un Film Total, borrando los límites entre ficción y realidad. Sus protagonistas son “aprendices de brujo”, la expresión que introdujo Fresán en su cuento homónimo de Historia argentina, colección de 1991, para designar a los aspirantes de escritor que aprenden de sus “maestros hechiceros”. En estos libros, Fresán plantea la figura del escritor en tanto reescritor, dramatizándolo a partir de tres imágenes que exploro a continuación: el niño, el DJ y el vampiro. Según el crítico de arte Nicolas Bourriaud, en esta época de sobrecarga de información, los artistas y escritores personifican la figura del programador porque recurren a obras ya producidas y las habitan de una nueva manera. Los libros de Fresán muestran que lo nuevo consiste en reescribir la tradición a la luz de una temporalidad que se experimenta como apocalíptica, como si un virus hubiera borrado el canon y éste debiera ser reconstruido desde las ruinas.
El escritor como niño: Jardines de Kensington
Jardines de Kensington hace del anacronismo el método privilegiado para narrar la vida de J.M. Barrie, a través de una narrativa lisérgica que salta espacial y temporalmente. Fresán combina el relato de la vida de Barrie a principios del siglo XX, cuando se inspiró en los niños Llewelyn Davies para concebir al personaje de Peter Pan, con una narrativa que transcurre en el Londres de los años 60 o Swinging Sixties. El hecho de que Fresán haya elegido los años 60 para escribir a contracorriente la historia de Barrie, muestra esta época como el quiebre definitivo respecto de la modernidad temprana. La novela narra esta época como el fin de la infancia a partir de una sobreabundancia de información que arrojó a los niños a “una adultez antes de tiempo”. La vida de Barrie transmite la obsesión de Fresán por pensar la literatura como evasión en vez de emulación de la realidad, su defensa de la escritura a partir del placer de los niños que juegan a “detener el tiempo negándose a crecer”. El hilo narrativo de los años 60 tiene como protagonista a un escritor de libros infantiles conocido por su personaje Jim Yang, quien viaja en una cronocicleta (una bicicleta que es simultáneamente máquina del tiempo) por diferentes épocas y revive la historia de la humanidad en carne propia.
Estas dos épocas de cambios radicales prefiguran una tercera temporalidad que aparece en la novela de manera implícita: el cambio de milenio como un período en el que “volvíamos a empezar, volvíamos a ser niños”. Esta elección delinea el proyecto de Fresán como la reescritura de la biblioteca a la luz del presente y concibe al escritor contemporáneo como un niño que juega con los hitos de la tradición, un bricoleur que realiza “trabajos manuales” –evocando el título de la única obra que Fresán se ha negado a reeditar– o como el coleccionista que piensa su actividad como ocio y no como negocio. Al igual que otros narradores de Fresán, el de Jardines de Kensington parece escribir desde un limbo; en un estado, no de coma, sino de paréntesis o puntos suspensivos, una puesta en suspenso de la marcha del tiempo a través de la figura del niño que no puede o no quiere crecer. Jardines de Kensington muestra la necesidad de narrar historias duraderas como la de Peter Pan en un tiempo de virus informáticos que amenazan con borrar la memoria colectiva. A contrapelo del Y2K, Fresán delinea la literatura como un virus que se le escapa de las manos a su creador y contagia al resto de la población, a manera de estas “historias inmortales que jamás envejecerán” porque yacen en la memoria de todos sus lectores.
Los libros de Fresán pueden ser pensados como búsquedas de camaradas de tiempo, escritores como Barrie que se sintieron desfasados respecto de su propia época e hicieron de ese gesto una parte central de su obra. Jardines de Kensington pone a dialogar eras distantes con el propósito de conformar una comunidad anacrónica de figuras afines al escritor contemporáneo, “un continuum donde pueden relacionarse victorianos, rockers y millennials bajo un mismo sol”. Fresán describe los Jardines de Kensington como un túnel en el tiempo en el que confluyen personajes olvidados por las narrativas del progreso: lost boys (niños perdidos) en tanto metáforas de los personajes secundarios de la modernidad. En Fresán hay un interés evidente en los finales y comienzos de cada época; sus libros juegan con las divisiones históricas de la cultura occidental al destacar fechas importantes de la imaginación popular como el asesinato de John Lennon en diciembre de 1980, que, según el narrador de Jardines de Kensington, marcó el final de los años 60. Además de conectar la escritura con el acto de jugar, Jardines de Kensington delinea al escritor como un enciclopedista que, en una época en que lo viejo ha muerto y lo nuevo no ha terminado de nacer, se ve obligado a poner en orden una realidad incomprensible.
El escritor como DJ: Mantra
Mantra exhibe el interés de Fresán por canibalizar la cultura popular y hacerla parte constitutiva de su procedimiento narrativo. Mientras que en Jardines de Kensington Fresán reescribe la tradición de los penny dreadfuls –ficciones sensacionalistas de tiraje semanal que, en la Inglaterra del siglo XIX, estaban destinadas a un público joven de clase obrera– en Mantra se vale de las telenovelas mexicanas, las películas de luchadores enmascarados y los grabados de calaveras de José Guadalupe Posada para narrar una historia apocalíptica situada en Ciudad de México en el cambio de milenio. El texto fue un encargo de la editorial Mondadori para una colección de novelas sobre diferentes ciudades del mundo en épocas de globalización. El hecho de que la novela haya sido publicada en 2001 señala el diálogo que establece Fresán con una de sus obsesiones recurrentes, 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick. Sin embargo, este “Gran Año” no significa el arribo del futuro, como en la película de Kubrick, sino “la muerte del futuro o el nacimiento de un nuevo futuro demasiado lejano para que nos preocupe”. Al igual que su narrador, Fresán es consciente de que un país sin ciencia ficción no tiene porvenir y que este género es un repositorio de imaginación temporal en una época en que el futuro ha muerto.
Mantra es una novela del año 2000 que alegoriza la desaparición de las geografías nacionales –el narrador se refiere en más de una ocasión a su “hoy inexistente país de origen”– a partir del advenimiento de un orden global. La novela plasma esta temporalidad global a través de una narrativa discontinua que se opone al orden cronológico de los relatos nacionales. De hecho, el narrador utiliza varios procedimientos de la cultura tecnológica para combatir la amnesia de los telespectadores. Por ejemplo, reproduce la técnica de rebobinar un cassette o una cinta de video para contar la historia de México, empezando por el apocalipsis (que, al mejor estilo mexicano, deviene con un terremoto) y terminando por el pasado precolonial. Simultáneamente, Fresán reescribe obras canónicas sobre la Ciudad de México como La región más transparente de Carlos Fuentes (que, en Mantra, pasa a ser “la región menos transparente” debido a la contaminación atmosférica) y “La noche boca arriba” de Julio Cortázar, un escritor omnipresente puesto que la novela puede ser interpretada como una reformulación de Rayuela en una época de caos digital.
La novela adopta una estructura de diccionario o enciclopedia cuyo objetivo es formar un palacio de la memoria a comienzos de la era digital. El narrador está “enfermo de memoria” ya que le han detectado un tumor cerebral y tiene la mirada volteada hacia el pasado. Es también una especie de coleccionista que reúne los archivos de la cultura de masas para brindar una imagen alternativa de la historia mexicana: un tiempo circular que se muerde la cola. La novela trabaja, no con certezas, sino con hipótesis: un menú de opciones que promueve la participación de los lectores oponiéndose a la pasividad del mundo digital. No es casual que los libros de Fresán contengan sus propias playlists y referencias musicales. Sus narradores se asemejan a DJs que proponen recorridos inéditos por la historia de la cultura moderna, haciendo de la obra una colección de ready-mades y reflejando el sincretismo de la cultura global: la mezcla entre alta y baja cultura, entre refranes populares y citas cultas. Practicante consumado del arte de los agradecimientos, Fresán hace del remake un procedimiento necesario para lidiar con la superproducción cultural del mundo contemporáneo.
El escritor como vampiro: Melvill
Así como Fresán se apropia de la figura de Barrie para desarrollar una teoría del escritor como niño, en Melvill hace lo propio con el autor de Moby Dick a fin de plantear una poética de la novela en tanto un género que funciona “como una especie de imán o boca y garganta de Maelström que atrae hacia él todo lo que necesita de los demás” para masticarlo, digerirlo y devolverlo en una nueva forma. Esta máquina de la cita y la apropiación convierte al Melville de Fresán en un vanguardista avant la lettre que practicó la misma manía referencial y la pasión por los epígrafes que caracterizan la obra del autor argentino. La novela gira en torno a una anécdota verídica –la caminata de Allan Melvill, padre de Herman, por el congelado río Hudson– que le permite al narrador equiparar la escritura con el estudio científico del hielo o la glaciología. Fresán hace del hielo una metáfora del acto de transparentar las influencias y la tradición literaria en su propia escritura, en el marco de una novela que utiliza copiosamente las notas al pie de página para comunicar la tentativa de abarcar todas las obras del patrimonio universal.
La afinidad con Melville también revela la concepción de Fresán de su propia obra literaria como un continuum narrativo: una obra compuesta de libros autónomos que forman parte de un todo, como un Aleph que proyecta “tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo”. Es conocida la afición de Fresán por el pasaje de Matadero cinco de Kurt Vonnegut en el que se mencionan los libros del planeta Tralfamadore, que se leen todos de manera simultánea como novelas sin principio ni fin, sin causas ni efectos. Además de libros que contengan multitudes, Fresán defiende un tipo de literatura que crea su propia audiencia, incluso cuando esto signifique, como en el caso de Melville, que los lectores lleguen de manera póstuma. La figura que emerge de esta concepción del ejercicio literario es la de un escritor de espaldas a la época, como la costumbre de Melville de caminar hacia atrás o la de Barrie referida en Jardines de Kensington de sentarse de espaldas al tren para contemplar, no el paisaje venidero, sino el que va quedando atrás.
Otra de las figuras que aparecen en Melvill para describir al escritor es la del fanpiro, un neologismo que combina las palabras fantasma y vampiro para referirse al escritor como “el más vampiro de los lectores”. Se trata de una imagen del escritor en tanto un fan que chupa influencias y transmuta la sangre de sus autores de cabecera; un homenaje a Drácula de Bram Stoker, novela en la que el protagonista aparece brevemente y cuya ausencia convierte a los demás personajes en escritores que fantasean en torno a esta mítica figura. El escritor pasa a ser no sólo un ciudadano del mundo, sino también de la república mundial de las letras, capaz de traficar con citas de diversas tradiciones. Como le dice Allan a su hijo Herman: “Te deseo que, sin fronteras, el mundo entero acabe y vuelva a empezar pero, todo él, siendo tu patria”. Considerando que Herman tuvo el oficio de aduanero, la novela promueve un arte sin fronteras que se alinea con los postulados de otro de los textos fundamentales para comprender la poética de Fresán: la afirmación de Jorge Luis Borges en “El escritor argentino y la tradición”, conferencia dictada en 1951, de que “nuestro patrimonio es el universo”.
En última instancia, los libros de Fresán postulan al escritor como reescritor a través de ediciones corregidas y aumentadas: una obra arborescente en continua construcción y modificación que se corresponde con los signos flotantes del orden global. Basta pensar en el territorio ficticio en el que transcurren varios de sus libros, que, a diferencia del Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti, pueblos emplazados en Colombia y el Río de la Plata respectivamente, recibe un nombre diferente dependiendo de la ubicación geográfica de la trama: Canciones Tristes en Argentina, Sad Songs en Estados Unidos e Inglaterra, Rancheras Nostálgicas en México y Chansons Tristes en Francia. Afines a la obsesión de Fresán por la infancia, sus libros son juguetes que resaltan su propia condición material a través de ilustraciones de portada que forman parte intrínseca de la trama: la fotografía de Michael Llewelyn Davies o el retrato de Allan Melvill. El escritor en tanto reescritor es un niño que vuelve a componer el mismo libro en cada nueva entrada de su proyecto narrativo, haciendo de la infancia no un momento fijo e irrepetible, sino una condición que nos acompaña durante el resto de la vida.