Caracas: Camelia Ediciones. 2023. 144 páginas.
El poema “Final sin fin” pertenece a Fábula del escriba, último libro de versos de Eugenio Montejo, aparecido en 2006. Tres años antes de su publicación, el maestro venezolano, en un gesto tan infrecuente como generoso, se lo regaló a su amigo, el poeta Arturo Gutiérrez Plaza, acompañado de doce borradores mecanografiados y otro manuscrito, que condujeron a su hacedor hasta la versión definitiva. Ahora, a los tres lustros de la muerte de Eugenio Montejo, Arturo no ha encontrado mejor manera de corresponder al tesoro recibido que descubrirlo a todos sus lectores, gracias a Camelia Ediciones, de Caracas.
Este libro, cuyo título es el mismo del poema que lo origina, resulta, según Miguel Gomes, su prologuista, “un encuentro de singular rareza”, pues recoge, además de las trece versiones –en las cuales Montejo registra a mano observaciones, dudas y cambios constantes–, dos minuciosos estudios comparativos, firmados por el propio Gutiérrez Plaza y el ensayista Luis Miguel Isava. Ambos, desde perspectivas distintas, aunque complementarias, abordan aspectos formales y temáticos del poema, siguiendo escrupulosamente sus pasos compositivos. Para Isava, los referidos antetextos –denominados así por la crítica genética– desmontan una vez más la creencia errónea en que las correcciones en pos de la perfección creadora traicionan la autenticidad artística, como si el poeta estuviera todavía a merced del dictado de las antiguas musas o del soplo romántico de la inspiración. Partiendo de esta premisa, cuya veracidad refuerza, entre otros, un elocuente testimonio de Nietzche, Isava desentraña el paulatino proceso de abstracción de «Final sin fin». En él se observa cómo Montejo fue eliminando, en las sucesivas variantes, todos los elementos de la naturaleza tan afines a su poesía.
“MUCHAS COMPOSICIONES DE FÁBULA DEL ESCRIBA TIENDEN AL EQUILIBRIO FORMAL, PERO SOLO ALGUNAS GUARDAN TAN EXACTA EQUIVALENCIA ESTRÓFICA”
Acorde con esta suerte de decantación, Gutiérrez Plaza, con inusual solvencia, lleva a cabo un pormenorizado análisis métrico y rítmico del poema, siempre a la luz del decurso de sus borradores. Si el primero de ellos consta de 35 versos, repartidos en tres estrofas de 12, 11 y 12 respectivamente, la versión definitiva se reduce a 24 de dos estrofas iguales, cuya diferencia silábica entre ellas es mínima: 138 sílabas la primera y 140 la segunda. El propio Montejo indica el conteo en sus anotaciones manuscritas. Esta exigente búsqueda de la simetría nos asombra aún más cuando Gutiérrez Plaza, mediante exhaustivas tablas, nos muestra cómo de la disparidad métrica de las versiones iniciales se pasa en la última al predominio del endecasílabo heroico, con ritmo yámbico, en detrimento del endecasílabo de acentuación melódica, presente en las anteriores tentativas de reajuste rítmico. Muchas composiciones de Fábula del escriba tienden al equilibrio formal, pero solo algunas guardan tan exacta equivalencia estrófica.
Puestas así las cosas, dicho proceso de abstracción, según Isava, no revela solo un afán de síntesis armónica, sino una metamorfosis del significado del poema, el cual va despersonalizándose hasta que la vida, ajena a un individuo concreto, adquiere, digamos, una dimensión inabarcable, fuera ya de los influjos de la muerte. Para este crítico, “Final sin fin” supone una réplica, no una rúbrica, al epígrafe de Juan Ramón Jiménez que lo encabeza, perteneciente a su poema “El viaje definitivo”, donde, al contrario que en el de Montejo, quien se va es el poeta, no su íntimo entorno de cosas y seres: “…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros/cantando;/y se quedará mi huerto, con su verde árbol,/y con su pozo blanco”.
Al margen de la sugestiva interpretación de Isava, creo más bien, de acuerdo con Gutiérrez Plaza, que la expresión “Se irá la vida” implica una forma eufemística de no nombrar la muerte, arraigada incluso en el habla común, cuando, por ejemplo, se dice que a alguien “se le va la vida a chorros”. En “Final sin fin”, igual que en otros muchos poemas montejianos, el tiempo rompe su linealidad y se revuelve sobre sí mismo, de ahí el recurrente recurso a las irresolubles paradojas que, en palabras de Gutiérrez Plaza, desarrollan «una cadencia que podríamos llamar ‘desquiciada’”, “donde se está y no se está y nadie sabe nada”, verso que nos remite al de “Lo fatal” de Rubén Darío: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto”, ambos, curiosamente, alejandrinos.
Debido, tal vez, a la evolución conceptual de “Final sin fin”, Luis Miguel Isava defiende la idea de que este, junto a sus trece variantes, ha de ser considerado un poema-serie, donde sus borradores no serían tales, sino partes de su compleja evolución metafísica. Esta lectura convendría, como anillo al dedo, por ejemplo, a Partitura de la cigarra –poema constituido por sucesivos cantos que, al dialogar entre sí, amplían y enriquecen el conjunto–, pero no a “Final sin fin”, hecho de continuas rectificaciones, cuyo proceso de decantación ha desmenuzado de impecable modo el mismo Isava. Si fuera como él plantea, ¿por qué Montejo no publicó los borradores, precediendo a la versión acabada del poema?
Un día ya impreciso de diciembre de 2007, en Madrid o en Sanlúcar de Barrameda, donde departimos en estrecha convivencia su familia y la mía, Eugenio Montejo me habló, muy contento, de este invaluable obsequio a Arturo, diciéndome que se lo hizo, amén de como prueba de su gran afecto, para estimularle el sentido del rigor y el esfuerzo que conlleva siempre escribir un buen poema. “Poner las palabras en su sitio” solía él repetirme en nuestras conversaciones. Dicho estímulo nos alcanza también ahora a quienes, entregados al cultivo del verso, recibimos este legado en tan completa edición.