Salí de Nicaragua en septiembre del 2018 acompañada por una maleta de 20 kilos, una mochila y el equipaje de mano. Ropa no llevé mucha, pero sí hice una cuidadosa selección de libros para un viaje que imaginé corto, pero que en realidad se ha extendido por casi cinco años. Me fui como muchos en ese momento, huyendo de la persecución política que había llevado a la cárcel a decenas de estudiantes y activistas que se manifestaron en abril de ese año contra la reforma al seguro social impulsada por Daniel Ortega. Con el paso del tiempo lo que terminó movilizando a miles no sería únicamente la reforma, el estallido reunió el descontento de más de 11 años de un gobierno autoritario, cuyo líder llegó al poder cuando muchos éramos apenas unos adolescentes. Para nosotros, aquel hombre envejecido de chaqueta roja y pantalón azul no significaba la continuidad de una revolución que no presenciamos, él más bien encarnaba la imposibilidad de soñar con un futuro más justo y próspero para todos. En ese momento, quienes salimos a las calles para protestar y organizarnos, no imaginamos que la represión sería tan brutal que transformaría nuestras vidas para siempre. Más de 350 personas fueron asesinadas durante esos meses, más de 1.000 personas han sido judicializadas o han pasado por el sistema penitenciario en estos años, y más de 100 mil nicaragüenses han solicitado asilo en otros países, incluyéndome.
El equipaje que me acompañó tuvo que soportar un viaje en autobús desde Managua hasta Costa Rica y un par de vuelos dentro de México antes de llegar a mi ciudad de destino. Es difícil que la vida alcance en una maleta de 20 kilos, por eso la selección de libros fue tan importante, más importante que la ropa o los zapatos. Se trataba de las piezas del hogar que debía dejar atrás. En total debí empacar unos 12 o 15 libros, pero los títulos que más recuerdo son una vieja edición de Poesía reunida de César Vallejo que compré por menos de 3 o 4 dólares hace muchos años en la sección de libros usados del mercado Roberto Huembes; una edición de bolsillo de El tambor de hojalata de Günter Grass, que robé de la biblioteca privada de un grupo de aspirantes a curas jesuitas. No me enorgullece decirlo, pero si alguno de ellos lee este texto quiero que sepan que la novela tuvo un buen destino y espero que eso sea suficiente razón para disculparme. También traje conmigo una edición de muy mala calidad de Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, tuve la pésima idea de prestar esa novela a alguien un año después de haberme establecido y no regresó jamás. Sospecho que se debió a alguna extraña forma de karma relacionada con el robo de libros. Otra novela que me acompañó en ese repentino viaje fue La hora de la estrella de Clarice Lispector. Escoger esa obra entre varias de mi colección de Clarice debió ser sin duda una de las tareas más difíciles. La dupla final estuvo entre su colección de cuentos completos y esa novela, al final por practicidad y vínculo sentimental, ganó la segunda.
Todos esos títulos, junto a nuevas adquisiciones, viven en un librero que coloqué junto a mi escritorio. El librero es pequeño no solo porque mi apartamento también lo es, sino porque ese mueble funciona a su vez como un contador que mide la cantidad máxima de libros en físico que me son permitidos. El cálculo de la acumulación no está basado en nada más que el duelo de la biblioteca personal que perdí cuando tuve que dejar el país. Tenía 24 años cuando me fui y desde la adolescencia había acumulado una variopinta colección de obras. No eran las mejores ediciones, pero eran importantes porque habían llegado a mi vida gracias a regalos, intercambios o verdaderas gangas en los lugares de segunda mano. Muchos eran el resultado de una búsqueda que podía durar meses en un país como Nicaragua, donde lo común es que las librerías vendan papel y útiles escolares. Podés contar con los dedos de ambas manos los lugares que venden libros y podría mencionar en una lista no mayor de 5 las librerías que ofrecen literatura interesante para una aprendiz de escritora. Al esfuerzo de juntar aquella colección también debe sumarse el reducido presupuesto de una joven que salió de su pequeña ciudad para estudiar en la universidad y vivir en los clásicos y decadentes cuartos de estudiantes en la capital. Con años de esfuerzo había acumulado una selección que me llenaba de orgullo y que mostraba muy poco a los demás, para asegurarme que ningún otro estudiante malviviente y sediento de libros como yo intentara robarme alguno.
Dejar mi pequeña biblioteca personal significó un largo duelo que se sumó a los tantos que comencé a cargar cuando tuve que dejar el país. Ese viaje significó dejar mi trabajo, mi familia, mis amistades y el espacio físico en Managua al que en ese entonces llamaba hogar. Durante estos años he luchado por construir algo que pueda llamar de la misma manera, pero en otro país. A veces y de forma repentina me asalta la nostalgia por cosas que jamás imaginé extrañar: los ruidos de las chicharras, las torrenciales lluvias de invierno, el calor agobiante por las noches y las luces de la ciudad que se observan a lo lejos desde el cerro donde está la casa de mi abuela. Aún no sé si podré llamar hogar al espacio que habito y aún no he abandonado la idea de volver a Nicaragua en cuanto pueda hacerlo; mientras tanto, sigo evitando acumular demasiados libros para que mi maleta de regreso no sea demasiado pesada. Con suerte podré retornar con las obras que me llevé aquella mañana de septiembre como si se tratara del viaje de los hijos pródigos que regresan a casa después de una larga travesía.
Escribir de nuevo después de un desarraigo tan grande fue doloroso pero sanador a la vez. Justo en los primeros meses de 2018 comencé a trabajar en las primeras historias de un libro de cuentos que viajaría conmigo y que tomaría muchos rumbos en el trayecto. Se trata de un proyecto literario que inevitablemente se ha visto marcado por el exilio, el pesimismo y la pesada herencia de un pasado, aunque sería hipócrita de mi parte negar el halo de esperanza y el entusiasmo creativo que acompañan ese trabajo. Escribir se volvió entonces una forma de recuperar la vida. Fue demostrar que, aunque me habían arrebatado el hogar, no había perdido la voluntad para crear e imaginar, aún lejos de casa.
El exilio también ha significado construir comunidad, una comunidad ambulante que se mueve en distintos espacios geográficos, pero que sigue conectada gracias al maravilloso mundo del internet y principalmente gracias a la enorme voluntad de seguir creando espacios de diálogo y de expresión. No solo para quienes estamos fuera, sino para quienes siguen dentro, en un país cada día más hostil a cualquier manifestación intelectual o cultural que no cumpla con los lineamientos del poder. Como escritora una de las cosas que me resulta más dolorosa es ver cómo toda una generación de jóvenes vio truncados los proyectos artísticos y culturales que comenzaban a florecer, muchos eran autogestivos e impulsados por ellos mismos, proyectos que intentaban prosperar en un contexto donde muchos buscaban nuevos enfoques y formas de pensar el arte. Pese a todo, esos mismos jóvenes, aún desde el exilio, o casi ocultos en sus ciudades, siguen creando e ideando nuevas formas de compartir su trabajo. Seguimos soñando con algún día continuar los proyectos que la represión nos obligó a pausar, aunque es una posibilidad que para cuando podamos regresar ya no seamos tan jóvenes. Al menos espero que continuemos siendo entusiastas; finalmente, continuar escribiendo en medio de la represión y la crisis es también un acto no solo de rebeldía, sino de vida y libertad.