Desde Persona non grata (1973), el libro más conocido del escritor chileno Jorge Edwards (Premio Cervantes, 1999), aquel que le dio renombre mundial y convulsionó el mundo de la política hispanoamericana, muy pocas novelas suyas se han sustraído al hecho indudable de que están siempre sobrevoladas por una intención política, de denuncia de un mundo ultrajado por los abusos y atropellos que provocan las intolerancias del sistema –cualquiera sea este– y cómo se enfrentan a ellos individuos de toda condición social y posición política. Pero no hay en estas ficciones nada que parezca una reivindicación de sesgo, conturbada por la prédica ni por más reivindicación que la del sujeto que observa la realidad y se entrega a la particular reflexión sobre la propia condición humana y que, en su caso, en el caso de su literatura, tiene que ver con los acontecimientos que hondamente marcaron su país y también la historia reciente de Latinoamérica.
Esa “novela sin ficción”, como la denominó el propio autor en alguna entrevista, señaló también el derrotero por donde iban a transitar sus posteriores ficciones e incluso alguno de sus ensayos, como Adiós, poeta: Pablo Neruda y su tiempo (1990), o La muerte de Montaigne (2011); o sus propias memorias, de las que nos ofreció dos volúmenes, Los círculos morados (2013) y Esclavos de la consigna (2018)), donde se entremezcla la fabulación, la memoria, la especulación y la realidad, sin que sea fácil discernir cuándo cruzamos de un género a otro, asunto que el propio Edwards señaló en más de una ocasión como una forma muy suya de poner en marcha sus novelas, memorias o ensayos. Especialmente manifiesta esta particularidad del mundo narrativo del escritor chileno, es la concurrencia en el tiempo de su primer volumen de memorias y El descubrimiento de la pintura, novela escrita en 2011 y aparecida en el año 2013. Son tan similares en estilo, evocación y temática que la novela bien podría señalarse como un atractivo excurso del primer tomo de sus memorias.
Sus novelas más políticas, como Los convidados de piedra (1978) o la metafórica El anfitrión (1987), o incluso El museo de cera (1981), siempre se posicionan desde una atalaya crítica que trasciende la perentoriedad de lo narrado para convertirse en algo más abarcador: no son solo piezas que denuncian de manera puntual un sistema o un régimen, sino que actúan como fábulas de largo alcance, instrumentos para entender la condición humana. Ese elemento, la condición humana, también subyace en novelas más intimistas, como La mujer imaginaria (1985) –la repentina liberación del corsé social por parte de una mujer de la burguesía chilena– o El origen del mundo (1996) –aquella meditada y compleja reflexión sobre los celos, que transcurre en París–, como también vemos que sucede en sus ensayos o en sus piezas escritas a edad más avanzada: la mezcla de géneros, ficción, memorias, ensayo, y la condición humana como motor principal de sus trabajos literarios.
Ahora bien, estos elementos no concurren en las páginas de Edwards al socaire de impulsos recónditos, empujados por un viento caprichoso y espontáneo que lleva la embarcación narrativa de aquí para allá, ora ficción, ora recuerdo biográfico; ora apunte histórico, ora especulación. No parece ser así, porque Edwards, además del oficio que cumplió con disciplina y vitalidad hasta sus últimos días –literalmente– tuvo el cuidado de elaborar una técnica muy depurada y consciente de resolver esos elementos a simple vista antagónicos que encontramos en la mayoría de sus libros.
La suya nunca fue técnica deslumbrante, como si el escritor conociera bien los peligros de deslumbrar –con los prestigios del alarde– y por lo tanto distraer al lector de su propósito principal, que no es otro que adentrarnos en la historia que nos ofrece. Esta técnica literaria suya funciona con eficacia, como un verdadero dispositivo que dosifica y distribuye el material argumental introduciendo ángulos narrativos distintos que corresponden a diferentes voces y a diferentes miradas. Muchos novelistas hacen esto, es sabido, pero en Edwards dichas voces no corresponden únicamente a los personajes sino que a menudo se revelan como la voz del propio narrador omnisciente; e incluso la del autor, voces ajenas a la realidad de la ficción, ampliando así sus fronteras y dotándolas de una permeabilidad muy singular, pocas veces frecuentada en la literatura de nuestro tiempo. Pausas, reflexiones, comentarios irónicos, especulaciones que van pautando la narración y dándole, capa tras capa, un barniz de efectividad y rigor que suaviza los contornos de lo que estamos leyendo (hasta hacer desaparecer la noción tangible entre lo que es cierto y aquello que no lo es). Se trata de un ambicioso modo de abarcar la totalidad de lo contado y sus meandros.
Había en Jorge Edwards un interés trasgresor sobre el hecho narrativo y sus muchas posibilidades, tanto como su preocupación por narrar las incertidumbres de la naturaleza humana, por lo que su afán principal parece insistir en poner al servicio el uno (la trasgresión de géneros) con respecto a la otra (narrar la condición humana). Así, la estrategia narrativa trasgresora sirve para contar no solo la historia, sino algo más profundo: lo que rodea y da entidad a esa trama, un contexto metaliterario que puede ser personal, social o histórico, pero que siempre introduce al narrador y sus opiniones, rompiendo las reglas habituales de la ficción.
Ya en “La sombra de Huelquiñur”, cuento perteneciente al volumen Fantasmas de carne y hueso(1993), encontramos muy claramente dos planos narrativos, el del escritor que está leyendo sus cuentos a sus primas y lo que ocurre en esas mismas historias. Estos dos planos se superponen sin problemas para el lector, que advierte de inmediato la traslación a la que el narrador lo lleva sin aparente esfuerzo. Somos empujados de un lado a otro de la historia y del tiempo con docilidad, atrapados rápidamente por los engranajes sutiles de su mecánica; y así, poco a poco, se nos persuade del carácter necesario de tal alteridad. Siempre sabemos que, sin solución de continuidad, sin advertencia alguna, hemos saltado de un plano a otro.
En sus novelas más complejas, Edwards se desplaza de un narrador a otro con rapidez y destreza; a veces en un solo párrafo, como si hiciera una cabriola de la que no vemos más que su fugacidad, tal como ocurre en El inútil de la familia (2004), donde el personaje principal, Joaquín Edwards Bello –personaje real y tío del autor, como sabemos– va siendo construido por los cambios audaces que registra la voz desde el inicio. Así, esta se traslada de una persona narrativa a otra, como para asediar al sujeto desde la intimidad de su reflexión y mostrárnoslo luego en su accionar, como si el narrador no se contentara en enfocar su vida con una sola cámara y necesitara dotarlo de una presencia más robusta, añadiendo perspectivas variadas a lo que miramos. Como explica Ángel Esteban, “la novela desconcierta a veces, ya que en algunos casos sentimos que estamos ante un tratado de crítica literaria, donde se nos cuentan los argumentos de las novelas de Joaquín y su posible relación con historias reales de la familia, y en otros pensamos más bien en una biografía, un libro de memorias o un documento histórico”. Es un resumen perfecto de cómo maneja el escritor chileno los planos desde donde se observa la trama, tomándose la libertad, por decirlo así, de ofrecernos su propia especulación acerca de lo que acontece ya no solo en la vida del personaje, sino también en su biografía real.
Otro tanto ocurre en La mujer imaginaria (1985), novela anterior a la referida. Aquí el lector se encuentra instalado en un relato donde la presencia del narrador pasa como de puntillas gracias a un hábil uso del discurso indirecto libre. Una narración más bien “convencional” que de pronto se desmenuza con la irrupción del narrador que delata impunemente su presencia, e irrumpe, casi a la manera de los narradores decimonónicos, y nos comenta: “hemos avanzado con la señora Inés hasta los tramos finales de la fiesta. Escuchamos escondidos detrás de los arbustos…”. ¿Quién habla?, se pregunta desconcertado el lector. Y descubrimos, o mejor aún, nos resignamos, a la presencia de ese narrador seguro de sí mismo (que se sabe necesario para impulsar el avance de la historia y que lejos de estorbar estimula el progreso de la trama). Y más aún, o con más brío, sucede en El sueño de la historia (2000). El narrador, que se llama casi siempre así, El Narrador, y a veces Ignacio, el del medio, de pronto se nos descubre siendo narrado por otro narrador que no duda incluso en explicar que observa las cosas “como por encima del hombro del Narrador”.
En Edwards estos planteamientos discursivos funcionan sin contratiempos, más allá del primer desconcierto del lector que se encuentra con ellos y termina por aceptarlos por su carácter necesario, porque, como ocurre en las mejores ficciones, no hay ninguna técnica, ninguna estrategia que colisione con la verosimilitud de la historia contada. Uno apenas percibe la superchería, bajo la aparente linealidad del relato al que nos entregamos gracias a otro elemento no menos importante de la técnica de Edwards: la prosa clarísima, precisa y sin más ornamentos que su propio poder persuasivo. A lo largo de sus muchas novelas, ensayos y memorias, Edwards ha ido construyendo un narrador originalísimo y potente que nos envuelve y nos permite disfrutar de lo narrado sin que sepamos bien dónde establecer los límites entre realidad y ficción.
Jorge Edwards nos ofreció algunas de las mejores páginas de la literatura escrita en español del siglo XX y bien entrado el XXI: con más de ochenta años escribió dos tomos de sus memorias y tres novelas —El descubrimiento de la pintura (2013), La última hermana (2016) y Oh, maligna (2019)—, además de seguir colaborando con la prensa española y chilena con artículos de opinión estimulantes e incisivos, a menudo a contracorriente de lo que postulaban los demás, sobre todo en el terreno político, asunto que le granjeó animosidades y suspicacias de quienes lo consideraban “suyo”. Pero Edwards demostró siempre su independencia tanto de modas literarias como de posiciones ideológicas que comprometieran algo más que sus propios planteamientos. Lo hizo sin estridencias y mostrando siempre una vitalidad inteligente y risueña, aquella que lo decidió, nada más terminar su etapa como embajador chileno en París, a mudarse a su amado Madrid para encarar su última etapa creativa y que confesó a quien escribe estas líneas, mientras paseaban por Ginebra, con una frase que resume mucho su forma de entender la vida: “Quiero mudarme a Madrid antes de hacerme viejo”.