Con el propósito de juntar voces cercanas para despedirlo y homenajearlo, les pedimos a varias personas que cultivaron amistad con Sergio Chejfec, en distintas etapas de su vida, breves testimonios de su relación con él y alguna apreciación de su obra y su persona.
Arturo Gutiérrez Plaza
En recuerdo de Sergio
Lo primero que conocí de Sergio Chejfec no fue su literatura sino su mirada, una madrugada en un aeropuerto de la selva de Venezuela —país de cuya pesadilla yo huía—, cuando súbitamente reconociéndonos el uno se dirigió al otro. De inmediato me di cuenta de que sus ojos trabajaban con minuciosidad de microscopio y simultánea ambición telescópica. No tardé en leerlo para darme cuenta de que esa minuciosa y amplia mirada no era sino reflejo de su escritura, asombrosamente detallista e inteligente, con la que levantó una literatura única en lengua española. Veía lo que los demás no vemos. No pocas páginas de sus libros me inspiraron. Una noche, en un paseo por su ciudad, junto al río Hudson, me habló de su particular teoría acerca de cómo las letras impresas en un fax evolucionan con el tiempo y parecen tener vida propia, argumentación que años más tarde me sería de inspiración directa para en El libro de todos los amores escribir la entrada Amor-Fax. Y eso es sólo un ejemplo entre otros muchos. Así era pasear y charlar con Sergio, ya fuera en Nueva York o cuando eventualmente vino a Palma de Mallorca. Si tuviera que resumir en una palabra a Sergio sería elegante, incluso en su relación con los lectores, a quienes tuvo la deferencia de dejarnos una literatura repartida en delgados volúmenes pero de una densidad diamantina, una literatura inmensa, una suerte de Aleph.
Agustín Fernández Mallo
A Sergio Chejfec lo vi sobre todo en Buenos Aires, es decir, en su ciudad: la ciudad en la que yo vivía y él no. Lo vi por ejemplo en el Bar Los Galgos, lo vi por ejemplo en el Café Montecarlo. También lo vi en Nueva York, que no era su ciudad; una ciudad en la que él vivía y yo no. Lo vi también en otras partes, en ciudades que no eran ni suyas ni mías, en las que no vivíamos ni él ni yo, ciudades tan dispares entre sí como Santa Fe, Berlín, México.
La crítica ha pensado a Sergio Chejfec en clave de extranjería (Edgardo Berg: Signo de extranjería. Memoria, paseo y experiencia narrativa en Sergio Chejfec; Marcos Seifert: La extranjería argentina) o bajo un carácter de visitante (Alejandra Laera en el prólogo de la antología de Chejfec que lleva precisamente ese título: El visitante). Le decían, en efecto, el Polaco. Y vivió por muchos años fuera del país (pero, ¿en qué lugar era extranjero? ¿Dónde era visitante? ¿Acá o allá? ¿O en la confluencia y la disyunción de esos espacios?). Es en su literatura, en todo caso, sin embargo, donde más y mejor se plasma ese aire de discreta extrañeza, esos sutiles matices de una leve ajenidad, esa módica excentricidad de la que él mismo habló.
Ahora bien, si algo transmitía Sergio Chejfec, en ciudades propias o ajenas, inmersos en algún castellano o en lenguas más o menos lejanas, si algo transmitía el extranjero, el visitante, el Polaco, eso era hospitalidad. Una hospitalidad sin alardes y sin subrayados, una hospitalidad tan discreta como su extrañeza. Uno se sentía siempre recibido por él, siempre bien recibido. Incluso si era él el que llegaba. Incluso si era él el visitante.
Agradezco a quienes la tomaron (por lo pronto, a Graciela Montaldo) la decisión de enterrarlo en la ciudad de Buenos Aires. Conozco bien el cementerio donde está. En ese último lugar de Chejfec, en ese resto, lo que podemos hacer con él, de manera por demás acorde, no es otra cosa que visitarlo.
Martín Kohan
Hace un poco más de diez años Federico Monjeau me sugirió que leyera Gallos y huesos, un extenso poema de Sergio Chejfec. El poema era una maravilla. Sergio se lo dedicaba, en parte, a Igor Barreto, un gallero poeta venezolano que fue su amigo. Compuse una pieza coral extensa sobre la totalidad del texto y ese fue el primer proyecto que hicimos juntos, con imágenes y videos de Eduardo Stupía en el Centro Experimental del Teatro Colón, por encargo de Miguel Galperin. Gracias a esa colaboración, que fue bastante exitosa, pudimos hacer, también en el CETC, otro proyecto un poco más teatral y quizás más personal para Sergio: Teatro Martin Fierro, con proyecciones, cuatro guitarras, tres sopranos y tres actores-lectores del texto. Teníamos una especie de equipo armado. La interacción y el ensamblaje de los distintos elementos, lo visual, lo textual y lo musical no podrían haber sido más perfectos. Todo fluía con una facilidad mágica. Creo que nunca tuvimos un desacuerdo. Sergio tenía la reticencia del criollo bien nacido. Escuchaba como un compositor, y escribía teniendo en cuenta el sonido de las palabras y los silencios, de modo inusual y característico. Sus textos suenan como él. Ponerles música me resultó relativamente fácil, quizás porque teníamos mucho en común. Dice Sergio hacia el final del Teatro Martin Fierro: “Entonces es como si en la sala se escuchara un réquiem”. La música que va con esa frase termina con una cita del Lachrimosa del Réquiem de Mozart.
Pablo Ortiz
15 líneas
No tener nada que decir quizá sea la mejor forma de homenajear a Sergio Chejfec en quince líneas, que es el espacio que se me otorgó para cumplir con los requerimientos de la edición digital (que nos cansa la vista, como todos sabemos). Puesto en el desafío, seguro que él habría preguntado qué cosa se puede decir en quince líneas que no pueda ser dicho en una sola. Pero ya llevo cinco, un tercio de las permitidas, y aún no digo nada que valga la pena. Qué valdría la pena leer hoy, me pregunto, eludiendo la posibilidad de importunar el recuerdo de Sergio, escritor que rehuía las personalizaciones a favor o en contra. Lo he dicho antes: a él le interesaba la digresión, que practicaba con lujo y parsimonia, irritando a los usuarios de lectura veloz. Un amigo editor me confesó no hace mucho que Chejfec lo dejaba un poco indiferente. Tiene lógica: la indiferencia es posiblemente el rasgo central de nuestra saturada eficiencia de época, salvo cuando se trata de nosotros mismos. La digresión literaria vendría a ser su opuesto radical: desechos que brillan en las riberas de la corriente, en los espacios dejados a un lado por la fuerza del torrente. Llevo catorce líneas y me doy cuenta que es mejor hacerse a un lado para escribir sobre Chejfec.
Roberto Brodsky
Toda la literatura de Sergio Chejfec es una indagación en torno a la naturaleza de la representación y a sus condiciones de posibilidad, así como a la pregunta de si la narración de una experiencia es experiencia ella también. Y lo asombroso es que —si bien sus narradores albergan ciertas, muy razonables dudas acerca de ello— Chejfec siempre consiguió que la verdad verdadera y transformadora de la narración de algunas experiencias sólo aparentemente triviales —pasear por un parque del sur de Brasil, reunirse con alguien a conversar, esperar un ascensor, leer o comprar una libreta en blanco— se manifestara ante el lector en toda su irreprimible intensidad bajo la forma de un deslumbramiento. Sergio fue, en ese sentido, el escritor en español que mejor entendió en el último medio siglo qué significa ese “estar en el mundo” de la representación, su transformación en experiencia, el modo en que habitamos en los libros y las mejores obras de arte y somos, a nuestra vez, habitados por ellos. No hay mucho que decir en torno a su enorme, irreparable pérdida, excepto lo siguiente: muchos escritores quisiéramos que se diga de nosotros que lo copiamos. No se me ocurre elogio mejor, ni mayor placer que continuar leyéndolo.
Patricio Pron
Mis primeros meses en Buenos Aires me perdía seguido en las calles ante la falta de la Cordillera. En una de esas vueltas descubrí una pescadería en la calle San Luis donde fileteaban, como en Chile, a la perfección, el pescado entero. El local abastecía a la comunidad judía de la mezcla para hacer el gefeltefish que se come en las fiestas. Cuando mi abuela vivía, la molienda se hacía en casa. Primero había que retirar los pedacitos ínfimos de piel, de nervios, de vísceras… Hasta hoy las recetas recomiendan limpiar muy bien el pescado; no solo se necesitaba una excelente vista, sino un tacto sensible que palpe cualquier extrañeza y unos dedos ágiles para retirar las minucias. Es lo que siento cuando leo a Sergio Chejfec, siento que sus dedos abren para mí lo que creía sólido, encuentran texturas, nervios, vísceras, pedazos de piel… no para desecharlos, sino para extender la complejidad.
Cynthia Rimsky
A Sergio, a su ausencia
¿Cómo hablar de Sergio como si ya no estuviera? ¿Cómo pensar o presentir su ausencia? ¿Cómo escribir sobre él como si fuera un recuerdo reciente, pero recuerdo al fin? ¿Cómo volver a Nueva York y encontrar una ciudad sin él, como si hubiera sido demolida? ¿Cómo será la vida después de casi cuarenta años de compartir con él, de compartir sus pasiones, sus mitos, su cariño, su extrema generosidad? La ventana de mi casa. A él le gustaba tanto. ¿Seré capaz de acercarme a ese cristal y no ver el río como él lo veía? ¿Seré capaz de acercarme a ese cristal y no sentir su amigable cercanía? A él le gustaba el río. El puente. ¿Cómo será ver ese puente, ese río, ahora sin él, sin su visita plácida, amiga, respetuosa? De mí y del río. De todo. Porque sin ser solemne, Sergio era así: respetuoso de todo. Cualidad que no abunda. Más bien, escasea. Esa alegría prudente, contenida. Ese talento suyo para celebrar —sin rito, sin fanfarria. ¿Cómo será ahora la ciudad sin él? ¿Cómo será ahora la amistad sin él? ¿Cómo será escribir? ¿Cómo será recordarlo?
Mercedes Roffé