I. En la búsqueda de un lirismo perdido
A primera vista, lo que llama la atención de la poesía de Juan Arabia (Buenos Aires, 1983), autor de El Enemigo de los Thirties y de Desalojo de la Naturaleza, es su contundente tono lírico, neorromántico, casi profético:
Estoy hecho de palabras; soy el que canta.
Estoy hecho de materia; soy el que inventa.
No siento temor por la verdad:
Soy el que vive, soy el poeta.
(“Soy el que mira el cielo y la tierra”, El enemigo)
Sabemos que este tono ha sido excomulgado por la crítica y por los mismo poetas del siglo XX, quienes en nombre de la objetividad y la universalidad han exaltado el tipo de arte en que el autor se invisibiliza en nombre de una “poesía genuina”. Pero, ¿es suficiente con sólo eliminar marcas deícticas, quiero decir, las supuestas huellas del “autor biográfico” para que la poesía, desligada de todo talante subjetivo, de todo “yo”, logre la encomiable objetividad rimbaudiana que la consagre un poema-cosa, como aspiraba Rilke? Personalmente, creo que tanto el subjetivismo como el objetivismo en poesía son meras abstracciones que desdeñan un hecho esencial: un poema es el resultado de la ecuación entre el sujeto de la vivencia y su alter ego literario, o sujeto de la enunciación, como prefiero llamarlo. Dicho de otro modo, un gran poema consistirá en la capacidad del individuo biográfico de observar el mundo y autoevaluar su vivencia, y el genio de su alter ego-hablante, para filtrar lo vivido y disolver “lo real” en nombre de un lenguaje superior. En ello consiste, pienso, el ejercicio poético. Esta idea de la poesía que acabo de mencionar desecha uno de los grandes mitos en materia literaria, caro, por ejemplo, a Huidobro y Reverdy; esto es, que el poeta es un creador. En efecto, si la primera operación consiste en estar “atento al mundo”, entonces el poeta es un partícipe de un fluir que lo excede, llámese naturaleza en el romanticismo, lo moderno en Baudelaire o epifanía en el lenguaje de Joyce. Y es además un puente entre ese “magma” cotidiano y la concreción de un lenguaje universal, de un hablar prometeico, cuyo fuego ha sido robado para regalárselo al mundo y transmutarlo en hombres nuevos, como pensó Rimbaud y cuyo credo es también el del poeta argentino Juan Arabia:
Soy el que mira al cielo y a la tierra.
Soy el universo.
El que baja hasta la orilla del lago
Y enciende las hierbas secas.
La explicación es una bajeza,
El esclarecimiento la humillación.
Porque el aire es como los otros:
La memoria del hombre, en sí misma.
(“Soy el que mira al cielo y a la tierra”, El enemigo)
II. El regreso del solitario poeta caminante
La aclaración sobre el valor del lirismo en poesía vale para situar a Juan Arabia dentro del exiguo conjunto de poetas que piensa la poesía contra toda determinación y desligada de cualquier credo estético amparado en hermetismos de cenáculos, lo que redunda en el regreso del poeta solitario y rebelde. Dicha actitud tiene, por cierto, un correlato estilístico: el retorno de la elipsis como un modo de volver a poner en primer plano la comunión con un lector partícipe en la creación de sentido: se trata de una celebración del regreso de la poesía y del lector, pero también del viaje, de la reanudación del caminar que, desde el punto de las filiaciones con la tradición literaria, representa la hermandad de espíritu con el Rousseau de Las ensoñaciones del caminante solitario, con Coleridge y, ciertamente, con Rimbaud y sus “suelas de viento”:
Bueno, descargamos el carro:
Sólo unas botellas de vino y las amapolas de Rimbaud.
Crecimos sin darnos cuenta, y ahora esperamos en el camino.
Al menos estábamos cerca de la gente y de su tierra,
Aunque todos nuestros hábitos fueron corrompidos.
(“El hombre de las suelas de viento,” El Enemigo)
El alejamiento “de la gente y de su tierra, la corrupción de nuestros hábitos”, son las denuncias que hacen distinto al poeta en el contexto de la crítica de la modernidad. Juan Arabia tiene claro que, en la mayoría de los casos, el inefable mito del “poeta vidente”, se pulverizó en el esteticismo y en las vanguardias con grandes misterios en manos de poetas pequeños que no pudieron acercar la poesía al hombre común. En el contexto hispanoamericano acabó, además, en juegos de palabras que tuvieron como consecuencia el ominoso olvido de una realidad local saqueada por la instalación de lugares citadinos a imagen y semejanza de las grandes urbes occidentales desde donde se propulsaría el desarrollo económico. Esta crítica se hace evidente en el segundo libro de Arabia, Desalojo de la naturaleza, donde el poeta pasa de la declaración de su proyecto y de la exposición de sus ejercicios de filiación en el contexto de la Literatura que encontramos en El enemigo de los Thirties, a la crítica de una modernidad falseada y a la querella contra el silencio de la poesía:
Nos alejamos de la ciudad, infortunio, infortunio, etcétera.
En la que ya no hacemos más canciones.
Nuestra flauta quedó encerrada en la raíz de un sauce:
destruyendo el suelo, levantando calles y baldosas.
Nos vamos lejos, amigos:
donde las vacas beben, donde la savia fluye.
Nuestros versos necesitan ser juzgados,
pero en tierras más salvajes…
(“Juicio”, Desalojo)
III. Poesía y sinceridad
Habría que conceptualizar, por tanto, la obra de Arabia como un decir poético que se adscribe a otra tradición, a la de la individualidad, a la del retorno a la naturaleza y, en último término, a la de la sinceridad que caracteriza al crítico del racionalismo, una tradición más fácil de encontrar en la poesía anglosajona que en la poesía hispanoamericana, pletórica de resabios galicistas. El poeta sabe que entrar en poesía es franquear un umbral, a través del extravío, el desplazamiento y el desprendimiento como actos fundadores. Si se pudiera resumir el credo de Juan Arabia, éste sería: “siento, luego existo”:
Matar al individuo, a la experiencia… Soltar una lágrima.
Disimularla.
Vivir en la hermandad del silencio… Perpetuo.
Quiero escribir con el corazón, y olvidar lo que estoy haciendo.
Quiero escribir como el aire es en el mundo.
(“El océano avaro”, El Enemigo)
Si el pacto entre el progreso y bienestar ha llegado a su fin es necesario decirlo y aquello sólo lo puede el poeta; ya no cabe el escepticismo en poesía. Si se ha de escribir en contra de la modernidad y su tecnificación, es necesario recordar al hombre que el campo aún estará verde, que en otro lugar debe ser primavera. Lo antiguo es, en la poesía de Juan Arabia, lo olvidado-necesario y lo nuevo es —como en Novalis— lo que no importa, un ferrocarril que estropea el paisaje del distrito de Los Lagos. Hago esta alusión porque en esta poesía nos encontramos con la expresión cautivante de visitas reales del poeta a lugares como éste, donde Wordsworth y Coleridge, los poetas lakistas, encontraron su alojar en la naturaleza. Así también en El Enemigo de los Thirties se menciona el viaje al Charleville de Rimbaud, ambos espacios “sagrados” para el argentino, en la medida que le permiten establecer filiaciones significativas en el terreno del arte y donde puede encontrar el aura al cual aludía Benjamin: la manifestación de una lejanía irrepetible ofrecida como objeto de intuición. Experiencia imposible en la ciudad y su monotemático devenir que tritura lo irrepetible. Otro lugar como los anteriores es Edimburgo, donde el poeta latinoamericano esperaría encontrar la verdadera cultura europea o “el resto de humanidad que queda”:
Ediciones de Knopf, Dylan en los anaqueles de Blackwell.
Como si la literatura fuera
el único resto de humanidad que queda.
Las tierras altas de Edimburgo,
la corona acéfala.
Cada paso es una constante pérdida:
dejé la lluvia en la joven Rose Street.
Los muchachos de Manchester
que bien dejaron la universidad
ahora se emborrachan,
abandonando toda idea de independencia.
(“El poeta que enterró sus mentiras”, Desalojo)
IV. La crítica del bajo capitalismo por un hispanoamericano
En “El poeta que enterró sus mentiras” Juan Arabia nos muestra que en su rol de caminante universal no es un “meteco”; esto es, una figura llena de provincianismo frente a una cultura superior, donde el viajero de nuestras tierras, en vez de formarse, se deforma por la conciencia de su precariedad, personaje al que nos acostumbró uno de los principales escritores latinoamericanos del desplazamiento: me refiero al chileno Enrique Lihn. En la poesía del argentino, por el contrario, el hablante asume una cierta superioridad intelectual, cuya función es mostrar las puertas espirituales que llevarían al ser occidental a acabar con un estado de sumisión histórica. Una situación que Europa, con sus libros empolvados y sus “intelectuales borrachos” y anestesiados, no ha podido resolver antes ni podría hoy, como bien se dice en “El colibrí en la bahuinia”, poema que postula a América como símbolo alterno de un eje de poder que albergaría la ambición de iniciar una maniobra contracultural, donde el salvaje se presenta como la imagen desafiante que se contrapone a la burguesía pseudo-civilizada:
Néctar, Licor, Hachís: como el origen
del fuego. En América las flores
alimentan legiones
Brota el alga
del renacuajo, el grillo sacude banderas.
Ermitaño es el sol, como el maíz,
y el lugar donde el ave del silencio
canta. Inadaptable antes que el hierro,
el carbón, y el vapor de los corsarios,
en la rama más baja de bauhinia:
La esclavitud occidental, las ratas.
Acá mueren enfermos los sonidos
de cacería… Brota el húmedo aire
de la brisa en los círculos de rebelión
En la rama más baja de bauhinia
descansa el negro azul color marino
El colibrí inadaptable… Púrpura
(“El colibrí en la bahuinia”, Desalojo)
Pero si bien Juan Arabia es un poeta neorromántico y antiburgués, como hemos dicho, falta en él cualquier tono blasfemo y vejatorio hacia esa sociedad que se empeña trágicamente en privar a las palabras de todo asidero, en someterlas a los imperativos de la acción o a la tiranía de la mentira universal. ¿Por qué no utiliza, como se esperaría, este recurso decadentista?
Porque antes que disolver su lenguaje en la irracionalidad, el poeta sabe que debe mantener, al menos en principio, la tranquilidad de su temple; desea ser escuchado, desea reestablecer el lugar de la poesía, antigua institutriz de la humanidad. Entonces, en vez de lanzar palabras errantes, aventuradas por caminos perdidos, el poeta argentino peregrinará a las fuentes del lenguaje, anteriores a que éste fuese neutralizado en su vaga función social. De manera que su tono lírico hace de la calma un dardo contra la degradación de la vida. El poeta ha leído bien y de lo mejor: A Coleridge, a Rimbaud, a Verlaine, la Biblia, a los Beat y, particularmente, a Ezra Pound y a Dylan Thomas. Con leer bien, me refiero a tomar el tiempo necesario, a admirar, a adherir a credos ajenos, pero también a dejar pasar. La economía de su verso, su rigor técnico, hablan de una poesía archiescrita, aunque el carácter de su mensaje sugiere el de una voz hablada: la de un profeta que viene de lejos a cumplir su misión, como muestra el exordio de El enemigo de los Thirties, su primer grito de batalla en una campo abierto, ampliamente desfavorable, donde otros horribles trabajadores ya han caído:
Develarle al hombre
que los ángeles no están en el cielo,
sino debajo, en lo más profundo de la tierra.
Develarle, también, que ya experimentó la eternidad y la muerte;
y que todo es posible…
Develarle que en la ciudad se aleja insistentemente de sí mismo;
Y que aquél a quien más teme, es sólo él y nadie más.
(“Exordio”, El Enemigo)
V. Poesía, Política y Verdad
Develar: la antigua disputa entre poesía y verdad que nos viene dada desde Platón. Estoy seguro de que si Juan Arabia fuera un habitante de la República platónica, sería uno de los primeros expulsados. Pero no correría la suerte del exiliado: moriría en un acto heroico, como Cristo, como Hart Crane o embriagado de sí mismo como Dylan Thomas, reivindicaría hasta el martirio la potencia de la poesía. Pero nos dejaría —como dijo Pierre Emmanuel— el diagnóstico de la enfermedad mortal de nuestra época mucho antes que ésta se haya declarado; denunciaría, tras los síntomas equívocos, el profundo malestar de la ausencia de energía. En cierto modo, ya lo hace. Su poesía es un cálculo minucioso de las posibilidades de reparación en una sociedad que tarde o temprano se debe hacer cargo de la pregunta acerca de en qué medida el decir poético guarda relación con la utilidad en la existencia de un ciudadano común.
El enemigo de los Thirties es una reflexión sobre dicha posibilidad y al mismo tiempo una crítica a una de las soluciones ofrecidas en la Historia de la Literatura. El título del libro plantea un antagonismo hacia el tipo de poesía practicada en Norteamérica en los años treinta del siglo anterior por la War Generation o Auden Generation, como también se le ha llamado. Se trata de una generación de poetas que, ante la crisis de la agricultura y la primera guerra mundial, optó por las preocupaciones sociales —las teorías de Marx principalmente— y los descubrimientos freudianos, como un modo de comprender qué había causado la enfermedad de la civilización. La poesía de Auden, por ejemplo, es la manifestación más clara de esta tendencia, pletórica de tesis y antítesis, cuyas síntesis pretenden disolverse en soluciones sociales inmediatas. Lo que es claro, es que este tipo de poesía desterró la subjetividad y la imagen del poeta individualista, so pena de tropezar con la imposibilidad de conformar una imagen metafísica del hombre, algo que Juan Arabia no perdona y que le permite identificarse con la generación posterior, los Forties y su figura más portentosa: Dylan Thomas, el Rimbaud de Cwmdonkin Drive, como el mismo poeta se autoproclamó.
Ahora bien, ¿En qué coinciden Arabia, Rimbaud y Thomas? Coinciden en que son poetas solitarios que a través de su exultante individualismo se elevan sobre lo contingente para crear una conciencia de la raza, que los autoriza a dirigirse desde ese yo lírico a un hombre-otro que ha perdido su intimidad y la capacidad de asombro por las interrogantes transversales a toda cultura. En esta línea de semejanzas, en el poema Final (o el enemigo de los Thirties), el poeta produce una imagen de Dylan Thomas antes de morir, en una instantánea que alberga también la posibilidad del destino de él mismo:
Sostenías tu copa,
Enjaulada de demonios y tibia verdad,
de antaño no resuelto y espinas arenosas.
¿Alguno entenderá que esa cruz
no es la misma que la de esos ladrones
que deben despiadados su pobreza?
Tu propósito es olvidar una multitud entera de belleza.
Pero tus versos rugen, como encadenados:
Al fin los pájaros serán libres como el cielo;
aunque en la próxima mañana
en el canto de sus alas desaparezcan.
(“Final,” El enemigo)
En estos notables versos se demarca la figura del poeta como redentor del hombre, pero también de sí mismo. Y vale, entonces, la pena preguntarse ¿con qué autoridad la poesía de Juan Arabia reivindica la responsabilidad de cambiar la vida? Lo pregunto a propósito de que los poetas con los que se identifica han sido testigos de cambios históricos abrumadores: Blake con veinte años en el comienzo de la guerra de la Independencia norteamericana, Hölderlin en pleno estallar de la Revolución Francesa y Dylan Thomas a punto de enlistarse en la segunda guerra mundial. Son experiencias que se sienten como un injerto que no deja de hacer eco en sus obras y que hace que la Historia se abra al encuentro de dos temporalidades, una enmarcada en el curso denigrante de los hechos y otra, pletórica de voces como la de Juan Arabia, venidas de otra parte (del inconsciente, del mito, de lo sagrado). Desde este prisma, la poesía de Juan Arabia se enmarca dentro de la tradición que conforman aquellos poetas que en soledad y sin garantía de éxito se han sentido arrastrados por la lógica de su obra a desobedecer lo establecido hasta llegar al punto de la degradación física y espiritual.
Cabe destacar que estos poetas se vuelven más significativos en proporción directa a su fracaso. Cumplen el rol de solitarios testigos, más allá de la conformidad social o de la expectativa ética de una comunidad. Por lo mismo, esta poesía debe ser leída como la conciencia de la memoria de un yo poético que practica la única virtud ingénita al poeta: la virtud de la esperanza, ese estado mental u orientación del espíritu y del corazón que trasciende el mundo directo.
¿Si es necesario leer a Juan Arabia? Sí. Pero hay que hacerlo con la fe de que nos encontramos ante un hombre-poeta capaz de atravesar las fronteras entre los mundos de lo fugitivo y lo eterno, de lo visible y lo invisible, que nos encontramos ante versos donde se fijan momentos en que nos sentimos como de paso y experimentamos una vez, aunque sea una vez, la que debió ser la inevitable amistad con esta tierra, redimidos a través de un conjunto de imágenes de nuestro sempiterno desalojo de la naturaleza. Aquella es la invitación de Juan Arabia: el poeta.
Bajemos juntos a sentir el desalojo.
Escuchar el viento que se mueve
por encima del trigo:
la aguda guerra de metal.
Un estruendo de plata
corroe lo vivo,
separa a cada una de las cosas
que existen en el mundo.
Caen ahora los primeras gotas.
La fiera tormenta confederada
se afianza para siempre
dentro de los muros de las ciudades.
(“Desalojo de la naturaleza”, Desalojo)
Rodrigo Arriagada Zubieta
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