Para Carlos Betancur Jaramillo
Al despertar el hombre no sabía dónde estaba, tampoco recordaba nada, ni sabía quién era. Cuando buscó entre sus pertenencias, pocas por lo demás, no encontró seña alguna de su identidad, ni siquiera un papel o libreta con su nombre. Un leve dolor de cabeza le confirmaba al menos que estaba vivo.
Permaneció sentado en el borde de la cama, tratando de poner en claro su mente, pero fue inútil. Por más que se preguntaba, no encontraba una respuesta. Quizás se tratara de algo pasajero, de una intoxicación producto de una noche de excesos, y ahora sólo cabía esperar.
El hombre se encontraba en el interior de un apartamento cuya vista daba a un cerro y a una ciudad desordenada y bulliciosa en la que nada le era familiar. Cuando quiso maldecir, las palabras no le llegaron o le llegaron con dificultad, era como si también se hubiera olvidado de hablar.
La idea de un accidente cerebral, lo sobrecogió, pero podía mover las manos, caminar y no advertía ninguna parálisis facial. No debía perder la calma. Estaba vivo, era lo importante, después vería cómo saldría de ese mal sueño. Se recostó en la cama y dejó que el tiempo transcurriera, pues sólo el tiempo podría traerle una respuesta a esa situación.
El hombre parecía salido de una portada de revista deportiva, respondía a ese ideal de belleza masculina al que los medios por lo común rinden tributo por razones de tipo comercial. Salvo por los ojos, pardos e inquisitivos, que evidenciaban una interioridad tensa, el aspecto era muy atractivo pero artificioso. Esa fue la impresión que tuvo Lena, su vecina, cuando se cruzó con él en el pasillo y, como si ella no existiera o fuera invisible, sin responder a su saludo, él siguió de largo, en busca de los ascensores. Una actitud descortés que, si motivaba a la indiferencia, en la bióloga jefe del Centro de Investigaciones Estatales, despertó por el contrario un interés aún mayor por el personaje, bello de igual manera. Minutos más tarde, visiblemente confundido, el hombre regresó de la calle.
Al anochecer —como si de repente un chip se hubiera activado—, le llegó un nombre a la mente: Danton. Él era Danton, el cybor, y junto con esa información que lo remitía a un catálogo y a un número serial, las palabras empezaron a fluirle de manera espontánea, volviendo familiar aquella realidad cercana, y fue como si viera al fin su rostro en aquel verbo recobrado. Supo entonces, que estaba allí, en ese mundo ajeno, para matar a un hombre.
La Agencia Diamantina lo había trasladado allí, inconsciente, programando el dispositivo de reanimación para dos horas después, mientras cuerpo y cerebro se adaptaban al medio, sólo que por algún factor inesperado éstos se habían activado antes, ocasionando un descontrol que afectaba su entidad.
Su memoria no era muy rica en datos e información acerca del lugar del cual provenía, de la colonia de la cual hacía parte o a nombre de quien actuaba. Los que poseía, estaban convenientemente alterados o eran falsos y bien podían corresponder a los de un individuo cualquiera. La Agencia eliminaba así el riesgo de que, en caso de ser detectado, la comprometiera o comprometiera las acciones que en aquel lugar se llevaban a cabo; o, en últimas, como había acontecido con Argenius, que Danton terminara actuando por su propia cuenta y se convirtiera en un traidor.
Con Lena, pronto las cosas evolucionaron. De considerarla al principio un fastidio, pasó luego a establecer con ella algo así como una amistad que hacía del menor incidente un motivo y del motivo una excusa para encontrarse y verse de nuevo. Actuaban, por lo pronto, como amables vecinos, prestándose pequeños servicios, que obviaban cualquier dificultad cotidiana. Danton reconocía que aquel trato, siempre placentero, se hacía cada vez más amplio, trayéndole a la vez cierta perplejidad, pues no encontraba que nombre darle a dicha situación, inédita para él. En su catálogo de emociones, más bien precario, aquello que le estaba sucediendo se salía de toda comprensión.
Argenius, el desertor, pertenecía a una categoría de robots de última generación, en los que la ciencia y la genética habían extremado los resultados anteriores, dotándolos incluso de facultades miméticas. Mudaban de forma a voluntad, camaleónicamente, imposibilitando cualquier acción sobre ellos. Eran el orgullo de los laboratorios y la investigación biogenética, su más sofisticado producto, pues los colocaba por encima del mismo humano, tan poco racional en sus muchos asuntos. Según instrucciones, Danton debía destruirlo sin dejar rastro alguno de él, de manera que ningún elemento, sistema, material o circuito de información pudieran ser aprovechados por el enemigo. Para llevarlo a cabo, parte de la dotación la constituía su nueva arma: la Sl42, una pistola de rayos gama, fácil de portar y letal siempre. Con su sistema de rastreo, podía llegar a la guarida misma de Argenius y atacarlo antes de que éste mudara de aspecto y pudiera huir; tres segundos antes para ser más precisos.
Con todo, Danton confiaba más en su instinto asesino, probado ya en misiones especiales, elevándole el rango entre los miembros del escuadrón encargado de ajusticiar traidores allí donde se encontraren, por lejos y distante que estuviera ese “allí”.
Mezclado a la turba ciudadana, en un principio se dedicó, literalmente, a olfatear su presa, pero no tenía calculado que el hostigante olor humano, invadiéndolo todo, le dificultara la tarea. Al apartamento regresaba con náuseas y un malestar que a medias lograban superar los analgésicos y el reposo. Esa fue la primera barrera que encontró en su persecución de Argenius que parecía haber desaparecido del planeta: aquello a que olían los humanos. Ese almizcle rancio, de especie en evolución, le repugnaba, no se parecía a nada conocido y pronto se convirtió en el obstáculo que lo separaba de su víctima, pues no encontraba manera de acercarse a él.
Danton desistió transitoriamente de sus tareas persecutorias y permaneció en cama, tratando de sortear el mal con el cual, ni él ni la Agencia Diamantina, habían contado. Mientras tanto, astuto como era, Argenius seguramente aprovechaba para multiplicar aún más los anillos del laberinto que le garantizaba seguridad frente al brazo vengativo de la Agencia, y esto atormentaba a Danton.
Pero la cefalea se hacía más intensa, casi le impedía abrir los ojos, viéndose entonces en la necesidad de acudir a Lena, cuyas atenciones y buenos servicios, sus pócimas y masajes, le traían alivio. Para evitar que la luz entrara y se creara en su lugar una suave penumbra, aceptó que velara puertas y ventanas.
Lena estaba pendiente de él, aunque Danton sólo acudía a ella en momentos de crisis. Daba gracias por contar con esa suerte. Así pasó la primera semana; la siguiente, Lena necesitó viajar al Ártico para la investigación de un hongo que estaba matando al bacalao. El martes, Danton sintió que su malestar había desaparecido y se atrevió a salir a la calle, comprobando que su fisiología aceptaba mucho mejor la cercanía humana. No que el olor hubiera desaparecido sino que lo soportaba mejor, como si caminara cerca de un albañal pero sin mirar en él.
De inmediato inició la persecución de Argenius, internándose en aquella Babel bulliciosa y densa, donde cada criatura parecía ocultar a otra similar, multiplicándose de manera infinita. Pero en él existía, estaba en su sangre, la urgencia y el gozo del predador que despliega una estrategia y juega con el temor de la presa, y aquella realidad confusa no lo desalentó.
En lugar de un plan ordenado, severo, que tomara en su totalidad el mapa de los suburbios y, después de recorrerlos, los fuera descartando uno a uno, Danton prefirió actuar al azar. La casualidad, con la que seguramente no contaba Argenius, individuo dado a los cálculos y probabilidades por su condición androide, sería su arma. Disponía del tiempo necesario, al fin y al cabo había sido creado con ese solo objetivo, y el entramado de circunstancias que su presencia allí causaba, un día se cerraría sobre el perseguido y entonces, sin mayor misericordia, él lo mataría.
Los primeros días el esfuerzo fue en vano. La ciudad lo desbordaba, pero Danton actúo con paciencia, sin emitir las menores señales que pusieran en guardia al traidor. Mezclado entre el gentío, fue y volvió por barrios, parques, centros comerciales y pasajes, a la espera de que, para decirlo coloquialmente, la liebre saltara. Pero ninguno poseía el rostro de Argenius; ningún olor o rastro lo delataba entre aquel maremágnum de seres atrapados por un destino cualquiera. Quizá su capacidad mimética, colocándolo un paso adelante de su perseguidor, desviaba toda intención.
Dos semanas después, tácticas y rastreos seguían sin producir resultados, aunque en dos o tres ocasiones Danton creyó tenerlo cerca. Algo sucedía entonces, un mal cálculo, una distracción o torpeza, que en el último momento permitía a Argenius escapar.
La primera había sido en el mercado popular, en el sector de los animales, donde su olfato había detectado un olor a estiércol poco común, y en la que, convertido en mono, Argenius escapó por los tejados. Otra, cuando estando con Lena, quien le contaba de la estación polar de donde recién había vuelto, no actúo para no ponerse en evidencia ante ella, a pesar de la certeza de que el judío albino que se colocaba las filacterias a la entrada de la sinagoga, era él. Y así.
Sin embargo, en su tránsito por la ciudad, durante la ausencia de su amiga, sucedió algo para él todavía incomprensible: él pensó en ella. Al comienzo de un modo pasajero como se piensa en las cosas pasajeras que todavía no tienen un lugar en nuestra vida. Pero después de manera más persistente, con pesar de no tenerla cerca. Era como si en su costado hubiera aflorado un pequeño orificio que amenazara expandirse por todo el cuerpo, ocasionándole un dolor a la vez dulce y delicado, difícil de contener. Danton que desconocía lo que le pasaba, dejó que aquello aconteciera, ignorante también de que carecía de armas para oponérsele. Pensaba en Lena y sentía que la necesitaba y que para su existencia ya no bastaba el objetivo único de perseguir a Argenius: ahora, con un revestimiento mayor, lo habitaba el fantasma de la bióloga.
A este interés por la mujer, no podía llamarlo amor porque lo desconocía, pero si tenía claro que era algo muy diferente a cualquier otra emoción o sentimiento que emergía de su condición de replicante.
La espera de que ella volviera de sus investigaciones, se hizo larga. Lena le había dicho que sólo serían quince días pero pasaron veinte y aquello, que no sabía cómo llamarlo, lo envolvía como una llama fría.
Un día, especialmente infructuoso en su búsqueda del traidor, al bajarse del Metro y detenerse a observar a un grupo de muchachos que bailaban hip hop, sintió que le apoyaban un revolver en la espalda. Eran tres asaltantes, obligándolo a acompañarlos a un predio vecino. La reacción fue rápida y letal.
Mató a dos con su pistola de rayos, mientras el otro huyó, escabulléndose entre el gentío que descendía del servicio público. Su reacción desmedida había sido un error, pero eso sólo lo pensó después, cuando cayó en cuenta que el tipo de muerte atroz, prácticamente despellejados, de la pareja de malhechores, sería comentada en la prensa y esto alertaría a la policía y aún más a Argenius, a quien seguramente protegían. Además estaba el tercero, un fugitivo que en cualquier momento podía contar lo acontecido. Pero esto era lo de menos. Por primera vez, Danton descubrió la sangre humana y se le revolvió el estómago y la jaqueca lo obligó a volverse a casa y, allí, ciego de dolor, a esperar que Lena de nuevo le extendiera sus manos caritativas.
Cuando ya no la esperaba, Lena regresó.
***
En verse y amarse fue entonces, como en adelante, coparon el tiempo ambos. Al descubrir aquél la perfección de esos instantes que el impulso carnal convertía en reclamo y ofrenda desgarrada, en sumisa combustión, el lazo se hizo ardiente devoción. Cayó en cuenta entonces de lo que, para distinguirlo y separarlo del humano, se le había privado y, por primera vez en él aleteó la inconformidad.
Sabía que transgredía límites y que ponía en riesgo la persecución y castigo de Argenius al aceptar lo inaceptable, el tráfico con un humano, pero le era imposible sustraerse a ese magma delicado, por más que quisiera alejarlo.
Un día, consecuente, no pensó más en Argenius y en que debía destruirlo y se fue a vivir con Lena.
Con el tiempo, Danton confesó a la mujer qué cosas bullían en su mente antes de ella aparecer en su vida y cómo ya no se sentía forzado a cumplirlas. Era como si, gracias a ella, se hubiera desprendido de una pieza imperfecta que envaraba su existencia. Entonces nombró a Argenius, su presa, de una manera aparentemente casual, pero cubriéndose a la vez en su mención: donde quiera que él estuviera, ya nada debía temer, pues ambos compartían ahora una suerte idéntica. Eran desertores y necesitaban moverse con las necesarias precauciones para no ser detectados por los cazadores enviados en su busca.
Estaban en un motel en las afueras. Habían decidido pasar la tarde allí, porque querían agregarle un ingrediente diferente —un poco de perfume barato, dijo Lena—, a su historia de amor. Conversaban y se hacían confidencias, dándole mayor hondura a ese momento posterior al placer, de suerte que ni la prevención o la desconfianza podían tener lugar allí.
Danton, satisfecho, hacía aún más prolijo su relato, hasta cuando advirtió en su compañera una reserva, una leve inquietud, que en un principio no supo cómo interpretar, tan poco familiar le era.
Lena se apartó de la cama y fue asomarse a la ventana. Estuvo allí absorta, mirando aquel paisaje de colinas arenosas y distancias reverberantes que era parte de su hogar en aquel mundo urgido de protección.
Por el contraluz, su parte superior mostraba un aura iridiscente, como si a su cabeza y espalda los rodeara una llama fría, azulada, acentuando la oscuridad del cuerpo restante, y dividiéndolo en dos. De pronto ella se volvió y su aspecto gozoso y delicado de antes, por efecto de aquella luz cruda, semejaba ahora el de una criatura mitológica. Danton creyó que alucinaba. La mujer, en su perfecta desnudez, tan milagrosa como una flor, empezó entonces a derivar en otra entidad, llena de fuerza y poder, y un ser oculto que en poco la recordaba, surgió de su envoltura y saltó de repente, apresándolo con sus uñas metálicas.
Tomado de sorpresa, Danton apenas alcanzó a reaccionar. Con horror, sin saber cómo defenderse, sintió cómo aquellas garras cortaban su piel y desgarraban sus miembros, produciéndole el más grande dolor. Sus piezas robóticas rodaron por el piso, desmoronándose el conjunto, y entre la bruma cerebral que empezaba a llevarse todo lo suyo, recordó o se inventó la fábula que hablaba de una legión de mujeres que protegían de toda intrusión o presencia forastera aquella mota de polvo perdida en la galaxia que era su planeta.
Con Argenius, le relampagueó la idea, haciendo dudoso todo su accionar anterior frente a él, quizá hubiera ocurrido lo mismo. Por eso no había regresado, traicionando su misión.
El postrero beso, como si Lena tuviera un momento de consideración por lo perdido, fue ardiente y prolongado. Después fue la oscuridad.