No es bueno preguntarse muy seguido por qué se vive en un estuario. De hacerlo, de preguntárselo muchas veces, sobre todo si es frente al espejo, muy probablemente se terminará, y esto más pronto que tarde, sin respuesta alguna. La boca abierta. Los ojos en blanco. El cielo todo lleno de azul. ¿Por qué se vive, después de todo, en cualquier lado? Es sin duda la falta de respuesta, esa particular falta de respuesta que se produce cuando se ha formulado infructuosamente una pregunta muchas veces, lo que provoca frases como ésta: “Porque en los estuarios conviven tres tipos de productores que realizan el proceso de fotosíntesis: macrófitos (algas, hierbas marinas y hierbas de pantanos); micrófitos bénticos (algas y otros tipos de plantas unidas al fondo), y fitoplancton (algas microscópicas), por eso vivo aquí, naturalmente”. Y entonces resulta necesario abrir la pequeña ventana de la cabaña para mirar, una vez más, todo esto. La palabra es aestuarium. La palabra que significa “área bajo la influencia de las mareas”.
Mirarla. Eso he hecho desde que llegó a vivir aquí, al estuario. Mirarlas de reojo. Mirarlas sin entender.
No soy un científico. No vine al estuario en busca de redención ecológica alguna. No nací en los alrededores. Respondí, como acaso otros, un anuncio de letras muy pequeñas en el que se solicitaba un guardia para un pequeño museo en las afueras. Para ser más exactos: en las orillas. En la entrevista dije la verdad: no tenía grandes aspiraciones. Aunque no dije la verdad: quería leer. Quería tener todo el tiempo para leer. Pensé que un empleo de este tipo, de baja responsabilidad y bajas miras, me permitiría, a cambio, el tiempo necesario para leer una serie de libros que había colocado en una lista cada vez larga desde años atrás. Cuando firmé el contrato me llenó de regocijo saber que el magro salario y la absoluta falta de expectativas también venían recompensados por un lugar donde vivir. La primera vez que entré en la cabaña de madera por cuya ventana todavía observo las mareas bajo cuya influencia vivo no pensé en nada. El placer suele ser así.
Costas rocosas. Arrecifes de ostras. Bosques de mangles. Deltas de ríos. Lechos de algas marinas. Pantanos boscosos. He visto todas esas imágenes de tantos otros estuarios porque cuelgan de las paredes de las salas del museo que cuido. Las he visto por incontables horas, por días enteros. Óleos llenos de polvo. Fotografías en blanco y negro. Aves disecadas y ya desteñidas. Las he visto tanto que, con el paso del tiempo, puedo detectar cuál de los cuadros requerirá reacomodo nada más al entrar. A eso le he dedicado mucha de mi energía y capacidad de observación: a ver los cuadros desde lejos, a acercarme a ellos para enderezarlos, a alejarme de nueva cuenta para saber si la presión sobre su lado derecho o izquierdo fue suficiente, a acercarme de nueva cuenta para mejorar los resultados. Llevar a cabo esta operación sencilla, esta operación ya mecánica, ha consumido gran parte de mis horas como guardia. Y por eso, porque enderezar cuadros y verlos en extremo detalle es lo que hago a diario, fue que cuando apareció el primer mensaje inscrito dentro de uno de los óleos no pude creerlo. Ko’lew nñimát. Eso decía. No conocía a nadie que pudiera decir eso. No había visto a nadie dentro del museo escribiéndolo.
¿Es que uno vive en un estuario para encontrarse de manera permanente dentro de la palabra desembocadura? Tal vez. Lo más seguro es que uno viva en cualquier lado para volverse loco o porque se volvió loco. Supuse que era eso y no otra cosa lo que me obligaba a ver pequeños mensajes dentro de las imágenes del estuario que luego, cuando trataba de borrarlos, habían desaparecido ya. ¿Vive uno en un estuario para leer o para inventar que lee pequeños mensajes en lenguas desconocidas? Cuando finalmente me decidí a investigar qué querían decir esas palabras me enteré que le pertenecían a una lengua casi muerta. Mi tierra, eso quería decir. Kiliwa, mi tierra. Algo así en todo caso. Baste decir que yo no vengo de ahí.
Busqué al o a la responsable de tal fechoría, por supuesto. Fingía leer pero en realidad espiaba. Entrené a mis pupilas en el viejo arte de mirar de reojo. Sin mover la cabeza o la mirada, sin moverme del asiento que me ataba a la esquina de la sala, no hacía otra cosa más que esperar el momento de su aparición. ¿Y es para esto, me preguntaba al anochecer, que uno vive en un estuario? Las miraba, sí. Las miraba todo el tiempo. Miraba las frases: su aparición y, luego, su desvanecimiento.
La búsqueda del malhechor me distrajo de mi hábito de lectura y, poco a poco, abandoné la lista de mis libros por leer. Ya sabía guardar silencio pero, paulatinamente, fui aprendiendo a guardar más silencio. Uno deja de hablar sin apenas darse cuenta. Luego, también con el paso de las horas y de los días, uno deja de comer. Y, mientras aumenta el estado de alerta, la pregunta no cesa: ¿A qué vine yo al estuario? ¿Qué es lo qué realmente hago aquí? Ante cada una de las interrogantes mi reacción sigue siendo la misma: me incorporo para enderezar alguno de los cuadros. Me alejo después. Me vuelvo a acercar.
Spí uñieey mat.
La frase apareció hace mucho tiempo. Fue, de hecho, una de las primeras en aparecer. Cuando lo hizo, cuando apareció, lo hizo dentro de una fotografía en blanco y negro que cayó meses después al suelo debido a las sacudidas de un temblor. Una pequeña frase en la base de un pantano boscoso, eso es lo que era. Casi de inmediato supe su significado: No quiero morir. Todavía la miro de reojo. Todavía me pregunto quién dejó ese mensaje aquí. Todavía no la entiendo.
Agradecemos a Cristina Rivera Garza por autorizar la publicación de “Spí Uñieey Mat” en LALT.