Las relaciones entre la crítica académica y la literatura contemporánea nunca han sido fáciles y han oscilado entre el rechazo, la admiración y la mutua ignorancia. El caso latinoamericano no es muy distinto, aunque tiene a su favor haber roto con la tradición europea que indicaba que solo el pasado contaba con la legitimidad suficiente para ser estudiado dentro de las escuelas de Letras, los departamentos de literatura y los posgrados. A partir de la década del sesenta del siglo XX, la crítica académica continental se hermana con el presente y lo acompaña. El arte verbal definía una condición humana semejante en todas las culturas y épocas pero transida de historia, capaz de señalar los rasgos distintivos de una nación o de demoler la tradición poética en vistas a un acto radical de liberación. La literatura latinoamericana, denominación que de por sí constituye una afirmación más política que crítica, protagonizó los debates culturales, aquellos en los que la educación, el pensamiento y las ideas alimentaban la fe en la capacidad del lenguaje para dirimir asuntos del destino colectivo y el sendero personal. Sería así hasta los años ochenta del siglo pasado, protagonizados por críticos como Ángel Rama, Antonio Cornejo Polar, Roberto Fernández Retamar, Hugo Achugar, Antonio Cándido, Carlos Rincón, Noe Jitrik y Alejandro Losada Guido, empeñados en el estudio de la literatura como forma de entendimiento y de construcción de una perspectiva fundada en la liberación nacional y continental, desde un fuerte sesgo crítico hacia la modernidad capitalista, pero con vocación estética. Esta vocación valoraba la literatura en términos de un discurso cuya eficacia formal lo convertía en expresión privilegiada del lenguaje, en la senda abierta por el formalismo ruso y la crítica marxista del siglo XX.
En los últimos treinta años, han ocurrido transformaciones sustantivas en los abordajes teóricos y críticos de la literatura continental, inspiradas en la influencia del posestructuralismo y de la impugnación decolonial del humanismo de raíz occidental. La crítica se interrogó por su sentido epistémico y político, fundado en la literatura como discurso estético insignia de la modernidad. Estamos hablando de una modernidad fracasada, de la caída del socialismo y de los diversos proyectos de modernización nacional devenidos en dictaduras militares, en democracias en crisis y en transiciones políticas marcadas por la irrupción del neoliberalismo. Esta palabra, convertida en el santo y seña de los latinoamericanistas en las universidades de todo el hemisferio, sirvió de telón de fondo para una discusión cuyo hilo conductor fue el cuestionamiento de la importancia concedida a la literatura. Incumplidas las promesas de cambio radical en la senda de la ilustración, con su fe en el progreso por la vía del Estado garante de la transformación de la vida colectiva, el arte y la literatura se mostrarían como prácticas puramente elitistas, incapaces de expresar las complejidades sociales de la región.
En este orden de ideas, se postula una noción de la literatura en términos de práctica letrada, dependiente de un circuito de creación y recepción que dimana de los sistemas educativos nacionales, marcados por la exclusión de las prácticas subalternas, cuyo mejor ejemplo serían las provenientes de los pueblos indígenas. Ya no basta con ampliar los cánones literarios integrando las voces antes excluidas, porque lo que está bajo asedio es la noción misma de canon como proyecto pedagógico inspirado en el humanismo universalista. Los criterios para su conformación dependen de relaciones de poder históricamente establecidas en fundamentos patriarcales, raciales, de hegemonía religiosa, cultural y política. Quedaban atrás los tiempos en que el canon se justificaba en términos de un repertorio de grandes cumbres de la creación y el pensamiento. Por otra parte, la subjetividad dibujada por el discurso literario responde al sujeto burgués moderno, imbuido en la creencia del carácter sagrado e insustituible de su individualidad creativa, la cual da la espalda al sujeto popular, de carácter colectivo. Habría que agregar que tal sujeto moderno excluye a otras subjetividades silenciadas por las lógicas de la hegemonía occidental, entendida como colonialismo racista y patriarcal; tal es el caso de las mujeres y las sexualidades disidentes.
La literatura pasará a ser un discurso más dentro del ancho mundo de las prácticas orales, audiovisuales, y plásticas enraizadas en una impugnación del orden político y social; se reconocerá, además, el amplio universo textual antes ignorado en función de los alcances estéticos y formales concedidos al estudio de la narrativa, el ensayo, el drama y la poesía. Hemos atestiguado una eclosión de estudios sobre el siglo XIX y sobre el período colonial, al que habría que agregarle el auge de la crítica feminista y los estudios de gays y lesbianas que luego remontarían a la teoría queer. Estudios culturales, estudios subalternos, estudios latinos, ecocrítica o decolonialidad han sido denominaciones que, a despecho de sus diferencias, demuestran una explícita voluntad de alejarse del conjunto de intereses que privó en la crítica y teoría literarias del siglo XX, desde el formalismo, pasando por el marxismo y la semiótica hasta llegar a la teoría de la recepción y la crítica literaria latinoamericana del siglo XX.
La teoría decolonial se apropió del posestructuralismo, en especial de la deconstrucción derrideana, dejando atrás el interés estético para señalar el apretado tejido colonial —racista, patriarcal, impregnado de violencia epistémica— en el que la literatura despliega sus capacidades simbólicas (a despecho, por cierto, de la decidida inclinación modernista de Jacques Derrida en el terreno poético y en el narrativo). Si bien pensadores como Edward Said y Homi Bhabha impugnaron la presencia colonial en la literatura, los alcances de su pensamiento señalaron el potencial de su resignificación en vistas a una comprensión mucho más global y diversa del orden cultural de nuestra época. La vertiente más potente del decolonialismo latinoamericano —por ejemplo, Walter Mignolo— ha permitido un espacio menor a la resignificación y uno mayor a la sospecha ideológica. No es posible exponer en estas líneas una crítica a la teoría decolonial; baste aquí con señalar que estableció una ruptura definitiva con la literatura en los términos que le asignaban un prestigio e importancia cultural que iba a funcionar con relativa autonomía de sus orígenes europeos y, por ende, coloniales.
En este contexto académico, la atención hacia la literatura latinoamericana actual es menor a la concedida a los escritores del llamado “Boom” hace cincuenta o sesenta años. Aparte de competir con manifestaciones no literarias en el interés de críticos, docentes y estudiantes, los textos son sometidos a la criba del análisis de las diversas opresiones raciales, de clase, sexuales y de género. Así, la imagen de América Latina se establece desde sus problemáticas sociales y económicas y no desde sus logros culturales, como ocurría en el siglo pasado cuando la literatura latinoamericana afirmaba su plena, original y audaz contemporaneidad, la cual contrastaba con la desigualdad y el autoritarismo reinantes en el continente. Hoy, los escritores y escritoras pugnan dentro de la academia con una imagen de América Latina que sospecha de la contemporaneidad en tanto persistencia de la matriz colonial, de la cual la literatura forma parte. Ante la declinación de la autoridad del pasado literario en el terreno de los estudios sobre la cultura, hombres y mujeres de escritura se mueven en la delgada línea roja establecida entre las lecturas políticas de sus textos y el interés genuino por la escritura literaria.
Este último suele ser menos frecuente que los análisis ideológicos, prestos a leer las sofisticadas propuestas literarias de Roberto Bolaño, Mónica Ojeda o Samanta Schweblin del mismo modo que a cualquier otra expresión textual u oral. Por supuesto, los autores y autoras vinculados con la izquierda tendrán un lugar y relevancia que no obtendrán aquellos que cuestionan esta tendencia política. Los abordajes críticos de autores venezolanos al estilo de Rodrigo Blanco Calderón y Karina Sainz Borgo sorprenden por su rechazo militante mucho más que por su elaboración conceptual y política. Las reticencias frente a los escritores considerados “de derecha” no es nueva y resonaba en la crítica literaria latinoamericana de orientación marxista del siglo pasado, con la diferencia de que se dejaba muy en claro la indudable relevancia literaria de autores como Jorge Luis Borges o Mario Vargas Llosa. Esta tensión entre talento e ideología marcó el siglo XX, pero la herencia del humanismo y el lugar privilegiado de la literatura en la cultura tamizaron los rechazos militantes en los centros de estudio fuera de la órbita de los países con regímenes totalitarios. En cambio, ahora, el talento literario sobresaliente causa menos admiración que sospecha y se prefiere subrayar sus relaciones con el mercado y con los mecanismos de la exclusión social y cultural.
En lugar de lamentar que la crítica literaria latinoamericana haya pasado a aplicar sus herencias y hallazgos teóricos en otras textualidades, ampliación del campo de estudio que podía desprenderse fácilmente de sus alianzas con la semiótica, las ciencias sociales, la historia y filosofía, cabe interrogarse por su sesgo político y por las razones de tal ampliación. No hay motivo para pensar que el prestigio de la literatura y de lo que otrora se denominaba como “clásico” tenga que ser eterno, pero cabe reflexionar sobre el empeño de someterlos a un tipo de lectura que funciona de manera completamente hegemónica dentro de las escuelas de Letras y los departamentos y los posgrados. Son posibles otras lecturas y miradas sobre el pasado artístico y literario que trascienden la mera crítica ideológica desde la perspectiva de los oprimidos. Por ejemplo, las escritoras en castellano tienen un auge seguramente relacionado no solo con su indudable calidad sino también con los debates académicos y públicos sobre la equidad de género. Esta influencia benéfica contrasta con los límites establecidos por la corrección política, denominación inexacta para los debates en torno a discriminaciones efectivamente existentes, pero ampliamente entendida.
Los estudios literarios siempre han estado bajo la perenne amenaza que significa la pregunta sobre su legitimidad epistémica y su sentido social. Escaparse por la tangente dejando atrás la literatura no resuelve el problema, solamente lo desplaza al terreno frágil de las modas teóricas y de la militancia política. Esta militancia influye en una mirada sobre el continente que lo contempla como una vasta región de horrores, sometida por el neoliberalismo y la hegemonía estadounidense, visión que deja a un lado la consciencia plena de las realidades nacionales y de la vida rica y compleja de sus habitantes. La crítica podría abrirle paso a la comprensión de las diferencias y convergencias culturales entre naciones y con respecto al mundo global apuntando a las conexiones existentes entre la literatura actual y el pasado; la genealogía que vincula, por ejemplo, a Mariana Enríquez con Mary Shelley, Horacio Quiroga y Stephen King. Interesa el debate sobre ética, estética, autoría y obra en un plano que trascienda la consideración de la escritura como prolongación de quien escribe y cómplice de sus acciones condenables. También interesa la discusión acerca del lugar del pasado dentro de todos los niveles de enseñanza; en definitiva, si un crítico decide renunciar a la literatura está en su derecho, pero cabe reflexionar acerca de si las nuevas generaciones se lo merecen. Por último, la izquierda radical anticapitalista y decolonial, hegemónica en la academia latinoamericana en el hemisferio, no interpreta a todos los hombres y mujeres que estamos en ella y, mucho menos, a las sociedades de las que proviene el alumnado. El pluralismo político y la pluralidad de pensamiento son requisitos del mundo universitario, no concesiones.