Jaime Collyer (Santiago de Chile, 1955) tiene muchos títulos: psicólogo, máster en Sociología del desarrollo, traductor (ha llevado al castellano a Shakespeare, John Donne y Aldous Huxley). También varios premios (Altazor —premio de pares chileno— con El habitante del cielo; Municipal de Santiago gracias a La voz del amo y otros títulos; Grinzane Cavour por El infiltrado; Jauja de Cuentos en España; Premio de la Academia Chilena de la Lengua de Chile). Todos por la profesión con la que no tiene un título ni un diploma, pero que le ha granjeado el reconocimiento en países de habla hispana y también en Estados Unidos, donde ha sido publicado en inglés.
Acá habla de sí mismo, de literatura y de su última novela, Agua que no has de beber, cuyo tema central es el derretimiento de los glaciares y la lucha de los pueblos originarios por frenarlo.
María Eugenia Meza: ¿Cómo llegaste al tema?
Jaime Collyer: Por un artículo testimonial de un periodista francés, referido a los glaciares que circundan La Paz, cuyo retroceso ha sido vertiginoso y amenaza con su desaparición progresiva. Hablaba, además, de los glaciólogos y expertos que llevan años en la región intentando contener el fenómeno. La urgencia del asunto y la devoción tan anónima de esos individuos me hicieron sentir que merecían ser homenajeados en un relato que pusiera de manifiesto sus esfuerzos. Conocí Bolivia en 1977 y me pareció el núcleo vital del continente, como un corazón que late y a ratos dormita en su centro. Es un país testimonial en cuya heterogeneidad se resume el pasado grandioso y la dolorosa historia de América Latina. Al saber de los glaciares en fase de derretirse, tuve la sensación de que debía retornar temáticamente a Bolivia.
M.E.M.: La literatura va por el desborde y la psicología lo evita. ¿Está esto reflejado en los personajes de esta novela?
J.C.: Más que en esta novela, creo que esa antinomia se refleja en mi propia vida. Tras recibirme de psicólogo descubrí que ella propendía a devolver a los individuos a la normalidad, a rescatarlos de sus angustias y demás. Descubrí a la vez que la literatura dejaba una vía abierta para adentrarse libremente en la locura y lo anómalo. Entonces deserté de la psicología. Como quien dice, había dejado de serle útil.
M.E.M.: ¿Cómo fuiste construyendo el personaje de Nana, la “heroína”, junto con Rovira? ¿Necesitaste destacar a una mujer en un mundo masculino? Se podría decir que Rovira es el yin y Coppens, el antagonista, el yang en esta historia.
J.C.: Nana surgió porque era precisa una presencia así y una sensibilidad como la que ella sugiere. Una mujer afín a la tierra y los lugareños, partícipe de la mitología local por sus creencias y su formación de antropóloga, heredera de las etnias originarias por parte de padre y caucásica por parte de madre. Quise que encarnara la hibridez étnico-cultural del continente. Rovira comparte con ella su parte yin, la de él, pero está contaminado de las avideces patriarcales de Coppens. Me parece muy acertada esa escisión yin-yang que sugieres, aunque no fue algo deliberado al concebir a los varios personajes.
M.E.M.: ¿Cómo visualizas el proceso del cambio climático? ¿Se producirá el desbande o será tan rápido que se provocará la solidaridad?
J.C.: Me temo que ocurrirá con cierta parsimonia y eso será lo peor, porque dará tiempo a los predadores empresariales de recomponerse mil veces sin modificar para nada su comportamiento, y sin dar mucho lugar a la solidaridad global. Ya lo dijo Kundera en El arte de la novela: es posible que no haya nada más apacible que el final.
M.E.M.: ¿Dónde estaría entonces, la epopeya? ¿Existe esa posibilidad aún como salida de la Humanidad? ¿La gran epopeya global de salvar al planeta?
J.C.: Existe, pero solo ocurrirá cuando el capitalismo agote sus ciclos reproductivos y de crisis, y cuando deje atrás esta última fase de barbarie y genocidio en que estamos.
M.E.M.: ¿Qué esperas del público estadounidense con esta novela?
J.C.: El público lector norteamericano solía ser muy cultivado y sagaz, pero eso parece haber ido a menos en las últimas décadas. Solo espero que exista aún un “lectorado” confiable, y desde esa perspectiva, que no lea la novela como una muestra de exotismo de esas a las que es muy aficionado el norteamericano medio, con todos sus prejuicios y su paternalismo a cuestas.
M.E.M.: ¿Cómo eres con la escritura, disciplinado?
J.C.: Rayano en lo obsesivo. Ya en la veintena, comencé a desarrollar una rutina de escritura consistente en escribir un promedio diario de 500 palabras y luego destinar intervalos horarios a la corrección. Y lo sigo haciendo hasta hoy.
M.E.M.: ¿Cómo te vienen las palabras, las acciones?
J.C.: Suelo tener el tema de fondo en mente y, a partir de él, surge el escenario donde escojo un punto de vista, que suele ser el de alguno o varios personajes. Esa mirada opera como una suerte de cámara subjetiva de la cual van emanando las acciones, el acontecer dentro de la historia, la trama. Lo primero que aflora es una imagen dramática y convocante por sí misma; en el caso de esta novela fue la de una mano que aflora del subsuelo y llama la atención del protagonista. En esa imagen está en cierta forma condensado todo lo que habrá de ocurrir, la lucha a favor de ese subsuelo de nieve aún sobreviviente y contra los grandes intereses corporativos que amenazan a la región. Los mismos que al final habrán de explicar la aparición de esos cuerpos bajo el glaciar.
M.E.M.: ¿Qué es la palabra?
J.C.: Difícil pregunta. En cierto sentido y por mi oficio, lo es todo: la fuente de nuestra liberación personal y a la vez de nuestras opresiones eventuales, cuando se la emplea con ese fin.
M.E.M.: Dices que te mueves mejor en el cuento, sin embargo, has construido novelas notables. ¿Cuál es el pie forzado de uno y otro formato?
J.C.: En mi propia experiencia, en la novela son más relevantes la secuencia, el acontecer rumbo a un desenlace que se va prefigurando en ese acontecer. En el cuento, todo es más espontáneo e incierto, uno nunca sabe muy bien hacia dónde va un cuento, y eso es muy gratificante cuando está uno metido en ello.
M.E.M.: ¿Puede la literatura hacer más comprensible un país, el funcionamiento del mundo?
J.C.: Imagino que sí, siempre que no se lo proponga en forma deliberada. Esa mayor inteligibilidad del mundo surge, creo, en forma espontánea, como por accidente, y solo en ese caso opera como una fuente de luz. Cervantes vuelve comprensible el momento crítico del Imperio español al contar la historia de un anciano enloquecido y espléndido que quiere salvar al mundo. Es algo que ciertamente no se propuso, pero ocurrió, ¡y de qué manera!
M.E.M.: Fuiste uno de los más importantes de los nuevos narradores chilenos de los 90. ¿Quedó algo de eso? ¿Dio para generación, movimiento, nueva literatura? ¿O son piezas separadas de un rompecabezas narrativo que, quizá más adelante, se podrá visualizar?
J.C.: No lo tengo claro. Tiendo a creer que ha habido una dispersión muy saludable de esos afanes y que cada uno ha seguido su propio derrotero, y me parece mejor así. Sería en cierta forma liberador desembarazarse al fin de ese rótulo un poco artificioso que fue el de la nueva narrativa chilena.
JAIME COLLYER (Santiago, 1955), cuentista y novelista traducido a múltiples lenguas. A propósito de la edición norteamericana de Gente al acecho, el New York Times lo proclamó “un narrador nato”. Es además psicólogo, traductor y académico. Ha publicado las novelas El infiltrado, Cien pájaros volando, El habitante del cielo (Premio Altazor de Narrativa), La fidelidad presunta de las partes, Fulgor, Gente en las sombras y, más recientemente, Agua que no has de beber. Dentro de su obra cuentística figuran los volúmenes Gente al acecho, La bestia en casa, La voz del amo y Swingers (Premio Academia Chilena de la Lengua). Ha incursionado a su vez en la crónica histórica y publicado una indagación en dos volúmenes sobre la sexualidad en Chile desde sus orígenes.
