Petit Plaisance
Así le llamó la robusta Marguerite
a su casa en la isla medio salvaje de Mount Desert.
Pequeño Placer, no el Refugio de Adriano.
Tampoco exhibió una réplica
de la Columna Trajana en el jardín.
Mucho menos hizo inscribir en la entrada
aquellas palabras que ponían en las monedas
en los tiempos del emperador:
Humanitas, Felicitas, Libertas.
Pequeño placer, escrito y pronunciado
en el idioma del placer.
No queda dudas que ese lugar en Montpellier
fue para Marguerite su verdadera casa.
Si la compañía me sube esos centavos
tal vez pueda ahorrar para darme el placer
de visitar esa casa en Mount Desert.
Con este pensamiento abro hoy mi jornada:
el delantal puesto,
la ramita de romero en la boca.
Su aceite azuzando la memoria
como un látigo.
Copper River Salmon
Es la temporada del salmón Sockeye
de un vívido color naranja
servido con vegetales de la estación.
Es verano, un verano candente
luego que el señor presidente rompiera
con los protocolos ambientales.
El señor presidente que será recordado
por su pelo naranja y su desinterés en proteger
hombres o salmones.
Corriente arriba por los rápidos del río
el salmón ayuna y almacena grasa
para el largo y difícil viaje a desovar.
Hay monjes de túnica anaranjada cuyas vidas
parecen haberse curtido en el Copper River
y hay hombres comunes, tan predecibles
que van a quemar grasa en los gimnasios
para olvidar cuán difícil es en estos tiempos
atenerse al designio de la especie
de querer perpetuarse y desovar.
Dicen que en las aguas del océano
donde los ritos reproductivos no suceden
el salmón Sockeye cambia de color
el vientre se le torna de un color de plata.
y el cuerpo de un turquesa deslumbrante.
Peregrinaje
El amor de Annie Leibovitz por Susan Sontag
fue traducido en sostén, regalías mayúsculas
para premiar una estirpe.
Hubo besos y cifras.
Un plan de peregrinaje abortado por la muerte,
ese evento que cancela citas y ofrecimientos.
Para ese viaje se prometían ir a sitios
de alta consideración para las dos,
comenzando por Amherst, donde sus ojos posarían
junto a los ojos ausentes de Emily Dickinson,
hasta llegar a la mesa de madera basta,
toda rayada, donde escribiera Virginia Woolf.
En un intento de ir al trasfondo de lo venerable
visitarían las formas entrañables de lo que muere
pero también de lo que queda.
Cuando Susan se fue, Annie peregrinó sola, cámara a cuestas.
Fotografió detalles del viaje que fue y del que pudo ser.
Era un amor de culto, saturado de todas las minucias
que conspiran para derramarse
en esa tierra llamada posteridad.
Fue un llamado del corazón, lo reconoce.
De esos que no caben en la revista “Life”.