Primer round
Los dos cuerpos aparecieron frente al edificio, muy juntos, como dormidos dentro de un carro color azul: labios pálidos, entreabiertos, mandíbulas rígidas. En ese instante Donizetti imaginó que las figuras de cera no serían muy diferentes. “Pero ese olor”, pensó incómodo mientras se rascaba la punta de la nariz y detectaba en el aire un rastro de agua empozada.
Llamó a Verónica desde el celular. “No bajes con Amandita por la puerta principal, vayan al colegio por la salida del estacionamiento. Mataron a una mujer y a su hijo”.
Miró el reloj. Un gesto mecánico. Segundos después había olvidado si era temprano, si era tarde, si le quedaba tiempo para llegar al trabajo, cobrar los viáticos, recoger el maletín en el momento preciso. Preguntó a una vecina si sabía la hora en que sonaron los disparos. La señora le facilitó innumerables detalles. Donizetti la miró de reojo y comprendió que solo balbuceaba mentiras. Para ella resultaba inaceptable que hubiese sucedido algo tan grave sin haberse enterado.
Avanzó unos metros. Estiró el cuello para ver. Donizetti jamás comprendió por qué se detuvo junto a los cuerpos; por qué cuando llegaron los periodistas él se mantuvo entre dos ancianos, como a la espera de una respuesta inútil.
Supo que ninguno de los compañeros de la agencia cubriría la noticia. Tenían instrucciones de no reseñar demasiados asesinatos y la noche anterior, cuando él se encontraba de guardia, le tocó hacer una nota sobre un triple homicidio en La Vega. Cinco desaliñados párrafos que al final no envió a los medios porque un autobús había volcado cerca de San Cristóbal y las víctimas ya eran suficiente sangre para un domingo.
Le pareció que el aire turbio de la mañana ocurría en otro lugar, en un punto lejano. Pero en ese momento, cuando apareció un fotógrafo joven y con una patada empujó al niño para mejorar la composición de la foto, Donizetti sintió un escalofrío que saltó desde su nuca hasta la espalda.
El niño quedó acurrucado junto al cuerpo de la señora. Donizetti distinguió con claridad los ocho balazos que ascendían desde su pequeño abdomen hasta el rostro, como si alguien hubiese querido dibujarle un árbol en la piel.
La claridad rodó por la avenida como una bola de fuego. El sol subió sobre los edificios. Donizetti retrocedió un par de metros para alejarse del carro. La señora estaba pálida y apergaminada, un trozo de lengua asomaba entre sus dientes y en medio de su cara brillaba el ojo rojizo de un balazo.
Incómodo, se movió hacia la izquierda porque el reflejo de la luz en las ventanas hirió sus pupilas. Luego algo se apretó en su estómago. Volvió a mirar al niño. Le pareció distinguir con claridad su mano pequeña, una mano un poco gorda y con las uñas comidas. Ese detalle le hizo entrecerrar los párpados.
Llamó a toda prisa un taxi. Al montarse sufrió un ataque de tos, como si un insecto estuviese saltando en su garganta. “El maletín, lo que debo hacer es buscar el maletín”, murmuró Donizetti y poco a poco sintió que esa rutina lo impregnaba de una densa tranquilidad, de una dulce modorra.
Manuel y el río
Lo leí en un tuit: el Guaire es un río que no se atreve a ser río.
Suena bien.
Pero quizás no es eso. Lo pensaba esta mañana cuando fui a buscar una mercancía y en medio del atasco de la autopista contemplé esas aguas de miel negra, ese hedor, esas espumas de índigos brillantes, y dos o tres garzas blanquísimas que saltaban al paso de las ratas buscando improbables piezas de comida.
¿Y por qué pensaba hoy en ese río?
Lo ignoro.
Pensé en el Guaire como a veces lo hacía en el Ñato, o en aquella lejana radionovela que escuché junto a mis hermanas: Martín Valiente: el ahijado de la muerte, o en la primera vez que tía Felipa me llevó a la montaña de Sorte, o en las tardes de estudio con Donizetti y con Reig, y por encima de todo, en la primera pelea de boxeo que vi completa: un imponente Betulio González ganando a Miguel Canto, ese extraño boxeador que atacaba y atacaba mientras retrocedía y daba la impresión de huir.
Retrocesos. Supervivencia. Manera de pelear a lo Canto. Yendo hacia atrás pero golpeando duro.
Aunque también pensé en el Guaire porque un rato antes, mientras ordenaba las vidrieras con los zapatos que llegaron esa semana, retornó otra de mis duermevelas. Entonces me vi en una montaña y distinguí a un grupo de hombres que desviaban el curso de un río gracias a un muro de roca.
Los contemplé mientras enterraban a una persona a la que colocaban sobre una refulgente y sólida mesa dorada. Entonces el muro que represaba el río estalló y las aguas retornaron a su cauce.
La imagen continuó un rato. No puedo asegurar cuánto porque escuché ruidos. Mi padre gritaba furioso. Un flaco con labios de serpiente acaba de salir corriendo después de robarnos un par de zapatos. Caminé hasta la caja para buscar la 9 mm, pero luego descubrí que el tipo se había marchado con un modelo de cada pie.
—Si vuelve en unos días a buscar la pareja correcta le abro el cráneo—, grité para que mi padre me escuchase.
Lo vi resoplar con desprecio.
Un par de días después había olvidado el Guaire y las duermevelas, pero me dio por pensar que la amistad es siempre un proyecto incumplido. Encontré la espantosa chaqueta que me regaló Donizetti años atrás. Así, recordé a aquel boxeador que se llamaba Carlitos Gutiérrez: un fajador que juró públicamente que algún día sería campeón del mundo. Lo cierto es que peleaba como si eso fuese inevitable, pero ni siquiera luchó por un título. Se fue desinflando. Poco a poco. Como las grandes amistades. Sin aspavientos.
Mis amigos: Donizetti, Reig, algunos otros, se me fueron borrando como las esperanzas de Carlitos Gutiérrez. Sin decisiones drásticas.
Comencé a vestirme con esmero, a cuidar mis cortes de cabello, a deleitarme horas en un gimnasio donde mi cuerpo se transformaba en la exacta dureza de una escultura de Praxíteles.
Eso fue lo que Félix encontró en mí.
Teníamos juntos quince años. Vivíamos estupendamente. Él en su casa, con su familia: esposa, tres hijos, tarjetas de Navidad con arbolito iluminado al fondo. Yo aquí. Solo. Y cada vez que podíamos, nos encontrábamos.
Hasta que algo sucedió.
Félix preparaba una ensalada griega cuando escuchamos siete disparos frente al edificio. Me derramé sobre el suelo; seguí leyendo el periódico y él se agachó con un trozo de queso feta en la mano mientras tropezaba con platos y ollas. Una lluvia de ojos negros llovió sobre su espalda. Cuando me acerqué a él, dijo que las carísimas aceitunas encargadas a un amigo que viajó a Europa habían caído en el piso y ya no servían para comer.
Unos segundos después vi a Félix asomarse al pasillo. Insistió en pedirme los binoculares. Descubrió a un adolescente desmadejado junto a la venta de cauchos; un charco color vino salía de su espalda. Comenté que posiblemente habían querido robarle los zapatos.
Cuando le pedí a Félix que terminase la ensalada, tiró los platos sobre el fregadero y salió a toda prisa.
Llamó dos días después. Dijo que saldría del armario, que abandonaría a su familia, que viviría conmigo, que nos mudaríamos a alguna ciudad del interior: Mérida, Coro, Porlamar. Corté la comunicación. Esperé que se tratase de una locura transitoria.
Siguió insistiendo al día siguiente. Le expliqué con suavidad que yo jamás me movería de Caracas. Mucho menos deseaba hacerme fotos con un pesebre taiwanés, regalos envueltos en papel dorado y fotos tamaño afiche de nuestras vacaciones en Ibiza. Furioso, preguntó cómo podía seguir viviendo con tanta tranquilidad en el lejano Oeste.
No quise volver a hablarle.
Y es desde ese momento cuando aumentaron las duermevelas; cuando los zapatos de la tienda parecieron crecer como monstruos, cuando sucedieron encuentros desangelados como el de mi antiguo amigo Donizetti García o cuando me dio por preguntarme qué habría sido de la vida del Ñato o cuál era el espacio de río Guaire dentro de mi existencia. Como si mis tiempos de plenitud trabajando en la radio, mis fiestas con gente hermosa, mis viajes de vacaciones por ciudades irrepetibles, mis años con Félix se hubiesen disipado por siete disparos.
Vigésimo noveno
La mañana siguiente, cuando llevó a Amanda al colegio, comenzó a silbar un concierto de Paganini que había escuchado al amanecer en la radio. Le pareció que algunos compases sonaban como un tango. Sonrió al pensar que la música podía viajar a su propio futuro sin saberlo. Iba distraído pensando en esos compases y decidiendo si llamar o no llamar a Manuel cuando un hombre rechoncho y grueso se puso a su lado.
—Donizetti, hermano. ¿Tú por aquí? Cuánto tiempo. Veinte años, por lo menos.
Se detuvo. Enumeró mentalmente nombres de aquel tiempo, a ver si alguno lograba despertarle algún tipo de familiaridad, pero dejó de hacerlo en el momento en que sintió detrás de él una voz que le ordenaba caminar hasta un pequeño Volkswagen ubicado a su derecha.
Eran tres personas. El supuesto conocido se puso a su lado en el asiento de atrás y los otros dos, delante; uno de ellos llevaba oculta una QSZ-92 y mascaba un chicle con olor a hierbabuena
Donizetti entrecerró los ojos. Se preparó para otra sesión de golpes, pero ninguno de los tipos parecía interesado en atacarlo.
—Donizetti —dijo finalmente el gordo que se encontraba a su derecha—, tú no conoces la parroquia. Queremos invitarte a que te tomes con nosotros un jugo de tamarindo y nos cuentes unas cosas que nos tienen muy intrigados.
Cuando llegaron a una calle estrecha y vio un inmenso mural con los rostros del Che Guevara, Mao Zedong, Sabino Arana, Jesucristo y el propio comandante, comprendió que estaba en manos de algunos de los grupos paramilitares que controlaban la zona.
Sintió un escalofrío. Nadie en el gobierno se planteaba controlar a esos grupos. Primero porque apoyaban ferozmente al comandante y se ocupaban de tareas de choque que a veces la Guardia Nacional no lograba concluir.
Donizetti comprobó que había cámaras en todas las calles. Al llegar a una plaza en la que resplandecía una estatua de un guerrillero colombiano, le dijeron que bajase. Reconoció a los hombres a los que había visto días atrás en Casa Urrutia y a Dayana, la jefa de Internacionales en la agencia.
—Compañero, venga por aquí —dijo uno de los hombres, y Donizetti sintió cómo dos personas se colocaban a su espalda.
—Estás pálido, Doni —dijo Dayana.
—Deja el susto —masculló el calvo—. Nosotros solo queremos echar una conversadita. Tú no nos interesas.
—Ustedes dirán… —susurró Donizetti.
—¿Desde cuándo trabajas para el mayor? —insistió el calvo.
—No trabajo para él. Trabajo para la agencia de noticias, como bien sabe la compañera Dayana.
La mujer sonrió con ferocidad y sacó un cigarrillo, pero el calvo hizo un gesto con la mano y ella lo guardó presurosa en una pitillera de plata.
—Pero eres de la gente del mayor —dijo la mujer con voz melosa.
—¿Gente del mayor? —repitió Donizetti y arrastró cada palabra intentando que su cerebro fuese más veloz que sus frases para escoger la respuesta menos comprometedora—. Somos todos la misma gente. No comprendo de qué me hablan.
El calvo asintió.
—Claro, claro. Pero siempre hay desvíos; proyectos propios; confusiones. Al mayor le asignaron una serie de compañeros cubanos que estaban bajo su custodia y resulta que tres se le han escapado para Colombia; y también se dice que tiene negocios de importación.
—Yo de eso no sé nada —cortó Donizetti.
—Claro. Lo imagino —respondió Dayana—, pero ¿te suena haberlo visto controlando cantidades de dinero… digamos… un poco exageradas?
—Les repito que no tengo ni idea. El mayor trabaja en la agencia, y poco más puedo decirles sobre su vida. Quizás el coronel pueda informarles, ya que es el director.
—¿O sea que trabajas para el coronel? —resopló el calvo y bebió un largo sorbo de jugo de tamarindo.
—A ver, como todos los de la agencia, como la compañera Dayana, como el propio mayor, supongo.
Dayana dio un manotazo de impaciencia.
—No te hagas el pendejo, Doni. Sabes muy bien que el mayor no está en el organigrama por debajo del director.
—¿Dónde está?
—No está en el organigrama, o es parte de un organigrama paralelo…, o a lo mejor está arriba del todo, o debajo… No es nuestro problema —murmuró Dayana—. Pero tengo la impresión de que estaba disgustado contigo.
—Ya lo aclaré todo.
—¿Y no te preguntó nada sobre unos camiones llenos de comida?
Donizetti respiró con fuerza. ¿A qué venía eso? ¿De qué hablaban ahora?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro. Es primera vez que oigo hablar de comida. Hace semanas que estoy intentando comprar un kilo de queso blanco y no lo consigo.
—¿Y tampoco el coronel o Gonzalejo te han hablado de ese asunto?
—Jamás.
—Si lo hicieran alguna vez —intervino el calvo—, la compañera estaría encantada de escucharlo. Hablas con ella y se lo cuentas… Ah, pero pídele al mayor el kilo de queso, seguro que él lo consigue, pero yo que tú ni lo probaba.
El calvo se puso de pie. Tras él aparecieron tres hombres armados hasta los dientes. Donizetti sintió que el estómago le daba un vuelco y un frío húmedo bajó por su espalda. Miró una de las paredes: “Colectivo 8 de Mayo”. Supuso que era uno de los tantos grupos que pululaban en la zona. Él no los diferenciaba. Tenían un lenguaje similar, pero se repartían distintas zonas y usaban indumentarias diferentes. Estos en concreto llevaban camisetas negras con pañoletas rojas y parecían boy scouts obesos y envejecidos.
—Supongo que sobre unos rusos amigos del mayor tampoco tendrás informaciones, ¿verdad?
—Pues no.
—Okey. Ahora te llevaremos a tu casa. Y ni una palabra a nadie en la agencia, ni en ninguna parte —remató Dayana.
Él asintió con la cabeza y le pareció que sus pies hormigueaban. Le indicaron una moto y un joven con cara de aceituna le ordenó que se colocase de parrillero. Estuvo a punto de comentarles que le daban miedo las motos, pero cuando abrió la boca solo brotó un eructo.
Mayéutica
Creo que así se llama. Mayéutica. Al menos vulgarmente se entiende de ese modo la manera de conducir al otro para que genere sus propias respuestas. Y algo de ese estilo es lo que hice con Donizetti. Lo dirigí en la dirección adecuada para que descubriese lo que yo había descifrado el día anterior, cuando estuve curioseando las fotos. Una sencillísima clave que latía oculta entre el fragor de los colores de las mariposas y que yo tardé demasiado rato en comprender.
…
—Ven un momento. Vamos al altar —le dije—. Sé que no crees en estas cosas, pero mal no te va a hacer.
Me siguió con gesto exhausto. Saqué unas ramas. Estaban muy secas. Debían ser de mi tía Felipa. Cerré los ojos. Le pedí que se pusiera firme con los brazos extendidos. Le di varios ramazos y le recé un rato. “Que la reina María Lionza te despeje los caminos; que le ponga ponzoña en los pies a los que te desean el mal; que nada te toque para dañarte”, dije en voz alta.
Él me dio las gracias. Vi que la sombra color ceniza que tenía sobre las cejas se disipaba.
Le hizo bien.
Jamás lo admitirá, pero estoy seguro de que eso lo salvó al día siguiente.
Mis ramazos de ruda lo salvaron. Lo cubrieron justo en el momento cuando la muerte que anda suelta por la ciudad intentó darle uno de sus furiosos mordiscos.
Fragmento de Los maletines (Ediciones Siruela, 2014)