Nota del editor: En esta sección compartimos textos publicados originalmente por nuestra casa matriz, World Literature Today (WLT), ahora en edición bilingüe. El presente texto fue publicado originalmente en World Literature Today Vol. 95, Nro. 1 en invierno de 2021.
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Durante la ceremonia del premio Neustadt del 21 de octubre de 2020, David Bellos leyó la versión en inglés del discurso de premiación de Kadaré frente a una audiencia internacional conectada por Zoom.
Me siento feliz y honrado de que la ceremonia organizada en honor a que se me haya entregado el premio Neustadt coincidiera con el quincuagésimo aniversario de la instauración del premio.
Nunca escasean las preguntas sobre la literatura. Escuchamos preguntas como “¿El mundo necesita de la literatura?”. Esta pregunta evocaría preguntas cliché de programas televisivos, esos que intentan incitar el debate, si ya no se hubiera planteado hace miles de años. Por supuesto que ha habido dos grupos ejerciendo presión política en relación con esa pregunta: los que están a favor y los que están en contra de la literatura.
La literatura nació junto con una negación, una barrera. Incluso si al principio nos parece extraño, si pensamos en las preguntas, vamos a llegar a la conclusión de que esa negación cuadra de alguna manera con la literatura y es incluso bastante natural. La literatura y la negación son uno. Más que nacer de ángeles, la literatura es obra de demonios.
Pensemos en términos más simples. La literatura, en la época de las primeras poesías orales, muchas veces tenía como tema principal el retorno de largos viajes: relatos de lo que aconteció allá, en la frontera lejana de un país, en el desierto o en el territorio de la muerte misma. Los primeros viajeros que llegaban de lejos fueron prácticamente los primeros escritores. Mientras volvían caminando a su país, en la soledad del camino, reconstruían los eventos en su mente de manera tal que resultasen más interesantes para sus oyentes. Así, a lo largo del viaje, surgían diálogos, los acontecimientos se volvían más emocionantes, los colores se volvían más brillantes y algo se enfatizaba mientras algo se suprimía.
Aunque los viajeros llevaban consigo sus historias, en general sus héroes se encontraban muy lejos. Estaban ausentes: siempre provenían de más allá, ya fuese que habláramos de más allá de la frontera o de más allá de la vida; o sea, estaban muertos. Fue así que, desde su comienzo, la muerte y la ausencia tomaron un lugar especial en la literatura. Pero la literatura entró al territorio de la muerte no como un adulador en busca de favores, sino como un igual. En el majestuoso Poema de Gilgamesh, la literatura, aun conociendo plenamente el poder de la muerte, supone tener el derecho de censurarla. Gilgamesh cae derrotado ante la muerte, pero, aun así, parte de él escapa de las garras de la muerte por el bien de la literatura. En otras palabras, si empleásemos vocabulario moderno, podríamos decir que se crea un “contrato”. Solo el gran arte puede participar en esos contratos con lo imposible. La literatura continuó alimentándose de la muerte y de sus subsidiarios: la noche, el dormir, los sueños, la culpa.
Desde su comienzo, la literatura estuvo ligada al sacrificio. Troya fue la primera víctima en su altar. Posteriormente, hubo cientos de acontecimientos, temas, personajes y escenas empapadas de sangre y pena que alimentaron el repertorio literario. Cuando el poeta albano Fan Noli tradujo el Waterloo de Victor Hugo, escribió al final que, después de leer toda la tragedia que se hallaba entre las páginas, tenía un único consuelo, y era que él estaba vivo y que el poema había renacido gracias a él.
La literatura estaba acostumbrada a exigir ese tipo de sacrificio. Con el paso de los años, hemos pagado ese tributo de una forma u otra.
La muerte, el dormir y la culpa nos recuerdan a la noche. La noche siempre estuvo conectada con la negación en el pensamiento humano. Pero decimos esas cosas con ligereza, sin considerar qué terror habría en este mundo si nos separaran irrevocablemente de la noche, si nuestro calendario solo reflejase un día sin fin. Hasta ahora, nadie se ha molestado en llevar a cabo un estudio académico del papel que desempeña la noche en el apaciguamiento de la humanidad. Sin su intervención, sin ese escape del día y sin ese control que ejerce sobre nuestras emociones, la maldad humana, la angustia y la ira avanzarían marchando a un paso catastrófico.
Durante su etapa inicial, la literatura incipiente sólo sabía de los peligros que amenazaban la vida humana: la supresión y el olvido. Los rapsodas cantaban, la gente los escuchaba y aparecían rapsodas nuevos que cantaban canciones nuevas que morían con sus cantores o poco después de ellos. De ese modo, la literatura enfrentó algunos de los mismos peligros naturales que la vida humana. Más adelante, la literatura también enfrentó peligros que provenían de otra esfera: la de la sociedad y el estado. El teatro fue lo que primero ayudó a instalar la práctica de la censura, probablemente debido a su capacidad de reunir a la gente en el centro de las ciudades. Así nació la censura oficial, hace más de dos mil quinientos años, y fue tan poderosa que creó muchos problemas para los gigantes de la literatura de la época, los grandes trágicos.
La censura está ligada a la escritura. Antes de que los sumerioacadios inventaran la escritura, los esfuerzos por controlar la poesía oral eran descuidados y poco tenaces. Como mucho, no se invitaría a un rapsoda rebelde a cantar en la fiesta de un príncipe, y punto.
Cuando la escritura apareció en el horizonte cultural, fue como un terremoto inimaginable. La escritura llevó a cabo un doble proyecto: por un lado, abrió un nuevo horizonte para la literatura; por el otro, la sofocó, la mató y la momificó.
Antes de alcanzar una nueva fase de su desarrollo, la literatura, de acuerdo con su estricto código legal, siempre demandaba un fuerte tributo de los escritores. Tenían que renunciar a parte de su espontaneidad, tenían que pasar sus pensamientos por los mecanismos y controles de la maquinaria pesada de la sintaxis. No podían criticar la literatura cuando fuera que lo desearan. Fue así que la escritura se volvió un doble instrumento de control. Estaba el control derivado de una suerte de consciencia, profética para la época, pero también estaba el control de índole oficial. La historia de la escritura es, ante todo, la historia de los peligros que afrontaron los escritores.
Algunas expresiones contemporáneas relacionadas con esos peligros, como “Esta obra literaria te puede quemar” o “Esperemos que esta obra no te caiga encima como una pared de ladrillos”, se vuelven sorprendentemente claras cuando pensamos en las tablas de arcilla que los sumerios usaban para grabar sus pensamientos. Si el escritor no era cuidadoso a la hora de sacar las tablas cocidas del horno, corría el riesgo de quemarse las manos. Por otra parte, podía suceder que de la pared del estudio de un escritor colgase una obra literaria (un relato largo, por ejemplo) que cubriera toda la pared y que, un día, ya fuese por haber estado mal colgada o mal cocida, o por un temblor, le cayera encima y quedase atrapado debajo de ella.
Como cualquier iniciativa nueva, la literatura acarreó muchos peligros de ese tipo. Esas primeras posibilidades eran simples comparadas con los horrores por venir, que se han vuelto muy conocidos.
La partida de Esquilo de Atenas fue la primera de muchas partidas de ese tipo. Esquilo y Homero fueron los escritores más grandes de la humanidad hasta el siglo V a.C. Al menos uno de estos grandes escritores se vio obligado a abandonar su hogar (digo “al menos uno”, porque no debemos descartar la posibilidad de que Homero, un rapsoda ambulante, hubiese viajado tanto que para él la noción de “partida” hubiera perdido todo significado).
Fue así que la partida o destierro de los escritores quedó vinculada con la literatura y pasó a formar parte de su código genético desde el inicio. Sin embargo, el carácter de la partida también cambió con el paso de los siglos. Aun cuando el clima del mundo se volvía más apacible, su posición con respecto a la literatura se volvió aún más crítica.
La partida de Ovidio de Roma parece la más dolorosa porque, a diferencia de la partida de Esquilo, en la cual fue la ira de los escritores la que desempeñó un papel decisivo, es el estado el que exilia a Ovidio. La represión que sufrieron y que siguen sufriendo los escritores empezó con él.
En el caso de Ovidio, vemos los cimientos del totalitarismo futuro: las condenas sin causa conocida. Esa es la represión que ejerce el estado totalitario, que no deja en claro siquiera por qué se lo condena a uno. Ese terror sin explicación, ese golpe ciego, se mantuvo como uno de los instrumentos esenciales del terror hasta el siglo XX, cuando el comunismo, después de haber perfeccionado sus propios instrumentos, cayó junto con él, igual que la máquina y el oficial del cuento de Kafka.
Con su partida, los grandes escritores como Esquilo y Dante Alighieri parecían haber estado buscando una manera de volver a aquella zona, a aquel clima y a aquel caos donde nació la literatura. En otras palabras, trataban de experimentar un estado de semimuerte, por no decir el abismo de la muerte misma. Era, tal vez, un orden interno del arte, del mismo gran ritual que le sugirió a Dante que, antes de empezar a describir su descenso al infierno, tenía que separarse de la vida de una forma u otra.
Al mismo tiempo, debe decirse que, hasta Dante, a los escritores, incluso a los que habían caído en desgracia, por lo general se los trataba como miembros de un grupo señorial. Fueron las dictaduras posteriores las que entendieron que, para atacar mejor a los escritores, había que rebajar su estatus. Así que conviertieron en hábito algo que en ese entonces no era un hábito: encarcelar a los escritores, situarlos en celdas comunes, confinarlos, deshonrarlos, transportarlos en tren de un campo a otro, insultarlos, reeducarlos por medio del trabajo manual, etcétera.
En ningún otro régimen dictatorial hubo un intercambio telepático tan fuerte entre el tirano y el pueblo como durante el comunismo. Sofocantes, irritantes, terribles, sedantes e intoxicantes: los ecos psíquicos del comunismo eran todo eso, y su poder era vasto.
Comparado con cualquier otro régimen, el comunismo fue el que más en serio se tomó su batalla contra la literatura. El comunismo y la literatura sencillamente no tenían ninguna posibilidad de coexistir. La postura negativa con respecto a la literatura no fue una manifestación tardía, sino que era una posición inherente al comunismo. Los párrafos vacíos de Marx sobre la literatura antigua o sobre Shakespeare no eran más que una coartada para encubrir futuros crímenes. No hay lugar para la literatura en la visión marxista del mundo venidero. La publicación del artículo fundacional de Lenin, “La organización y la literatura del partido”, tuvo consecuencias tan brutales que se acercan a las de la furia de Gengis Kan. Hay un hilo rojo que une a los comunistas y teje su trama contra la literatura: de la publicación de los artículos de Lenin a las ejecuciones de Stalin, al odio patológico que sentía Mao por los escritores, a las masacres tanto de los escritores como de sus lectores a manos del dictador camboyano Pol Pot.
El totalitarismo conjeturó desde el comienzo que no iba a poder destruir a la literatura sólo por medio del terror. Entendió que una masacre por sí sola no era suficiente, que hacía falta una suerte de suicidio para resolver por completo el problema de la literatura. La autocensura, esa enfermedad persistente y centenaria que la literatura enfrentó y venció, es algo que el comunismo intentó convertir en una verdadera plaga.
Y de una forma u otra, lo logró. Miles de escritores, en su mayoría mediocres, asediaron el templo de la literatura por todos los frentes. Sus filas crecían cada día, mientras las filas de los verdaderos escritores, quienes buscaban mantener vivo el fuego sagrado, disminuían en igual medida.
Nunca antes había sucedido que la literatura de todo un hemisferio enfrentase un peligro tan grande. En los regímenes totalitarios, a la literatura y a las artes se las puso a prueba cruelmente, de una forma que no se había visto antes en la historia mundial. Sabemos que a los escritores se los castigaba incluso desde antes: la existencia de los censores, las prisiones y los campos era más que conocida. Pero el estalinismo fue más allá. No le bastaba con suprimir obras muy conocidas, a las que algunos llaman “las catedrales del arte”, sino que también intentó enterrar para siempre la posibilidad de crearlas. En otras palabras, ese sistema buscaba destruir la materia prima con la cual se construyen esas catedrales. Intentó crear una nueva raza de escritores, quienes por su cuenta se encargarían con gusto de destruir la literatura. El estalinismo logró ese objetivo de alguna manera. Los que nos mantuvimos fieles al templo éramos minoría en aquel desierto interminable y desesperanzador conocido como el realismo socialista.
Fue así que a los escritores se los separó en dos grupos: los que traicionaron el templo y los que se mantuvieron fieles. La pregunta divina que podía plantearse a los escritores del este, “¿Qué hiciste, Adán?”, tenía dos respuestas posibles. La primera: “Me degradé a mí mismo y degradé a la literatura como dictaba la ley comunista”. La segunda: “Seguí escribiendo como siempre, como si el comunismo no existiese”. Cuando escucho preguntas como las que suelen hacerse a los escritores del ex imperio comunista (por ejemplo, “¿Cómo hiciste para seguir escribiendo como siempre en un tiempo y lugar en los que eso parecía imposible?”), mi respuesta es precisamente esta: teníamos fe en la literatura. Por nuestra fe y devoción, la literatura nos bendijo y nos protegió.
Creer en la literatura significa creer en una realidad más elevada. Creer en la literatura significa que el régimen oscuro del país de uno parece tenue comparado con los majestuosos ritos funerarios de la literatura. Creer en ese arte significa que uno siempre sabe que el gobierno que lo domina, que la policía que lo vigila, que el parlamento, los jefes, la administración, la tiranía misma, son una pesadilla pasajera, materia muerta, comparados con el gran orden en el que a uno lo iniciaron como miembro.
Así que, para no extendernos, permítanme repetir algo que he dicho en otro lugar en relación con un episodio de La divina comedia de Dante. Mientras viajaba por el infierno, Dante Alighieri ve una tormenta que se aproxima y se asusta por un momento, pero su maestro, Virgilio, dice: “No temas: es una tormenta muerta”.
En esas palabras podemos encontrar la explicación de lo que mencioné antes. Ver las tormentas de un régimen como tormentas muertas es un talento inusual. Y solo la escritura puede dotar a un escritor de ese talento. Nunca ha sido fácil para el escritor sentirse vivo entre toda la muerte circundante.
Se ha dicho muchas veces que pensar normalmente en el trastornado mundo comunista es una postura extraordinaria. Hablar normalmente es, en sí, un acto heroico.
El comunismo cayó sin haber cumplido del todo su sueño perverso. Llegamos al final del milenio sin él. Nuestra literatura ha vivido en el mundo durante tres mil años. Su primer milenio fue rico y brillante. Desafortunadamente, el segundo fue menos rico; todo indicaría que la humanidad quiso descansar un poco durante aquel período. Y entonces llegó el tercer milenio, el milenio en el que vivimos y el que le devolvió la vida a la literatura. Esperemos que el nuevo milenio, el cuarto, no repita los patrones del segundo, como si existiera una simetría fatal.
Durante estos tiempos difíciles, cuando todo el planeta experimenta la desazón producto de una pandemia global, quiero expresar la pena que siento por no poder estar con ustedes para compartir la bella celebración que coincide con el quincuagésimo aniversario de este prestigioso premio. Debido a que me es imposible ir a su encuentro desde Albania, mi país natal (próximo al Adriático), quisiera expresar mi agradecimiento al jurado. Me honra que me hayan elegido entre los autores más conocidos del mundo.
Gracias al fabuloso poeta Kapka Kassabova, que me nominó para este premio.
Gracias a Robert Con Davis-Undiano, director ejecutivo de World Literature Today, por su gran valoración de mi obra. Gracias a la universidad, a los estudiantes y al cuerpo docente.
Gracias a los talentosos traductores de mi obra, David Bellos y John Hodgson.
Y quisiera dedicar un agradecimiento especial y expresar mi gratitud a la respetada familia Neustadt por su participación y generosidad a la hora de fomentar la circulación de la literatura internacional.
Tirana, Agosto de 2020
Traducido al inglés por Eric Klecha con base a la traducción del albanés hecha por Ani Kokobobo para World Literatue Today