Ya nadie nos invita. El teléfono no suena, no llegan mensajes ni llamadas. Pasan los viernes, sábados y domingos y la urgencia se instala.
Gloria hace como que no le afecta. Simula un interés enorme por ir al cine, a la última exposición de algún museo, a conocer tal o cual restaurante, mientras nuestros amigos de siempre se reúnen en una plaza o parque de diversiones.
Y ven a sus niños jugar.
Fueron llegando a destiempo. Ellos, los hijos. Para algunos, muy jóvenes y en modalidad sorpresa. Y ahí fuimos los demás a cuidar guaguas mientras ellos estudiaban para el examen de grado o los acompañamos a presentaciones de fin de curso, como una familia de mentira. Para otros, tarde, casi muy tarde, con tratamientos carísimos y tests y termómetros. Con pérdidas que todos lloramos en algún bar, mientras decíamos eso de quizás fue para mejor, tal vez para la próxima. Y luego las celebraciones y los brindis cuando por fin aparecía esa raya azul y pasaban los tres meses y mira cómo va creciendo esa panza.
Fuimos a bautizos y cumpleaños. Nos volvimos expertos en comprar juguetes apropiados y adivinar la talla exacta para cada momento de sus vidas. Y, al principio, todo estuvo bien con eso. Los padres, nuestros amigos, parecían esperarnos con paciencia. Decían “¿Y ustedes no se animan?”, sobre todo cuando nos veían jugando de lo más entretenidos con alguno de sus niños. Y Gloria sonreía como siempre y yo mentía como nunca.
Y, por un tiempo, todos esperaron con nosotros. En vano, claro. Para nosotros nunca llegaron.
En realidad, nunca nos molestamos en salir a buscarlos.
Y entonces nos quedamos solos.
Despierto con la luz de una pantalla en mi cara. Del otro lado están la mano y el brazo de mi mujer.
–Mira –me pide, y hay en sus ojos una chispa que no he visto en años.
Recibo su teléfono y leo.
Mommy Time!
Quiero reírme, pero la expresión de Gloria me confirma que va en serio.
Reviso la página con cuidado. Sin levantar la vista de las fotografías y descripciones. Luego, de los precios. Es una locura, pero también es cierto que nuestra situación es desesperada.
Así que decidimos hacer la prueba.
A nuestros amigos les decimos que es una forma de ensayar y todos se ponen felices. Nos invitan de inmediato a la plaza escogida para este domingo.
Gloria espera junto a la puerta hasta que suena el timbre. Se levanta de un salto y se arregla arrugas imaginarias en su vestido. Del otro lado está Gaspar, con una chaqueta que lo hace parecer un adulto en miniatura y un libro bajo el brazo. Junto a él está Sara, la encargada del servicio. Ella también lleva algo en la mano: una tablet en la que aparece un contrato que Gloria firma con el dedo, sin leerlo.
–Gaspar, estos son tus padres hoy. Se llaman Gloria y Tomás.
El niño nos mira hacia arriba, pero no sonríe. En un gesto algo ridículo se saca su gorro.
–Vengo a buscarlo a las siete. Por favor, no me hagan esperar.
Son sus últimas palabras antes de cerrar la puerta.
Gaspar se sienta, confiado, en la sala.
–¿Tienes hambre? ¿Quieres algo? –le pregunta, nerviosa, mi mujer.
–No, gracias. Acabo de almorzar –responde el niño, que investiga nuestros cuadros y muebles, quizás buscando libros–. Entiendo que vamos a ir a la plaza –continúa.
Su forma de hablar es tan rebuscada que, por un momento, pienso que puede tratarse de un robot.
Gloria, con una mirada fulminante, me suplica que le hable.
–Así es –digo yo, también más formal de lo que acostumbro–. ¿Te gustan los juegos?
El niño me observa como si le hubiese preguntado si le gustaba comer gusanos. Empiezo a pensar en inventar una jaqueca para quedarme en la casa.
–¿Cómo debo dirigirme a ustedes? –nos pregunta entonces.
Con Gloria nos miramos, incómodos.
–¿Por sus nombres? ¿O mamá y papá?
Me molesta la solemnidad en su voz. Como si nos tuviera pena. Como si viniera aquí a darnos una lección.
No me atrevo a contestarle. Después de todo, fue Gloria la de la idea.
Y entonces ella responde, para mi máximo alivio:
–Por nuestros nombres, Gaspar. Por nuestros nombres está bien.
Ya en la plaza, Los Padres nos reciben con una euforia exagerada. Toman a Gaspar de la mano, le ofrecen un helado (él responde que no come azúcar), lo acercan a sus hijos, que lo vigilan, curiosos, desde resbalines y columpios. “¡Miren qué lindo!”, gritan, y le desordenan el pelo o lo besan, al pasar, en una de sus mejillas.
Con Gloria nos sentamos en una banca. Lo miramos también.
Sólo que este niño no juega. Se queda de pie en medio del foso de arena sin saber qué hacer. Como si hubiese reprobado la prueba introductoria de experiencias infantiles. Lo veo apretar el libro bajo el brazo como si fuera un salvavidas, lo único que lo mantuviera a flote en medio del mar. En su cara no hay lugar para la inocencia. Gaspar está lleno de una calma solemne, una calma que parece desentonar con los gritos de los demás niños. Esos que llevan todas sus vidas llamándonos «tíos».
Una vez Lauri, la hija de Clara y Cristián, cuando era bien chica, había mirado a Gloria, extrañada. Luego de un rato, le había preguntado:
–¿Y tú de quién eres mamá?
Mi mujer, al principio, no le dio importancia. Sonrió como siempre y respondió:
–De nadie, Lauri. No soy mamá de nadie.
La niña quedó aún más perpleja.
–Y entonces –dijo con una timidez rara–, ¿entonces qué eres?
Me gustaría poder decir que Gloria volvió a sonreír o que a mí se me ocurrió algo inteligente para salvar la situación. Pero lo cierto es que me quedé de pie en una esquina, sosteniendo una copa de vino, como un espectador incómodo. Lauri demoró tres segundos en volver a concentrarse en sus juguetes. Gloria, en cambio, se trizó. Sólo un poco, casi imperceptiblemente. Durante el almuerzo se preocupó de ayudar a servir helado a los más chicos e incluso acompañó a uno de nuestros sobrinos de mentira a ver dibujos animados. Sin embargo, esa noche, cuando llegamos a la casa, por fin solos y juntos, hizo la pregunta, nerviosa:
–¿Estamos seguros?
No necesitaba especificar nada más. Yo sabía exactamente de qué me estaba hablando.
Pero me extrañó ese plural.
De pronto, sentí una responsabilidad en la que jamás había reparado. Yo sí estaba seguro. Yo sí nos quería a nosotros, a este «nosotros» donde no cabía nadie más. O, al menos, nadie que no implicara cambios enormes en la realidad que habíamos construido con los años. A las levantadas tarde, a ser dueños de nuestro tiempo, a la fascinación de Gloria por su trabajo. La verdad, no me la podía imaginar desvelándose para ir a dar leche o sin dormir por culpa de un resfrío de nuestro eventual hijo. Pero ella había hablado de nosotros y ese “nosotros” se había sentido, por primera vez, distinto. Ese “nosotros”, que parecía pregunta, incluso duda, escondía en verdad una invitación.
No sé si le dije que sí. No sé si dije nada. Gloria estaba exhausta y fue a la cocina a hacerse una taza de té. Yo me quedé dormido. A la mañana siguiente el mundo era distinto. Y, en los siguientes «nosotros», sólo volvió a oírse el ruido de unas puertas bien cerradas.
No lo disfrutamos. Ni Gloria ni yo. Menos Gaspar. Sí, es un niño educado, hace preguntas siempre pertinentes (adultas en extremo, pero pertinentes); sin embargo, ya en el auto, volvemos a casa en silencio. Un silencio que todos parecemos agradecer. El niño, a ratos, hojea su libro y quisiera advertirle que se va a marear, que lo deje para después, pero no me sale nada.
La supervisora llega puntual a buscarlo y Gloria sube las escaleras. Otra puerta se cierra.
El agua corre para llenar la tina.
Allí la encuentro. Su cuerpo se ve deforme bajo el agua y hay unas cuantas burbujas tristes alrededor de su espalda y flotando sobre sus pechos. Se ve vieja. Más vieja de lo que es. Triste. Pienso que la experiencia ha sido muy fuerte para ella, que fue un error, que tal vez podríamos buscar algún destino de viaje divertido, salir unos días, escaparnos, pero Gloria abre la boca y pregunta lo impensable:
–¿Podemos volver a tratar?
No alcanzo a responder y agrega:
–Una niña, ahora.
Se llama Amalia y esta vez la tenemos sólo para nosotros. Nada de paseos al parque ni de compromisos con amigos. Tal vez por eso, Gloria sí se atreve a pedirle que nos diga papá y mamá. “Sólo si no es muy raro”, agrega, como disculpándose. La niña, debo reconocerlo, es adorable. No habla mucho pero, cuando lo hace, sí parece una niña. Se emociona cuando la llevamos a una heladería y le decimos que puede pedir lo que quiera. Y más aún cuando vamos con ella a una tienda de juguetes. “Uno sólo”, le decimos, pensando que será un problema. Pero Amalia, luego de pensárselo mucho, camina por los pasillos, confiadísima y directo a una muñeca cuyo pelo cambia de color. Es más cara de lo que nos gustaría, pero Amalia pregunta con su voz perfecta:
–¿Puede ser esta, papá?
No me emociono, no me dan ganas de llorar. Pero algo se desajusta en mí, algo que Gloria no alcanza a ver.
Abro mi billetera y pago. Amalia me abraza las piernas.
Por el rabillo del ojo descubro a mi mujer sacándonos una foto con el teléfono. Está prohibido hacerlo. Es una de las reglas del contrato. Pero Amalia está muy concentrada en su muñeca nueva y yo me hago el que no vio nada.
La semana pasa tranquila. Gloria está de mejor humor que nunca y tiramos casi todos los días. Por la mañana y con el desayuno. También en la ducha, incómodos y entre risas. Parecemos los de antes. Los de tanto tiempo antes. En un momento me viene el pánico y pienso que Gloria ha dejado de cuidarse. Que esto es una trampa. Pero no: ahí están sus pastillas, ahí está la alarma en el teléfono, ahí está ella tomándoselas todos los días. Siempre puntual.
Pero cuando llego el viernes a casa, escucho gritos.
Al abrir la puerta, veo a Amalia jugando con mi mujer. Corren como locas, suben y bajan escaleras. Pasan a mi lado, sin verme. Por la noche pedimos una pizza –Amalia la elige– y vemos una película todos en el sofá, la niña muy bien sentada entre los dos. A ratos nos mira y sonríe.
Sara llega puntual a recogerla y nos da las buenas noches. Amalia también. Pero, camino al auto de la compañía, no se da vuelta a mirarnos.
Ni una sola vez.
Durante un par de días todo parece volver a la normalidad. Gloria trabaja hasta tarde y llega a contarme, entre sonrisas, de un nuevo proyecto, de una casa en el sur, de un bono de fin de año. En mi consulta los pacientes me recomiendan a amigos y la vida parece sonreírnos con su abundancia. Vamos a probar el último restaurante de moda, compramos un nuevo televisor para la sala e incluso una consola de videojuegos. A ratos descubro a Gloria mirando la foto de Amalia en el teléfono, con ilusión pero sin pena.
Ya pronto viene el cumpleaños de Teo, que está anotado, junto al de todos nuestros sobrinos falsos, en el calendario de la cocina. Su madre nos llama para invitarnos. Para pedirnos que llevemos hielo –siempre falta– y comentar, como al pasar, que quizás podríamos probar el servicio una vez más.
–¿No sería entretenido? –pregunta, en un tono más agudo de lo normal.
Su voz flota por la cocina, en altavoz, como un fantasma. Gloria saca su teléfono y empieza a buscar la aplicación de Mommy Time!
Me gustaría decir que me molesta la idea, pero no es así. Es más, agradezco la sugerencia. Tengo ganas de ver a Amalia. De comprarle el auto de juguete que es parte del set de su muñeca y que vi el otro día en el supermercado. De enseñarle todos esos chistes malos que mi papá me contaba cuando chico. Pero el rostro de Gloria se nubla. Toca la pantalla una y otra vez, hace scroll y revisa todo el catálogo de la compañía.
–¿No hay disponibilidad, acaso? –le pregunto.
Pero Gloria no me responde. Se lleva el teléfono a la oreja y sale a hablar a la terraza.
La veo gesticular. Temblar un poco. Afuera ya va haciendo frío, pero no me atrevo a llevarle una chaqueta. Llega el pedido de comida china y le abro la puerta al repartidor. Reviso los contenidos de la bolsa y le pago con billetes nuevos, recién sacados del cajero.
Cuando cierro, Gloria está de regreso en la cocina y en su cara hay una mueca que no he visto nunca.
–Podemos invitarla otro día, amor. No importa si no puede acompañarnos esta vez.
Entonces me cuenta.
Que los padres de Amalia –sus padres “de verdad”, recalcale pidieron que dejara de trabajar. Que se sentían incómodos.
Lo dice y sus ojos están tristes; lo dice mientras simula un interés exagerado en el contenido de la boleta.
De a poco vamos dejando de recibir llamadas e invitaciones. Un par de domingos llegamos a la plaza, solos, y nuestros amigos no logran ocultar su decepción. Más de alguno se atreve a preguntar si acaso no nos convencimos con la experiencia, si vamos a volver a intentarlo; otros recomiendan tratamientos de fertilidad o que congelemos óvulos, no vaya a ser que luego nos arrepintamos. Son conversaciones tensas, de esas que se hacen con al menos uno de los participantes mirando al suelo; e-mails sin asunto, con sólo un link a una clínica y un “Saludos” al final.
“Saludos cordiales”.
Gloria habla cada vez menos. Hay algo de ella que ya no está o que no logra volver. A veces llega tarde a la casa y como cerrada por dentro. Le pregunto si quiere que llamemos a Sara. Si le gustaría llevar a otra niña a ver el show de las princesas Disney que visitará la ciudad el próximo mes.
Pero no dice nada.
Tomo su teléfono mientras lava los platos.
Ya no aparece la foto de Amalia como salvapantallas.
Ni el ícono de la compañía, con sus letras color verde brillante.
Entonces es mi turno de preguntar:
–¿Estamos seguros?
Y ella no lo piensa ni un segundo y responde.
Cuento del libro Una música futura, de María José Navia (Editorial Kindberg, 2020)