Nota del editor: ¿De dónde salió Juan Rulfo? Durante más de medio siglo la crítica literaria se ha acercado al autor mexicano como un enigma. Con “Un comportamiento irregular: la conexión islandesa de Juan Rulfo”, Luis Madrigal resultó finalista en el I Concurso de Ensayos Literarias LALT 2023. Nuestro secretario de redacción y traductor principal Arthur Malcolm Dixon se ha encargado de la traducción al inglés del presente texto.
A veces pareciera que toda aproximación crítica a Juan Rulfo es un trabajo detectivesco. No se sabe muy bien cuál es el crimen, pero abunda la evidencia. La discusión no se agota en sus dos libros, sino al contrario: apenas sirven como pretexto o pistas falsas. “Nos pasó hace poco”, dice Rulfo en una entrevista famosa en la televisión española, “se quería hacer un número, una revista literaria dedicada a El llano en llamas. Entonces querían fotografiar la zona, la región. Nunca se encontró el paisaje”. Y sonríe. En Había mucha neblina o humo o no sé qué, Cristina Rivera Garza viaja a San Juan Luvina como si fuera un viejo policía que revisita, años después, un caso irresuelto. Tan pronto como Rivera Garza le menciona a una señora del pueblo el nombre de Rulfo, la mujer sonríe. “Claro que lo conocía. Era ese señor que había dicho muchas mentiras del lugar donde ella vivía, ¿no era así?” En 2003 la periodista Reina Roffé publicó Las mañas del zorro, una biografía que podría compartir título con una semblanza de Al Capone. A Roffé le obsesionan, como a todo detective que pasa años en el mismo caso, las contradicciones, las mentiras que dijo Rulfo, su vida secreta. Lo mira beber Coca Cola en una cafetería al sur de Ciudad de México; sigue el rastro de una amante secreta en Argentina; documenta la vida del escritor en un seminario católico. El libro, más que una apreciación crítica, es un dossier.
Tanto El llano en llamas (1953) como Pedro Páramo (1955) suelen ser tomados como evidencia. Pero, ¿de qué, exactamente? Cada fiscal construye un caso distinto. En una ocasión, en casa de Emmanuel Carballo, Rulfo se encontró frente a una biblioteca con “varios anaqueles dedicados a su obra; de uno de los estantes asomaba el delgado lomo de sus libros, seguidos por una cantidad impresionante de otros que eran tesis doctorales”, según cuenta Roffé. Tantos libros para explicar dos que cabrían en un bolsillo. La atención masiva destaca la singularidad del objeto estudiado. O su supuesta singularidad. Nada hay que se parezca a Juan Rulfo, nos dicen todas esas tesis, ni siquiera él mismo. Su silencio editorial posterior a esos dos libros, y la ausencia de una obra temprana que pudiera permitir un contraste o poner de manifiesto un desarrollo creativo, hacen que todos los reflectores se concentren en esas doscientas, trescientas páginas. No hace falta leer mucho para encontrar que, cuando aparece Pedro Páramo, la crítica se hace con insistencia una pregunta: ¿era Rulfo un genio o un tipo con suerte? Ambas son condiciones excepcionales. Y, como en un círculo vicioso, la excepcionalidad llama al escrutinio.
No era sólo que la obra fuera escueta (hay autores mexicanos que publicaron una novela, o dos cuentos en una revista, y no por ello reciben el mismo trato y atención crítica), sino que el contenido y la forma llamaban a la extrañeza. Lo que Rulfo hacía era distinto; sus libros abrían, como argumenta Rivera Garza, “rutas inéditas” en el mapa literario mexicano. Nadie sabía muy bien de dónde salían esos campesinos que hablaban como en verso; nadie, tampoco, cómo había dado Rulfo con la estructura fragmentaria y el tiempo suspendido de Pedro Páramo. En la lectura que hace Rivera Garza, Rulfo presenta, como nadie había hecho hasta entonces en la literatura mexicana, el cuerpo deseoso de la mujer, e introduce incluso nociones de fluidez de género. Tanta novedad “despertó suspicacias y reparos incluso entre sus amigos próximos”, dice Roffé. Ahí, en la sospecha, empieza el trabajo del detective.
La mexicanidad de Rulfo no dependía del Comala real. Era una manera de explicar su genio, porque de algún modo así también ganaba legitimidad el estado mexicano que lo había producido.
Había, en principio, dos lugares de donde podían haber salido esos libros, que son los mismos lugares de donde sale toda la literatura: la experiencia o la lectura. En Rulfo el componente biográfico resultó un pozo tan rico que de ahí todavía se bebe. Era común que, en las entrevistas, le pidieran a Rulfo contar su vida. Huérfano a una edad temprana, niño en paisajes rurales jaliscienses parecidos a los de sus libros, muchacho solitario en un orfanatorio. Burócrata oscuro en Ciudad de México, agente de migración, capataz de obreros en una compañía de llantas. Vendedor itinerante, alpinista amateur, fotógrafo, seminarista frustrado. De algún lado tenía que venir la inspiración, las historias. Rulfo se empeñaba en decir que su literatura no tenía ni un solo componente autobiográfico; sus críticos se empeñaban en decir lo contrario. “Lo único que hay de real”, le dijo al periodista español Joaquín Soler Serrano, “es la ubicación”. Como es sabido, Comala es un pueblo real del estado mexicano de Colima, pero Comala, aquella tierra “en la mera boca del infierno”, ese “pueblo sin ruidos”, “lleno de ecos”, no existe.
La mexicanidad de Rulfo no dependía del Comala real. Era una manera de explicar su genio, porque de algún modo así también ganaba legitimidad el estado mexicano que lo había producido. Un estado posrevolucionario, en construcción a mediados de la década de los años cincuenta del siglo XX, que buscaba también cimentar una identidad nacional a través de imágenes culturales compartidas. De esas, Jalisco proveía en abundancia. No por nada el historiador Jean Meyer dice que podría considerarse a la región “como un paradigma de la ‘mexicanidad’: charros, toros, machismo, un equipo de fútbol donde nunca ha jugado un extranjero, la religiosidad, los cultos matrimoniales, el afrancesamiento, etc.” Venía bien que Rulfo fuera de Jalisco porque así el estereotipo no era negado, sino subvertido, casi ampliado. Ahora el occidente del país era también la región de las letras mexicanas (de ahí eran otros escritores consagrados, como Juan José Arreola o Agustín Yáñez), donde el supuesto modo mexicanísimo de relacionarse con la muerte, la pobreza y la violencia encontraban su más poderosa expresión lírica.
No hace falta ser alquimista para saber que las nociones de pureza y autenticidad nacional se disuelven ante el ácido de la crítica más benigna. En Rulfo la supuesta mexicanidad arquetípica es un artificio como cualquier otro. La de Rulfo es una realidad manipulada (como todas), fabricada (como todas). Un México –palabra que sólo aparece una vez en la obra de Rulfo, y que, de manera sintomática, hace referencia a un lugar más allá, fuera del que habitan sus personajes– “que nunca existió pero en el que todos creemos”, como diría Rivera Garza.
La experiencia con el país inmediato resultaba, pues, insuficiente para explicar a Rulfo. “Nunca he podido describir lo que veo, ni lo que cuentan, ni lo que oigo”, insistía el autor, “nunca he utilizado las cosas reales para escribir”. Fue entonces que los detectives giraron la mirada hacia la biblioteca. Quizás ahí encontrarían los elementos con los que el autor había construido su mundo. Había, por ejemplo, un gran interés en saber si había leído a William Faulkner antes de escribir Pedro Páramo. Rulfo, dice Roffé, “siempre temeroso de que se le pudiera restar originalidad a su obra, [lo] negó”, aunque sus amigos de entonces, Juan José Arreola y Antonio Alatorre, aseguraban lo contrario.
Cada entrevista con Rulfo, además del apartado biográfico, incluía también preguntas sobre sus lecturas: lo que leía de chico (cuando, según contaba, el cura del pueblo le pidió a su abuela guardar una biblioteca llena de títulos prohibidos por el Vaticano, y él leyó a Dumas y Víctor Hugo), lo que leía cuando escribió Pedro Páramo, lo que recomendaba en ese momento. El canon se reescribía con cada declaración. A veces cobraba una importancia capital la producción del siglo XVI novohispano: las crónicas, las cartas, las relaciones históricas. A veces decía que sí había leído a Faulkner; otras, que tenía mucho en común con José María Arguedas. Rulfo era un lector heterodoxo y diverso, que lo mismo citaba leyendas indígenas que a Von Rezzori, Mujica Láinez o Bombal. Leía “dentro y fuera de los cánones establecidos”, escribe Rivera Garza, en un ejercicio de lectura periférica que se correspondía con su posición más o menos marginal dentro de la vida literaria mexicana de mediados del siglo.
Rulfo, entonces, era alguien que evitaba las modas. Un escritor de vanguardia que no elegía sus lecturas entre las opciones que sus pares latinoamericanos reivindicaban –Joyce, Woolf, Kafka, Musil–, sino que se inclinaba por opciones periféricas que, hasta hoy día, parecen atípicas para un escritor mexicano. “Tuve alguna vez la teoría”, dijo Rulfo, “de que la literatura nacía en Escandinavia, en la parte norte de Europa, luego bajaba al centro, de donde se desplazaba a otros sitios”.
¿Escandinavia? La escena es cinematográfica. Un jefe policial le asigna a un detective novato un viejo caso. El novato entra al archivo sin mucha fe. ¿Cuántos no habrán pasado por aquí?, se pregunta. Tiene entre manos un informe de 1982. De pronto lee: “Juan Rulfo se inclinará por la producción de la periferia europea de la zona nórdica (Noruega, Suecia, Dinamarca, pero también Finlandia e Islandia) correspondiente a dos períodos sucesivos: el del fin del XIX y comienzos del XX y el posterior de entre ambas guerras”. El novato levanta la mirada, los ojos como platos. Gira la cabeza y ve que el resto de sus compañeros lee tranquilamente. Él cree que esto lo cambia todo. ¿Quién había escuchado de esta pista escandinava? Mejor dicho, ¿quién le había hecho caso? Y eso que Rulfo mismo se había encargado de repetirla. En entrevista con José Emilio Pacheco, 1959, dice: “Uno de mis deleites preferidos me lo ha brindado la escuela alemana y nórdica de principios de siglo […]. Encontré en ellos los cimientos de mi fe literaria”.
Era una confesión en toda regla. El novato era novato, pero había leído, y conocía gente que había leído, y nadie le había hablado nunca de Rulfo y la conexión escandinava, de esa evidencia nórdica. En el informe que lo había destapado todo, el fiscal de ese entonces, un uruguayo de apellido Rama, había dejado incluso una nota muy clara: “No se ha atendido suficientemente a este irregular comportamiento, que es sin embargo bien significativo”.
Había más. En 1974 Rulfo le dijo a Joseph Sommers que había agotado los pocos autores nórdicos conocidos en México en ese tiempo. Que había “absorbido” las obras del noruego Knut Hamsun, que lo llevaron “a planos antes desconocidos”. Cada vez que hablaba de literatura escandinava aparecían los mismos nombres: Hamsun, Lagerlöf, Jacobsen, Laxness. Del primero ya se había ocupado una investigadora, de apellido Martínez Børresen. Del último había mucho entusiasmo en Rulfo y muy poca atención crítica. “Para mí fue un verdadero descubrimiento Halldór Laxness”, le dijo a Sommers, “eso fue mucho antes de que recibiera el Premio Nobel”. A Pacheco: “Fernando Benítez y yo nos interesamos por él e hicimos que se conocieran en México sus novelas”. En entrevista, Sergio Pitol le dice a Reina Roffé: “[Rulfo] también había leído a los escritores nórdicos, especialmente a uno del que ya casi nadie se acuerda, que es extraordinario, el islandés Halldór Laxness. Y cuanto tocaba esos puntos, entonces Rulfo revivía”.
¿Quién era este taumaturgo islandés capaz de reanimar a los muertos? En palabras de Roffé, Laxness había sido “fundamental” para Rulfo. Sospechosamente, esa consideración no se corresponde con el espacio que la biógrafa le dedica al nórdico. Laxness apenas ocupa un párrafo en un libro de más de doscientas cincuenta páginas. “La temática de Laxness tiene puntos de confluencia con la de Rulfo”, escribe Roffé. “Ambos autores tratan la crisis agraria y los problemas que acarrean el caciquismo y la explotación del campesinado”. Y eso es todo.
Si uno teclea las palabras “Rulfo” y “Laxness” en WorldCat (ese inmenso compendio de publicaciones alrededor del planeta), sólo encontrará un resultado: Tras los murmullos, un libro de 2010 editado por la Universidad de Copenhague, donde el único apartado que habla específicamente de Laxness sólo tiene cuatro párrafos. Las conclusiones son igualmente lacónicas: “Como en la obra de Rulfo, Laxness toma su punto de partida en la descripción de un lugar abandonado, aislado, aparentemente sin ninguna importancia. Como en ‘Acuérdate’ Salka Valka, el protagonista de la novela (epónima), el forastero que no obstante arriba en el pueblo, es un joven que es víctima de las humillaciones de la comunidad. Y como en ‘Es que somos muy pobres’, la pubertad, los senos crecientes, se describen como una fuerza fatal”.
C’est tout. En A Companion to Juan Rulfo, Steven Boldy escribe: “Rulfo y la gente cercana a él han preferido insistir, en un intento por controlar la filiación y significado de sus textos, pero con poca evidencia estilística y temática, en la influencia de autores del norte como Knut Hamsun y Halldór Laxness”. Quizá entonces no habría mucho más que decir al respecto. Quizá Rulfo lo leyó, le gustó, lo recordó en un par de entrevistas. Quizá exageró su importancia. Quizá era otra de esas pistas falsas. O quizá –pero esto sólo lo piensa un detective novato, alguien que tiene tiempo y un chispazo de ambición o de ego o que de pronto es presa de un arrebato extraño de prepotencia– nadie que estudiaba el caso Rulfo había querido leer para tal propósito la novela cumbre de Laxness, Gente independiente, una épica de casi quinientas páginas de realismo social publicada en dos volúmenes entre 1934 y 1935. ¿Qué dice esa novela?
Foto: Juan Rulfo, escritor mexicano.