Las dictaduras cívico-militares que asolaron el cono sur de Latinoamérica en el marco del Plan Cóndor, provocaron un flujo y un intercambio que resultó en un marcado cambio de las sociedades latinoamericanas, de las culturas, de las propias nociones de nación, Latinoamérica, patria, fronteras, lenguaje. Por razones temporales, en estos últimos años han empezado a ver la luz expresiones artísticas de la segunda generación de exiliados, es decir, los hijos de los exiliados argentinos, uruguayos, chilenos. Ana Negri (México, 1983) es hija de padres argentinos que tuvieron que dejar clandestinamente Argentina en 1985. Escritora, editora y doctora en Estudios Hispánicos por McGill University, Montreal, en 2020 publicó Los eufemismos, una novela sobre los cruces y las tensiones que se generan entre un pasado que a veces deja de ser un fantasma para volverse algo presente, y la tensión entre soltarlo y no abandonarlo del todo en un mundo, una ciudad y vínculos en constante transformación. “Todo cae, mamá, todo cae”, dice Clara, la protagonista, y de alguna manera evidencia el dinamismo de la vida actual plasmado de forma implacable en esta novela. Editada en 2020 por Los libros de la Mujer Rota en Chile, en 2021 en Antílope de México y en 2022 por Firmamento en España, fue traducida al francés en 2022 y publicada por Editions Globe con el título Ce que tomber veut dire.
Diego Recoba: Desde el mismo epígrafe de la novela aparece la idea de dar orden al desorden. ¿Cómo se logra teniendo en cuenta lo biográfico del material con el que trabajás?
Ana Negri: El epígrafe, aunque está al principio del libro, lo puse hacia el final del proceso de escritura. Cuando empecé a escribir, estaba de alguna manera haciendo un trabajo de edición, una curaduría a partir de mis libretas y de apuntes personales, pero sin saber todavía por qué o para qué lo estaba haciendo. Ahí me di cuenta de que era todo un desorden, uno muy singular, el mío. Y me di cuenta de que para hacer legible todo eso, tenía que darle sentido a algunas cosas, hacer verosímiles otras, omitir y exagerar situaciones. El orden, diría ahora, lo dio la ficción.
D.R.: ¿Qué preguntas iniciales te motivaban a tirar de ese hilo?
A.N.: Lo primero tenía que ver con una cuestión muy personal vinculada a la condición de mi mamá. Eso me llevó a preguntarme muchas cosas de su vida en dictadura y de su vida después, en el exilio. Así me apareció una pregunta clave para mí que era si me correspondía o no la idea del exilio o en qué medida haber nacido en el exilio de mis padres me volvía o no una exiliada a mí. Y entendí que es un lugar muy ambiguo y por lo tanto incómodo para todo mundo porque no eres exiliada en el sentido más estricto del término, pero al mismo tiempo no perteneces al lugar en el que naciste. No son las mismas consecuencias que pueden tener los exiliados, pero son otras y siguen directamente relacionadas con el exilio. No es lo mismo que los padres tengan que partir de cero en el sentido económico, afectivo y familiar, que no haya una historia común con la gente del lugar, que las referencias, costumbres, palabras y modos sean tan distintas a las del resto; somos los hijos los que nos cargamos al hombro el deterioro de nuestros familiares tras el exilio, el trauma no se cura con un decreto de vuelta a la democracia.
Cuando empecé a ver todo eso decidí que quería seguir y ver hasta dónde llegaban esos tentáculos y así aparecieron cuestiones más estéticas; desde dónde o cómo le daba cuerpo a eso, qué cambiar, qué conservar, qué desechar, cuánto, de qué manera, en qué orden…
D.R.: ¿Esas tensiones también estuvieron en lo relativo al lenguaje? ¿Cómo fuiste resolviendo en la escritura la cuestión de las lenguas que te habitan?
A.N.: Fue inevitable encararlo desde ahí porque es con lo que trabajo. Se juega esa contradicción constante, esa pugna, esa fusión. Ni siquiera estoy segura de cómo apareció, ya estaba ahí en las notas antes de pensarlo. Y para mí era central que la protagonista tuviera esa lengua dividida porque desde ahí se podía exponer algo que no necesitaba ser explicitado y que la definía de manera muy precisa. Esos dos registros del español que coexisten en Clara muestran cómo es vivir en un lenguaje en el que hay que estar constantemente alerta, en el que no se puede bajar la guardia. Ni siquiera porque se trate de dos formas del español (o tal vez aún más por eso no te puedes relajar), porque son muy sutiles las marcas que te permiten integrarte como parte de una comunidad o las que te identifican como extraño.
D.R.: Hay una fuerte presencia de los vínculos y las familias nuevas que van surgiendo. Como un palimpsesto, ¿cómo trabajaste con esa acumulación?
A.N.: Tiene que ver también con el desorden y la ruptura que queda manifiesta. Cuando todos los vínculos están rotos, dañados, bloqueados o distantes, es casi instintivo, supongo, buscar nuevos afectos que llenen esos vacíos. Es una marca muy del exilio esa necesidad de construir vínculos nuevos, y pensar la familia con y desde esos nuevos vínculos. Al final creo que todos los exiliados e hijos de exiliados estamos llenos de primos, tíos, hermanos y sobrinos putativos. Se crea un linaje más horizontal, algo así como un micelio genealógico. Me pareció que había que plantear eso también, esa diferencia estructural en el supuesto orden “familiar” porque México es un país profundamente tradicional en ese sentido. La familia es el centro de todo y su valor más respetado. Tal vez sea el único valor que hasta los narcos y los empresarios respetan o pretenden respetar. En México, por ejemplo, choca mucho el personaje de Clara, porque las relaciones madre-hija se resuelven muy distinto, ver ese tipo de confrontaciones a los gritos les resulta desorbitado y tiene que ver con eso, con la diferencia entre el árbol y el micelio.
D.R.: Con respecto a los eufemismos hay un trabajo con lo no dicho, lo elíptico, pero también las máscaras, las puestas en escena que construimos para vincularnos. ¿En la escritura te topaste con esas máscaras tuyas que tuviste que desarmar?
A.N.: Me pasaba cuando estaba muy en ciernes la novela; me estaba encariñando mucho con el personaje principal. Y me di cuenta de que quería que el resto se encariñara también y para eso, tenía que hacer de Clara una especie de heroína de su madre. De hecho, en los primeros borradores había notas de esa relación, de esas formas, que eran casi inverosímiles porque Clara era todo amor y paciencia. Y no sólo me di cuenta de que sería aburridísima esa historia, sino que no me interesaba perpetuar ese mandato de la hija abnegada que se sacrifica por la madre sólo porque es su madre. Entonces empecé, incluso con saña, a cargarme hacia el otro lado y hacer de este personaje alguien irritante, intolerante, desesperada por la situación. Y disfruté muchísimo dejar de pretender que esas máscaras de amor y tolerancia incondicionales son rostros reales.
D.R.: A la hora de escribir o revisar el pasado, ¿a qué te resignaste? ¿Qué asumiste como imposible?
A.N.: Es contradictorio. Por un lado, me resigné a que no hay manera de contar lo que pasó como pasó; y, por otro, que es imposible pretender que la gente no crea que se trata de mi historia tal como pasó.
D.R.: Las ideas de exilio, memoria, dictadura, eran palabras muy presentes en el día a día de los hijos de exiliados, aunque nunca terminaran de entender muy bien a qué se referían. Cargar con el peso de otros, se dice en la novela. ¿Se quita ese peso a través de la escritura?
A.N.: No es azaroso ni casual el hecho de que mi primera novela sea esta. Creo que necesitaba escribir Los eufemismos para poder escribir lo que sea que venga. Creo que ahora entendí mejor desde dónde escribo y por qué lo hago. Lo del peso, no lo sé.
D.R.: Tiene que ver con una idea que aparece mucho en la novela, y que, más allá del paso del tiempo, las consecuencias de ese hecho no terminan nunca.
A.N.: No sé si no terminan nunca, pero sí creo que las consecuencias de una dictadura como la que hubo a fines de los setenta en Argentina no se terminan de un día para el otro. No se suspenden por un decreto o por una reparación, son procesos lentos y dolorosos. A veces el proceso dura más del tiempo de vida que le queda a la gente, a veces los descendientes cargamos con consecuencias, distintas, pero que vienen de esos eventos.
D.R.: A veces estos libros orbitan en la intimidad, pero en esta ocasión también aparecen cuestiones públicas más amplias como la precarización laboral o la gentrificación. Hay un ida y vuelta entre lo íntimo y lo público.
A.N.: Sí, me encanta que lo digas así porque, de hecho, por lo que venimos conversando parecería que la novela es una novela sobre la dictadura, pero no lo es en absoluto. Es, sí, el telón de fondo, pero como contexto, como antecedente. Creo que la novela puede parecer una historia íntima, incluso, una historia sencilla porque no hay proselitismo ni hago campaña de nada, pero un montón de cosas se cifran en el lenguaje, en gestos, en pequeños códigos que se establecen entre personajes, en las secuencias entre un fragmento y otro, en lo que no dicen. Y ahí aparecen conflictos de derechos humanos, temas identitarios, la ceguera frente a los trabajos de cuidado, frente a la salud mental. Quedé conforme porque creo que logré articular lo público y lo íntimo de manera fluida y, en muchos casos, sin juicio de valor. Odio la literatura moralizante.
D.R.: A la protagonista le molesta mucho la solemnidad de la madre y muchas veces a la hora de escribir sobre el pasado reciente se cae en la solemnidad, ¿fue un problema al que te enfrentaste?
A.N.: Sin duda. De hecho, de las primeras expresiones artísticas que vi donde se abordaba el tema de la dictadura, Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999), por ejemplo, me parecieron muy confrontativas y solemnes. Fueron necesarias en un primer momento para hacer explícito lo que había pasado y luchar contra el silencio, pero creo que ahora hay que tratar de hacer algo distinto con eso. En un momento me crucé con Los rubios (Albertina Carri, 2003) y justo lo que apunta es eso, qué hacemos ahora con esto. Fue fatal, terrible, cambió la historia del país y las familias, es cierto, pero no podemos quedarnos quietos ahí. Como la idea de Walter Benjamin, de un pasado que te absorbe. En esa línea mi propuesta era armar algo distinto. Cuando escribía me daba cuenta de que las historias que pensaba recuperar eran pesadas y tuve que dejar muchas cosas afuera porque se me volvía un melodrama. No sé, mi mamá, por ejemplo, vivió su primer embarazo en clandestinidad y salió al exilio con mi hermana de tres meses en brazos, pero eso no es algo que tenía que estar en la novela. No era mi intención a estas alturas, me bastaba con plantear el exilio de los padres de Clara. Lo que hace Carri en Los rubios me parece interesante, ¿qué es?, ¿es memoria? Sí y no. Yo busqué contrapuntos, darle un giro con algunas marcas de humor negro, con episodios distendidos, mostrando también el lado ridículo o chusco del sinsentido o de la locura. Porque la densidad se puede volver insoportable, en la vida y en la literatura.