Llegué tarde a Severo Sarduy, como la mayoría de sus lectores anglófonos, porque murió de complicaciones del SIDA en París hace treinta años, el 8 de junio de 1993, y porque gran parte de su obra, a excepción de su tercera novela, Cobra, y su sucesora, Maitreya —traducidas por Suzanne Jill Levine en 1975 y 1987 respectivamente— no se difundió demasiado en inglés hasta después de su muerte.
Y así y todo, igual que un amigo que se hace en un día, un amigo que abre mundos enteros en uno, igual que cualquier escritor, cualquier lector, con quien compartimos una intimidad tanto más significativa por su consumación virtual, al oír las primeras palabras de Cobra —“Dios mío […] ¿por qué me hiciste nacer si no era para ser absolutamente divina?”— sentí que Sarduy —novelista, poeta, dramaturgo, pintor, crítico; un mestizo de las identidades étnicas española, africana, china que dieron origen a Cuba, el mestizaje que el proyecto colonizador de nación fetichiza y oculta al mismo tiempo— me había guiado durante toda la vida.
♦
En su última obra —un diario de síntomas, una carta de amor a su isla natal a la que no iba a volver nunca más, una crítica cultural del complejo médico-industrial, un reportaje sobre la necropolítica de las medidas gubernamentales de cuarentena y deportación de cubanos seropositivos, una revelación frenética escrita en el borde de la vida, una novela póstuma llamada Pájaros de la playa— Sarduy arriba a un modo de escritura de transición contra el que se venía frotando en las muchas publicaciones que la precedieron, deslizándose entre géneros para esculpir una superficie de tal fluidez que permitiera el tránsito entre la autobiografía, la ficción, la teoría, el diario, el mito y la correspondencia. Una superficie en la que la “trama”, en el deslumbrante paisaje arenoso del sinfín de pájaros de la playa de Sarduy, queda desplazada cada tanto por el diario del cosmólogo: transcripciones de libreta que atraviesan posicionamientos subjetivos y perspectivas, donde se mezcla lo teatral y lo dramático con consejos aforísticos. En el momento mismo en que perece su cuerpo, Sarduy consuma una propuesta expresada en la infancia de su exilio y celebrada por su Cobra en la ficción: alcanzar el esplendor absoluto, la divinidad absoluta, es decir, la subjetividad absoluta sin sujeción, entendiendo la libertad que viene con la renuncia, la liberación que le permite a uno desaparecer en otros cuerpos y otras voces: no meramente otro texto, sino otro modo de producción textual, que venía forjándose hacía 33 años.
♦
Entre las historias que cuenta el escritor Joseph Bruchac, descendiente de abenaki y eslovacos, sobre la búsqueda de su identidad entre dos culturas, está la del término lakota que se usa para hacer referencia a una persona mestiza. Un metis, en español, se convierte en “hijo de traductor”. Ser metis es ser “capaz de entender la lengua de ambos lados”, explica Bruchac, “de ayudarlos a entenderse”1.
¿Y si el hijo es el que traduce? Si soy traductor de mi madre y de mi padre, es solo porque asimilé el multilingüismo de ser nativo de un inglés que es al mismo tiempo menos y más que la versión estandarizada que me enseñaron en la escuela. Siempre queda una discrepancia: no tanto el fracaso de la traducción como las posibilidades que generan sus limitaciones, así como las mías: entender sin hablar, hablar como apartado de mi propia lengua. Recuerdo la primera vez que me pidieron que hablara español para demostrar mi experiencia, mi pertenencia a la diáspora latinoamericana. Recuerdo lo extraño que me resultó, lo paradójico de que me pidieran que hablara en la lengua del colonizador para afirmar mi pertenencia al linaje de desplazamiento colonial, mi diferencia cultural como mercancía —la mercantilización de la diferencia cultural— y, al mismo tiempo, como ya han demostrado los zapatistas y otras insurgencias indígenas de diversos lugares de América y Asia, la posibilidad de apropiarnos de idiomas hegemónicos como el inglés, el español y el francés para expresar posiciones de subalternidad.
¿Qué importaba que hablara español como un extranjero —alguien ajeno, como revela su etimología, de otro—? ¿Acaso no estamos todos los hijos de la diáspora apartados de nuestros orígenes, pero también del paisaje cultural de muchos de los países que hoy consideramos nuestro hogar? ¿Acaso no soportamos la afrenta cotidiana de la mirada que nos pide contemplar y, así, reproducir las ideas que otros proyectan sobre nosotros? Tiene todo que ver con el idioma, y tiene todo que ver con la mirada.
♦
En Cuba se ha recibido a los inmigrantes con los brazos abiertos, siempre y cuando fueran blancos, siempre y cuando embellecieran la nación a imagen de los vecinos del norte de la isla, siempre y cuando su blancura ayudara a borrar los pecados del trabajo esclavo en el país del hemisferio occidental con la segunda tradición más extensa de esclavitud, práctica que continuó hasta 1886. Y no es solo en Cuba: esa hospitalidad condicional fue muy común en todas partes de Latinoamérica durante la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo el ejemplo del republicanismo francés, los delegados blancos en el Caribe y Sudamérica reprodujeron los discursos exclusivistas de la república, disolvieron las particularidades africanas e indígenas, rehicieron cada nación a imagen de sus colonizadores europeos blancos, que, a su vez, representaron el papel de protectores de refugiados bajo el pretexto de la ayuda humanitaria. Me pregunto cuán a menudo una tradición de violencia y desarraigo se viste de asimilación.
♦
De Sarduy aprendí que el exceso da frutos; y que también la escasez, en los interludios de retornos trascendentales, puede ser una forma de abundancia. De Sarduy aprendí que no era poco común existir entre culturas dispares, sentirse todos los días como un intruso abyecto —demasiado marrón o queer en algunos ámbitos, insuficientemente marrón o queer en otros—, sortear los intersticios de los idiomas, practicar una sexualidad cíclica con una exuberancia que abarcara mis deseos por mujeres y hombres. De Sarduy aprendí que pertenecer es un sentimiento que tiene menos que ver con el lugar que con el modo en que nos abrazamos y abrazamos a la gente con la que nos sentimos en casa. Y cuando por fin volví a un hogar en el que nunca había estado —una metrópoli portuaria polaca casi tan lejana en el espacio (455 km) como en la forma a la aldea rural (población actual: 236 habitantes) en la que nació mi mamá, aun así sentí que me habían devuelto un pedazo de su infancia. ¿Cómo darle a alguien un recuerdo de algo que nunca ha visto? Toma una foto; destruye el original o el modelo.
En el ensayo no traducido de Sarduy “El texto devorado”, el autor habla de la intensa complejidad de otra novela imaginando que, para producir ese texto, su autor debió de haber devorado todos los textos que lo precedieron, incluidos los suyos propios, y, de ese modo, excede el acto de escribir, es decir, el acto de leer, o quizá pone en tela de juicio qué significa leer. En efecto, Sarduy tuvo que vivir como si leyera, o leer como si viviera el texto, comerse los textos, encarnarlos por la boca. Cuando leo a Sarduy, recuerdo que copiar un original es también embeberlo de una segunda mano, dado que toda ventriloquia se sostiene en lo que no se ve, en lo que hay creer a pesar de la ausencia del hablante material. A fin de cuentas, un texto es siempre solo una versión de otro; en su origen latino, tanto el acto de tejer como el tejido mismo. De Sarduy aprendí que la culminación del género literario, como la del género que nos identifica, es su destrucción, y que la instrucción para los lectores es participar en su reensamblaje.
♦
“No es posible hacerse inglés, francés, alemán; se es o no se es […] Pero es posible hacerse estadounidense”, escribió Susan Sontag una vez, en su cuaderno. “Es un invento, no es un país natural”2.
¿Y acaso no se puede decir lo mismo de toda América, de las Américas del plural? La América que, como sabemos, fue primero error y después invento, tan amorfa y alucinatoria como la Flor de Loto de De donde son los cantantes de Severo Sarduy, traducida al inglés por Levine como From Cuba with a Song en 1971, y nuevamente en 1994, cuando la traductora revisó su “original”. “Es mimética”, repite Levine entre las mejillas de Sarduy. “Es una textura […] es una simetría pura. ¿Dónde está? No la veo. Respira apenas”3. Si la “nación” es en verdad “un altar, no un pedestal” como explica, a propósito, uno de los personajes de Sarduy unas páginas después, el primer sacrificio es la lengua materna que rescata al cuerpo de la omisión o le niega legibilidad.
Es lo que ocurre con Sarduy en la visión o perversión que proponía su novela de 1967 de una Cuba estable y unificada en un tríptico de culturas superpuestas —española, africana, china; la amalgama de su propia procedencia— cuya historia de origen termina, o comienza, con el retorno a La Habana de un desvencijado Cristo de madera, retratado más veces que una botella de Coca-Cola. En el mundo de Sarduy, como en el nuestro, la historia y la religión convergen en la pertenencia de ambas al ámbito del espectáculo y la representación, mientras que la identidad se negocia —igual que para Auxilio y Socorro, las mellizas travestis que incitan la trama de la novela— en el restaurante de autoservicio del lugar. Tal vez lo que quiera decir Sarduy, pienso ahora, muchos años después de mi primer encuentro con De donde son los cantantes, sea que la identidad no es solo cosmética y convertible sino, sobre todo, mercancía.
De Sarduy aprendí que una vida plagada de identidad equivocada es en realidad el equívoco de la identidad; que la confusión se trata menos de la persona que de las limitaciones para ver, las maneras en que elegimos mirar a otros o no. Que los significantes que asociamos a identidades raciales, y étnicas, y nacionales, y de género, tampoco son fijas, sino fantasías. Y que recuperar la subjetividad en los términos que elija cada cual puede suponer sacrificar la posibilidad de ser vistos por los demás, de ser legibles, a cambio de la posibilidad de hablar con la voz propia y ser oídos.
De Sarduy aprendí a escribir ficción hilvanando mis ensayos y artículos, a escribir no ficción robando de mis novelas. De Sarduy aprendí a no desviarme nunca de la poesía que da forma a toda mi obra; a escribir con profundidad por medio de la compresión, pero también de un esmerado colocarme a horcajadas, a fortalecer el desplazamiento en favor de un sentir en otro que deja su rastro en la etimología de empatía. De Sarduy acepté la invitación a prestar atención a las partes sensoriales del lenguaje, a los placeres sónicos que pueden obtenerse de romper las formas o de las formas rotas, que a veces siento mi herencia. Que el inglés que asimilé era menos una serie estable de fonemas que un guiso, ligado con la saturación imaginativa de mis lenguas maternas, y que la versión del español de Sarduy —un injerto de español cubano, frondoso, modulado por juegos de palabras, él mismo una traducción del castellano formal de la península ibérica— me enseñaba que lo que puede nombrarse puede llamarse, y lo que puede llamarse puede devolverse como un cuerpo, materializado, hipostatizado en la dimensión del sonido y el texto.
Por eso tal vez no sorprenda que Sarduy, en otro ensayo póstumo (luego traducido al inglés también por Levine), explicara las per-mutaciones del español americano como una cuestión de deseo y abundancia: “there were many, many things that needed to be named”, escribe, para las que la lengua de los conquistadores no alcanzaba 4. De Sarduy aprendí que el lenguaje mismo es nada menos y nada más que metáfora: una proliferación de signos tan en deuda con la configuración como con la desfiguración. De Sarduy aprendí a concebir el texto como una forma de albergue; a alojar una forma narrativa que pueda también desplegarse junto a nuestros pensamientos; a recibir en la boca la textura terrosa de piel y sensación re-membrada a través del lenguaje, de las lenguas: nuestro sincrético trazado del sistema nervioso de la palabra.
Y así y todo, cada enunciación tirante, incluso y sobre todo los errores, me han hecho quien soy, es decir, un escritor, así de hechizado quedaba, de niño, por la opacidad de las palabras que pasaban ante mí, así de fascinado sigo estando hoy por el residuo de las formas rotas y las valencias sónicas que produce cada fragmentación. El multilingüismo puede ubicarnos en una posición intermedia cuya función no sea necesariamente traducir en nombre de un otro sino, más aún, producir otra forma de expresión. La resistencia a la traducción no era una negativa sino un don. La negativa del cuerpo no era renuncia sino su resistencia final.
¿Cuál es la diferencia entre ser visto sin ser oído y ser oído sin hablar? Es decir que toda separación puede ser un eslabón. Es decir que, muy a menudo, me había sentido incapaz de hablar cuando era solo que no estaba dispuesto.
♦
El 1 de enero de 2023, llegaron a los Cayos de Florida 500 cubanos en busca de asilo. Varios cientos más fueron detenidos por la Guardia Costera de Estados Unidos, que los barrió en el Estrecho de Florida de sus botes improvisados y los obligó a volver a un país en las garras de otro colapso económico: la pandemia, que arrasó con la industria del turismo, se sumó al embargo de Estados Unidos promulgado durante la Guerra Fría, cuyos enfermizos arreglos geopolíticos siguen estructurando la vida de los cubanos en la isla y en todo el Caribe. Los que no pueden viajar libremente a Estados Unidos (que incumple desde 2017 su compromiso anual anterior de emitir 200.000 visas para La Habana) tienen que viajar a Guyana para presentar sus solicitudes. Como consecuencia de la constante violación por parte de Estados Unidos de los derechos de los cubanos de viajar a sus países vecinos, han proliferado los delitos de fraude migratorio y tráfico de personas. Mientras escribo esto, las patrullas fronterizas estadounidenses en Cayos de Florida instruyen a las autoridades locales para que aplacen todo nuevo arribo hasta tanto lleguen recursos federales. El gobernador, abierto defensor del Título 42 —la orden sanitaria que se ha invocado unos 2,5 millones de veces desde su implementación, en marzo de 2020, durante el gobierno de Trump, para expulsar a inmigrantes y refugiados que llegaban a las fronteras del país—, está afirmando por televisión, en muchos canales y muchas pantallas, que la reciente decisión de la Corte Suprema de rescatar temporariamente la ordenanza de su derogación es una bendición de Año Nuevo.
Lo que pasó en Cuba en el peor momento de la epidemia de VIH —las medidas de exclusión, las deportaciones sistemáticas y las cuarentenas terminales— les está pasando de nuevo a los cubanos en la otra orilla: funcionarios de Estados Unidos que usan la enfermedad al servicio de la securitización. Solo el año pasado, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos registró 224.607 “encuentros” con migrantes y refugiados cubanos; la Guardia Costera informó que interceptó a 6182 en el mar. Hoy presenciamos la mayor migración cubana de la historia, que duplica los episodios de 1980 y 1994 (el éxodo del Mariel y la crisis de los balseros), y supera también la diáspora cubana de 1959.
Para mi papá, como para tantos más, no hay retorno ni redención. Hay solamente exilio, que se repite sin conmemoración y sin pausa. Yo escribo aquí, en los bordes del continente americano, para estar cerca de Sarduy, para recordar la distancia, que es lo mismo que decir la proximidad de un lugar al que mi papá no ha regresado jamás: un hogar, que yo solo he oído en historias. Escribo aquí para estar cerca de mi origen, donde ser nativo significa, para mí y para tantos más, haber nacido en traducción. Escribo aquí para estar cerca del murmullo de los pájaros, un lenguaje del movimiento o un movimiento que se hace lenguaje, uno que no está hecho para que se lo entienda. Estamos llamados a ser testigos, no por la evidencia de un hecho sustancial, sino porque esas vidas y sus experiencias son invisibles, ilegibles, para la mayoría. Recuerda, también, me digo, detenerte en la presencia de los hermosos animales alados, cuyos nombres no conozco, que adornan las olas con su descenso ritual de cada mañana sobre una franja de arena que sirve, por un momento, como un espacio de composición. Mis pájaros de la playa.
Traducción de Carolina Friszman
1 Meredith Ricker y Joseph Bruchac, “A MELUS Interview: Joseph Bruchac”, MELUS 21, n.° 3 (1996): 159–178.
2 Susan Sontag, La conciencia uncida a la carne: Diarios de madurez, 1964-1980, ed. David Rieff, trad. Aurelio Major Chavez (DeBolsillo, 2015).
3 Sarduy, De donde son los cantantes, ed. Roberto González Echevarría (Madrid, Ediciones Cátedra), 109.
4 Sarduy, “On Castellano in America,” trad. Suzanne Jill Levine, Translation Studies Journal 1, nro. 1 (2005): 61.
.