“Marcelo Cohen no solo reformula los cimientos del relato realista, sino también los del relato fantástico, con este ‘mirar’ que abarca tantas capas”
“El mundo está lleno de cosas que te llaman: manijas, manzanas, martillos, un piano, un picaporte, ¿y cómo se hace para no responder?”, dice la vieja costurera, esposa del narrador del cuento “El fin de lo mismo”, incluido en el libro homónimo (1992), de Marcelo Cohen. Y de esas cosas que apelan y cuyo llamado no se puede obviar están construidas también las narraciones de este autor argentino. Un piano, un picaporte, una manija, una manzana, pero también una musicaja, un flytaxi, unos merigüeles, una mujer que de pronto descubre la belleza asimétrica de sus tres brazos, un entrenador cuya búsqueda lo lleva a fundar una disciplina física y metafísica: la palabrística. También habitan sus páginas un comerciante que quiere desaparecer escribiendo un diario de más de setecientas páginas, un chico perdido que vislumbra la salvación en la música y en la impureza, un traductor alucinado, y tantos otros personajes entrañables que de pronto “ven”, que despiertan y atraviesan los meandros de las apariencias para salirse de las realidades impuestas. Personajes que nos llevan de la mano hacia esas zonas inestables, que recorren un continente imaginario o que se conectan al universo de la panconciencia. Que viven en ciudades atiborradas de escombros, rodeadas de terrenos baldíos llenos de trastos tecnológicos, en islas que pueblan un continente imaginario y acuático. Las tramas de Cohen nos conducen a un universo en el que elementos provenientes de la realidad y aquellos que la fantasía invoca arman una crineja fuertemente trenzada. Un mundo otro en el que descubrimos las cosas de este mundo vistas desde una mirada inusual que las rescata, retoma, reformula, transfigura y problematiza. Un futuro corrido y defectuoso que indaga con implacable agudeza en las tensiones del presente, en los malestares del mundo contemporáneo.
Yo no conocí personalmente a Marcelo Cohen, quien lamentablemente dejó este mundo en el mes de diciembre de 2022, pero de su mano recorrí muchas de las islas y recovecos de su territorio imaginado. En su obra ficcional, Cohen creó un continente, “el Delta Panorámico”, espacio que apareció por primera vez en su libro de relatos Los acuáticos, de 2001, primer libro que publica a su regreso a la Argentina, luego de su largo período de “autoexilio” en España. Sin embargo, este continente ya se presentía en sus libros anteriores. El Delta Panorámico, versión futura de nuestro mundo, espacio posapocalíptico y entrópico, parece haber sobrevivido a un cataclismo innombrado que es conceptual, más que material. En las diversas islas que pueblan ese delta, se desarrollan la mayoría de las historias narradas en las novelas, cuentos y “novelatos” –narraciones a medio camino entre la novela corta y el cuento– de este autor argentino. Los personajes que transitan estos relatos suelen ser apátridas, excluidos, outsiders que desde los márgenes de una sociedad posindustrial y decadente se dedican a tratar de develar los quiebres del discurso hegemónico. Para configurar ese mundo, Cohen crea una lengua propia: un español peculiar reformulado desde sus propios cimientos que le permite narrar el desarraigo a través de metáforas insólitas, de la acumulación de imágenes antípodas, de la enumeración caótica, de la paradoja y el oxímoron, de los neologismos, de vocablos de uso poco frecuente e incluso del spanglish. Leer cualquiera de las novelas de Marcelo Cohen es una experiencia alucinante de descubrimiento, de revelación y de hallazgo. Es entrar en un mundo otro, extrañamente parecido al nuestro, pero esencialmente otro, que es relatado desde esa lengua propia, pero a la vez nuestra, y que el lector va aprendiendo en la medida en que se sumerge en ella. Una lengua que reverbera en poesía y extrañeza. Yo no conocí personalmente a Marcelo Cohen, pero me regocijé en la gramática de su lengua.
La obra de Cohen se inscribe específicamente en lo que ha sido llamado ficción anticipatoria, más que ciencia ficcional. Abundan en estas narraciones elementos fantásticos y “futuristas” como la “panconciencia” –mecanismo que permite viajar por otras conciencias–, los “flycoches”, las noticias proyectadas en el cielo por medio de rayos láser, entre otros. Pero, sobre todo, el novum predominante en la obra coheniana está referido a nuevas formas de pensar, nuevos órdenes sociales y políticos, innovadoras jerarquías, que, si bien es cierto que guardan relación con posturas e ideologías del presente, llevan al extremo estos elementos tomados de la realidad a través de la hiperbolización, la parodia, el extrañamiento y la distancia, para hacernos ver los miles de quiebres que nos rodean. Desde allí Cohen arma los cimientos de su “sociología anticipatoria”.
En su ensayo “Realmente fantástico” (2003), dice Cohen que un narrador es alguien que ve. Por supuesto que no se trata del simple hecho de mirar, sino un acto mucho más complejo, que va más allá de lo fisiológico y que implica todos los sentidos. Una especie de arrebato, un manantial que fluye de pronto en medio de alguna roca reseca, un conocimiento no enunciable, una experiencia mínima pero resplandeciente que nos cautiva. Algo que entra por los ojos y mueve una red infinita de circuitos. “¿Qué pasa cuando lo que se ve, aunque sea a distancia, parece tocarnos por un contacto asombroso, cuando lo que se ha visto se impone a la mirada como si estuviese tomada, tocada, puesta en contacto con la apariencia?”, se pregunta en este ensayo-relato mientras nos lleva de la mano por la génesis de una historia que se va narrando en la página (mientras la vamos leyendo) en todas sus posibilidades, y a la vez que teoriza sobre la inexistencia de los linderos que pretenden separar el género realista del fantástico. Este ensayo-relato, pues, propone una lectura doble, ya que es al mismo tiempo una propuesta estética y también una puesta en escena del germen de una narración, la escritura y reescritura de un relato que se va contando y re-contado ante nuestros ojos. Un relato que nace de una imagen vista casualmente por la persona que lo escribe. Una lección de escritura y de formas del “ver”.
“EN EL UNIVERSO COHENIANO TAMBIÉN ABUNDA LA DESCRIPCIÓN APARENTEMENTE INOPORTUNA, DETENIDA, POROSA, QUE ADEMÁS INTERRUMPE LA RAPIDEZ DE LA NARRACIÓN, PERO QUE LE DA UNA NUEVA EFICACIA”
“Ver lo que tenemos delante de nuestras narices requiere una lucha constante”, ha dicho George Orwell, otro gran autor del género anticipatorio. Y esta es la lucha de Cohen: ver el aquí y encontrar la forma de relatar lo infinitamente múltiple de la realidad movediza que nos rodea, sin las interferencias de lo que él mismo ha llamado “prosa de Estado”, ese lenguaje manipulado por el poder, esas formas de ver anquilosadas por la costumbre. En “El fin de lo mismo” señala el narrador que “Hacemos tanto lo mismo, nos demos cuenta o no, que Lo Mismo termina pensando por nosotros”, para luego concluir y afirmar que “… yo no puedo permitírmelo. Mi vicio es inventar”. Así, los personajes y narradores cohenianos miran lo habitual desde otra perspectiva, inventan. No se permiten pensar desde la mismidad y buscan una lengua más libre para referir lo indomable, para pasar esa intuición indecible al texto, sabiendo anticipadamente que van a fallar. En su ensayo “Notas para un realismo incierto” (2003) ha dicho Cohen que “El relato es un fracaso y la persecución de eso que huye”, de modo que su literatura se regocija en mostrar esa falla, visibilizar ese quiebre irrecuperable, y festejar el fin de lo que él llama la “servidumbre realista” y la “dolorosa sujeción de la realidad”. Esta celebración es fondo y forma, flameando en el texto. Es poesía y peripecia.
En El oído absoluto (1989) el personaje principal descubre la agenda oculta de quienes gobiernan la isla turística en la que vive: “Hay momentos, si uno los descubre, que son extraordinarias averías en la red eléctrica que nos alimenta, y en el desconcierto que acuñan se puede atisbar la anticuada audacia del vértigo.”, nos dice. Como personaje típico de toda literatura distópica descubre los dobleces y las grietas de un sistema aparentemente utópico, pero va mucho más allá, pues el vértigo al que alude es también un estremecimiento existencial. Mirar con disimulo, espiar, fisgonear en el propio yo, para problematizar también lo que se es y el discurso desde el que se va contando la propia historia y desde el que se pretende comprender la identidad. Ese mismo vértigo lleva a Aliano D’Evanderey, protagonista de Donde yo no estaba (2006), a emprender un viaje, que es escritural y a la vez geográfico, hacia las profundidades de su propio ser o hacia el vacío, problematizando su propia escritura y los géneros literarios a los que su diario podría acercarse. Está en estas páginas el vértigo de quien repentinamente ve y vislumbra.
Marcelo Cohen no solo reformula los cimientos del relato realista, sino también los del relato fantástico, con este “mirar” que abarca tantas capas. No hay finales en estos textos. No hay clímax ni desenlaces. Las narraciones de Cohen piden ser leídas de otra manera: sin la rapidez de las historias que se vuelven éxitos de venta, sin las manipulaciones de la tensión, sin la falsa solución o el falso consuelo del desenlace. No hay un cierre de ninguna de las preguntas que estas historias proponen. No hay una respuesta unívoca que alivie al lector, así éste va por sus páginas con otro ritmo. Se trata más bien de finales entrópicos. La noción de entropía, a la cual el mismo autor se ha referido en su obra ensayística, se refiere a una situación de fuerzas contenidas y desordenadas que presagian una crisis que no termina de llegar, al menos no en el cuerpo textual. La entropía es, en palabras de Cohen, “una desintegración continua de la que continuamente surgen sistemas nuevos”. Dentro de ese caos pasivo, caracterizado por la desorganización y el desequilibrio, la energía se transforma en nuevos sistemas y las crisis parecen diluirse en nuevas formas de desequilibrio. Por tanto, no hay final: el texto es un sistema entrópico en constante movimiento. A lo largo de la obra coheniana se percibe la insistencia en estos finales abiertos, que dejan historias irresueltas y que niegan todo apocalipsis, toda clausura, porque están constituidos por fuerzas que van perdiendo energía muy gradualmente y de manera casi imperceptible, pero que quedan abiertas a un nuevo caos.
En el universo coheniano también abunda la descripción aparentemente inoportuna, detenida, porosa, que además interrumpe la rapidez de la narración, pero que le da una nueva eficacia. Es el “ver” hecho palabra, que es una de las marcas de eso que el propio Cohen ha llamado “realismo incierto”, esto es, aquella narración que “no cree en las virtudes del acabado, la redondez, los cabos atados, las coincidencias explicadas, los motivos develados, los proyectos nítidamente cumplidos o frustrados, las causas exhaustivas ni en la flaca gratificación del desenlace”. Una narración que va por otros rumbos, por otro territorio, que prefiere “los excursos, los tiempos muertos, las descripciones impertinentes”, que busca la evasión de una realidad unívoca impuesta, para abrirse a la multiplicidad. El realismo incierto constituye un discurso que apunta hacia el “verdadero” realismo, ese que no es una categoría totalmente cerrada, sino que se retrae y se expande en el tiempo, que alimenta la duda y la multiplicidad de versiones, que se nutre de las incertidumbres, que abandona toda polaridad. “La narración insegura ignora las subdivisiones –realismo, fantástico, parodia, metaliteratura, sátira, etc.– en beneficio de la pertenencia a un mundo-texto ilimitado”, nos dice Cohen.
En “El fin de la palabrística” (Relatos reunidos, 2004) el narrador confiesa: “Veo las grietas de esta sociedad: por ahí penetro y rasgo. Infecto”. En su opinión, de tanto ver, finalmente se termina mirando y es así como Viol, el héroe de este relato, vio “con el ojo amplificado del distraído” una realidad más allá del perímetro permitido. Lo que vio fue casi un Aleph, avistado desde los cielos de su isla: La vida cotidiana, la basura, la nimiedad, los dolores del mundo, tal vez. Como en el Aleph de Borges, estaban allí todos los lugares, los ángulos, las cosas, las resacas, el inconcebible universo. Y de eso no puede salir ileso, de allí su inexplicada desaparición final.
En un panorama literario ciego, con narradores que no ven y narraciones unívocas y repetitivas que pretenden atrapar al lector-consumidor, visto en tanto cliente que debe ser complacido, la obra de Marcelo Cohen, como un faro, se erige indómita y maravillosa, luminosa e iluminadora. Eficacia, tensión, economía, son palabras ajenas a la proteica poética de Cohen. Porque lo que conjugan sus historias son los acontecimientos y no los hechos.
Yo no conocí personalmente a Marcelo Cohen, pero asistí a las epifanías de muchos de sus personajes, y de alguna manera también vi: “El mundo está lleno de cosas que te llaman: manijas, manzanas, martillos, un piano, un picaporte, ¿y cómo se hace para no responder?”, dice aquella costurera y yo, junto a ella, también me pregunto: ¿cómo podemos permanecer indiferentes ante este llamado?