A Juan Gonzalo Rose
I
Y para qué otra cosa hemos venido
a esta ciudad, si no es para caminar
entre mares de odio y fuego,
entre palabras espurias;
para qué, si no es para contemplar
la sorda belleza de la miseria
y una fina corbata de seda
bailando de reojo sobre ella.
II
La soledad es confortable.
Para qué hablar
en una ciudad de fantasmas,
donde las palabras
pesan lo que el aire
porque nadie las escucha.
Llena tu copa y bebe,
sumérgete en la felicidad del olvido,
distrae esa honda tristeza,
di a todos los reyes de la tierra
que juntos no valen un gramo de estiércol.
III
Tú sabías hablar bien de patios y veranos.
Sabías cantar sin vergüenza esos valses
que azulaban todo miedo, toda angustia.
Tu voz existe, anida en el jardín de lo soñado.
De las rosas muertas hay regreso.
Tú lo dijiste y ahora lo sé.
Y aquí estamos, de pie,
luego de arrojar al cesto más y más papeles,
una multitud de garabatos y poemas inservibles.
Ah, si un día tan solo tuviera esta claridad
y sobre el olvido (dibujara) otra flor.
Deberes
Escribir un poema sobre el mar y los espejos
sin preocuparse demasiado del mar y los espejos.
Hablar de los pájaros
sin siquiera pensar en volar:
es necesario, más bien, sacudirse de cierto plumaje.
Cantar mirando hacia las altas arboledas,
pero en invierno, cuando solo te ofrecen ramas vacías.
Pensar en una ciudad, en una isla, en una calle.
Y hacerlo sin ninguna idea, siguiendo nada más el pálpito,
el deseo, el rumor sin edad del instinto.
Perderte en la noche, amar la noche, temer la noche.
Y luego darle la cara al día y otra vez la noche.