Intento responder a la pregunta sobre el hecho de vivir y escribir lejos de Nicaragua. Hace tiempo que me fui, pensando que sólo sería por un par de años. Y ya van más de siete. No sé si volveré, físicamente hablando. No obstante, al comenzar a hilvanar una respuesta a esta pregunta pienso en la historia. Se me viene un país a la mente. Una escena en concreto. Sucede en un salón de clases polvoriento, en una comarca de León, a casi 40 grados de temperatura. Los alumnos llevan las camisas pegadas al cuerpo, por el calor.
Pueden imaginarlo: en el salón se revive el heroísmo en la clase de historia, cuando el profesor cuenta sobre la intervención de Estados Unidos en Nicaragua; y se explaya en el desembarco de un tal William Walker que irrumpió en el país con una horda de filibusteros que posteriormente convirtieron a Nicaragua en una –¿casi?– colonia de Estados Unidos.
Eso y algo más, cuenta el profesor dibujando en la pizarra que chirría cada vez que traza una línea con la tiza blanca entregada en un acto solemne por el Ministerio de Educación, un par de semanas atrás.
El futuro había llegado a nosotros, en una caja de tizas.
II
Creo que después habló de Andrés Castro: el héroe –¡vaya hazaña!– que al verse desarmado en plena batalla de la hacienda San Jacinto, el 14 de septiembre 1856, lanzó una piedra a un filibustero que murió en el acto: un impacto certero que le granjeó la inmortalidad al sargento.
III
Luego vino la palabra “Revolución” y “Contra”: Sandinistas vs. Contrarrevolucionarios.
¡Ja!
IV
Tendría quince años cuando supe de Rigoberto López Pérez: el poeta –¡extraordinaria historia!– que acabó con la vida de Anastasio Somoza García, el padre de la dictadura somocista. Por entonces no entendía muy bien el significado de la palabra dictadura, menos de lo que implicaba el somocismo en Nicaragua. Tampoco entendía las historias que contaban los padres de mis amigos que estuvieron en el servicio militar. Historias llenas de orgullo sobre un hecho que mi generación ignoraba por completo. Al menos los que vivíamos con una madre soltera que trabajaba más de nueve horas en esas polvorientas calles de una ciudad triste como León, inundada de arena de un volcán activo.
Nadie pensaba en la historia, porque nadie miraba hacia el pasado.
Nuestros padres miraban el futuro como un ideal teñido de sangre y olvido.
V
Recuerdo muy bien una de esas historias; el padre de Carlos, manco y cojo, que dijo que había perdido su brazo derecho después de que lo rescataran de un río “bravo y fuerte”. Contó que habían sido emboscados, en las montañas del norte, cerca de la frontera con Honduras. Contó que, de no haber sido por unos niños, habrían muerto él y sus compañeros. Contó que, tras las detonaciones, el único refugio había sido el río; pero la corriente, dijo, casi nos arrastra a la muerte: por suerte aparecieron esos niños.
El padre de Carlos estaba orgulloso de haber sobrevivido a la guerra de los ochenta. Contó que, gracias a la guerra, el país podía vivir en paz.
Una paz teñida de pobreza y hambre, desde luego.
VI
A veces invoco algún pasaje de esas historias.
Las invoco desde la silla en la que escribo, y como no recuerdo el dato exacto, recurro al auxilio de mis amigos; los llamo preguntándoles qué calle colinda con tal edificio; y si el edificio que estaba junto al hospital militar todavía existe: ¿Y los carros? ¿Qué vehículos son los más comunes en Managua ahora? ¿Cuánto cuesta una cerveza hoy? ¿Sigue abierto el bar que estaba en la Carretera a Masaya? ¿Y qué pasó con Julián? ¿Cómo es que se llamaba la calle en León donde se incendió aquel cine porno hace diez años y que después convirtieron en una iglesia de los Testigos de Jehová? ¿Y cómo es que se llamaba el padre de Carlos, el que se jactaba de haber perdido con orgullo la mitad de su cuerpo?
Mis amigos, antes de responderme, insisten en que ya me volví un mexicano… Respondo con vergüenza que nada de eso trajo el barco, y que si pregunto es porque estoy trabajando en algo; y prefiero asegurarme de los datos.
VII
Lo cierto es que escribir a través de la memoria de mis amigos es una forma de regresar a casa. Se trata de una forma de construir una identidad a través de las palabras. El país que dejé ya no existe. Se ha convertido en el fantasma que de vez en cuando me asalta en alguna calle, en algún sitio. Ya nada de la casa existe. Sólo quedan las referencias históricas de aquel lejano día de la clase de historia en una comarca de León.
VIII
Pienso en algo. Pienso en la palabra “caído”, la palabra que además de “poeta”, es la que más abunda en Nicaragua.
En cualquier esquina te encontrás a un caído.
IX
“Caído + Mártir = Héroe” fue la ecuación que tuve en mente cuando comencé a escribir Los jóvenes no pueden volver a casa. Son historias de abandono y de posguerra que fui oyendo en los rincones de mi casa. Y tal vez, pese a que ese título tenga cierto parecido con lo que sucede en Nicaragua, me parece que al igual que los personajes de esos cuentos, el autor busca un sitio adonde sentirse seguro. Viaja en busca de algo cuando ese algo probablemente ya lo encontró.
Las razones por las que se regresa no son las mismas por las que uno se marchó de casa.
X
Con frecuencia grabo audios para mis amigos en Nicaragua como una forma de hacerles entender de que aún sigo aquí; que no he perdido el lenguaje, el habla; que las palabras, las frases, los dichos, siguen conmigo y en boca de mis personajes; y que me perdonen la vida si alguna vez incluyo una palabra mexicana en una frase nicaragüense. Juro que no lo hago adrede. Intento buscar la palabra exacta; al punto que he encargado un diccionario de Nicaragua para encontrar las palabras que a veces suplanto por las mexicanas. Palabras intercambiadas, unas por otras, en similitud de significados.
XI
Hace un par de días, en una sala de un apartamento de la Ciudad de México, les preguntaba a dos amigos de Nicaragua: ¿qué es lo que más extrañan?
Se quedaron viendo las paredes blancas, como quien ve el vacío, la soledad, la pobreza; y luego de un par de segundos me dijeron que “todo”.
¿Y qué es todo?, insistí.
Dejaron de fumar y volvieron a decirme que “todo”.
Intenté colmar el vacío de mi pregunta. Intenté descifrar ese todo, tal vez un espacio, un instante, dije, aludiendo que mi manera de volver a ese “todo” es a través de las palabras.
Y aunque Roque Dalton afirma que “no puedes pasarte la vida volviendo, sobre todo a la porquería que tienes por país, al desastre en que te han convertido la casa de tus padres”, nosotros, por desgracia, los que revivimos ese trozo de país desde la memoria, volvemos como quien vuelve constantemente a su tumba.
XII
Desde hace un tiempo vivo en el bucle de la nostalgia. De vez en cuando regreso a mi antigua casa en Managua. Me veo saliendo del trabajo bajo el atardecer, rumbo a la colonia Centroamérica, donde esperan mis dos gatas, Simone y Monet, y a quienes recuerdo cuando reviso fotografías de una vida que ya no existe. Se trata de un país en la memoria. Un país en la mente. Un país donde todo se quemó allá lejos, como dijera el poeta nicaragüense Joaquín Pasos.
Absolutamente todo, Joaquín.
Ciudad de México
mayo, 2023