Lo mejor de la traducción es lo que se pierde.
Elías Canetti
Elías Canetti odiaba los prólogos. Cuando el escritor vienés, Stefan Zweig, le propuso hablar con James Joyce con el fin de que este escribiera un prefacio para su novela, Auto de fe, Canetti le contestó:
—A nadie pediría un prólogo. El libro habría que leerse por él mismo, no necesita muletas.
Su obra es vasta y dispersa. Su prosa es versátil. Entre sus creaciones se encuentran dramas, apuntes, aforismos, notas de viaje, novelas y ensayos; el género de Montaigne era el que más dominaba.
La Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 1981 por demostrar mediante sus obras “una visión amplia, riqueza de ideas y poder artístico”. Los nominados para el mayor galardón de las letras en esa edición conformaban un tridente de valor diamantino: Canetti, Borges y García Márquez, quien obtendría el Nobel al año siguiente.
Canetti es un escritor imprescindible. Un autor que pasó de ser la voz de la conciencia de la Mitteleuropa para convertirse en la voz de la conciencia de la humanidad. Al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, se caracterizó también por ser un gran odiador.
Era un hombre tan cosmopolita que resulta imposible asignarle nacionalidad. Nació el 25 de julio de 1905 en Rustchuck, Bulgaria, en el seno de una familia de judíos sefarditas con remoto origen español. En su primera novela autobiográfica, La lengua salvada, Canetti describe la diversidad de su ciudad natal:
Rustchuck, en el curso bajo del Danubio, donde vine al mundo, era una ciudad maravillosa para un niño, y si digo que se hallaba en Bulgaria doy una idea insuficiente de ella, ya que allí vivían gentes del más variado origen. En un día se podían oír siete u ocho lenguas diferentes. Además de los búlgaros, que a menudo procedían del campo, había muchos turcos, que habitaban su propio barrio; y lindando con este, se hallaba el barrio de los sefardíes, el nuestro. Había griegos, albaneses, armenios, gitanos. De la orilla opuesta del Danubio venían rumanos; mi nodriza, de la que apenas me acuerdo, era una rumana. Había también algún que otro ruso. (La lengua salvada, p. 24)
Aunque habitó media Europa, fueron dos las ciudades que realmente cautivaron su corazón: Zúrich y Viena. En la primera se bachilleró y en la segunda se doctoró en Química, solo para complacer a su madre. Durante su niñez vivió en Manchester, ciudad que recordaba con tristeza, pues fue allí donde falleció su padre. La lengua salvada fue un intento de unir Europa a través del relato de su infancia. El ser humano no es hijo de la tierra en la que nace sino de la cultura en la que se desenvuelve.
Canetti hablaba ladino, la lengua de los sefarditas, una versión antigua del castellano. Aprendió el búlgaro en su infancia, que poco después olvidó por desuso. Dominaba el inglés, el francés y el alemán, idioma que utilizó para construir su legado literario.
Amaba a su padre hasta la veneración. Lastimosamente, la muerte se lo arrebató cuando estaba muy pequeño, a los siete años. Por eso Canetti se enamoró del alemán. Esa era la manera de mantener viva la memoria de su papá, quien hablaba ese idioma con su madre en los momentos de intimidad. Salvar el alemán era salvar su recuerdo. Salvar el idioma es salvar las costumbres y la cultura. En definitiva, salvar el idioma es salvar la vida.
Este autor nos enseñó el inmenso valor de escuchar al otro. El eje central de la obra de Canetti gira en torno a su capacidad de oír y la fascinación por la lengua oral. Pese a ser un hombre hermético y reservado, le encantaba quedarse horas y horas en las tabernas y cafés de Viena escuchando las voces de la gente. Escribió una crónica de viaje a Marruecos titulada Las voces de Marrakech, en la cual relata que se iba a las plazas de mercado para oír a los mendigos sin conocer ni una palabra de árabe o bereber.
“La primera prueba de respeto hacia los seres humanos consiste en no pasar por alto sus palabras”, apuntó Elías en La antorcha al oído, su segunda autobiografía. La luz del oído son las palabras. ¿Qué pensaría este autor si le hubiera tocado vivir en la era de las redes sociales, donde precisamente las palabras se han convertido en balazos?
Canetti parece describirse a sí mismo cuando escribe un cuento llamado “El Testigo Oidor”, publicado en 1974:
El Testigo Oidor hace esfuerzos por no ver; oye, en cambio, muchísimo mejor. Llega, se queda de pie, se desliza sin ser visto hacia un rincón, curiosea algún libro o una vitrina, oye lo que hay que oír y se aleja, inmutable y ausente. Nadie pensaría que ha estado allí: ¡con tanta habilidad desaparece! Y helo ya en otro lugar, oyendo otra vez; conoce todos los sitios donde hay algo que oír, lo registra bien y no olvida nada.
De nada se olvida, ¡hay que ver al Testigo Oidor cuando llega la hora de desembuchar! (…) dice las cosas con toda precisión, más de uno desearía haberse callado en su momento. Las máquinas modernas resultan todas innecesarias: su oído es mejor y más fiel que cualquier aparato, no borra ni suprime nada, por malo que sea, mentiras, palabrotas, maldiciones, procacidades de todo tipo, injurias en lenguas remotas y poco conocidas, retiene con exactitud hasta lo que no entiende y lo transmite, tal cual, cuando se lo piden.
El Testigo Oidor no se deja sobornar por nadie. Si estuviese en juego esa capacidad que solo él posee, no respetaría mujer, hijo ni hermano. Lo que ha oído, oído está y no hay dios capaz de remediarlo. (El testigo Oidor, p. 153)
El Testigo Oidor es aquel que participa del mundo de las palabras que oye. Escuchar es saber que la vida existe. Esa obsesión por la oralidad sedujo a Canetti a inventar el término de máscaras acústicas para referirse al conjunto de características que constituyen la forma externa de las palabras de las personas: la altura de tono y velocidad, la manera de separar las frases, las muletillas, etc.
Lo más paradójico de todo es que nunca se dejó tentar por el periodismo, ni siquiera como articulista. Tampoco concedió entrevistas después de ganar el Nobel. “Quienes lo conocieron afirman que no era un hombre que se dejara incomodar. Bajo de estatura, con densa cabellera y una mirada intensa, Canetti era capaz de imponer respeto y no le gustaba que la gente se le acercara demasiado”, escribió Belén Couceiro, reportera del Swissinfo Channel.
Siempre se ha dicho que el único tema digno de la literatura es el sufrimiento humano. Nada más lejano de la verdad. Canetti fue un niño mimado por la vida. Nació en medio de una familia con holgura económica. Tanto su padre como su madre tenían vocación comerciante. Nunca le hizo falta nada. Eso no le impidió ser un prolífico escritor. “Uno no escoge donde nace. Uno no elige ni la patria, ni la cultura ni el estrato socioeconómico. Uno simplemente nace”, dice José Guillermo Ánjel, doctor en Filosofía y ávido lector de Canetti.
Jacques, el padre de Canetti, lo mimaba comprándole libros.
Unos meses después de que yo entrara en la escuela sucedió algo solemne y determinante que determinó el resto de mi vida. Mi padre trajo a casa un libro para mí. Me llevó a solas a la habitación de atrás, en la que dormíamos los niños, y me lo explicó. Se trataba de The Arabian Nights, Las mil y una noches, en una edición infantil. En la tapa se veía una ilustración de color, creo que de Aladino y la lámpara maravillosa. Mi padre me habló con gravedad y me dio ánimos, diciendo que leer era maravilloso. Me leyó un cuento: así de bonitos eran todos los demás. En adelante yo debía intentar leerlos y describirle cada noche lo que hubiera leído. Cuando hubiera terminado el libro me traería otro. No tuvo que decírmelo dos veces, y aunque acababa de aprender a leer en la escuela, enseguida me enfrasqué en el precioso libro y todas las noches tenía algo que contarle a mi padre. Él cumplió su promesa, siempre había un nuevo libro, no tuve que interrumpir la lectura ni un solo día.
(La lengua salvada, pp. 70-71)
Desde ahí comenzó una vocación literaria que lo acompañaría hasta el final de su vida, y que alcanzó cotas de máxima excelencia al escribir Masa y poder, uno de los mejores ensayos del siglo XX. Esta obra nos alerta del peligro de los autoritarismos y nos ayuda a comprender el comportamiento de las multitudes. Masa y poder, como toda obra maestra, es muchas cosas a la vez, pero en su esencia es un libro que muestra lo peligroso que puede llegar a ser el hombre.
Conoció de cerca la carnicería de las dos guerras mundiales y se vio obligado a abandonar su amada Viena por su condición de judío. En su tercera novela autobiográfica, El juego de ojos, dice lo siguiente: “No hay ninguna guerra buena, pues con cada una de ellas se perpetúa lo peor y más peligroso de la humanidad, lo incorregible”. Me es imposible estar en desacuerdo. Todo héroe en una confrontación bélica, del bando que sea, es un delincuente en la vida civil. Una guerra no es más que el desprecio en masa por la vida.
Mientras muchos autores judíos de habla alemana renunciaron a seguir escribiendo en esa lengua como rechazo a las atrocidades cometidas por el nazismo, Canetti tomó una decisión más noble e inteligente. No renunció nunca al alemán y le demostró a los amigos de la muerte que, así ellos exterminaran masivamente a los judíos en los campos de concentración, nunca podrían eliminarlos de sus bibliotecas.
La muerte, a la que tanto odiaba, besó su almohada mientras dormía en la noche del 14 de agosto de 1994. Tenía 89 años. La guadaña lo sorprendió sin enfermedades ni dolores. Sin embargo, el dios Tánatos no fue piadoso con él, pues no le permitió escribir el Libro contra la muerte, del que apenas quedaron unos cuantos apuntes. Sus restos descansan en el Cementerio de Fluntern, de Zúrich, donde, por casualidades de la vida, también está enterrado el gran novelista irlandés James Joyce.