“Our mother tongue is not a mother at all, but an orphan”
Ocean Vuong
La pesadilla americana
La tía Beth quería que yo escribiera la historia de su vida,
el periplo de su único viaje,
los cuarenta años que pasó en el extranjero.
La historia de su mala suerte.
Sostiene Beth que esta autobiografía por encargo cambiará la vida de ambas.
Lo que Beth espera de la escritura es extraordinario:
escribir contra el asilo
escribir en lugar de ser pobre
escribir para no cocinar
para no dormir
escribir para el olvido.
Querida Beth
Las muchachas en Perth Amboy
agregan al viento
sus minúsculas lágrimas
para desatar la tormenta.
Recuerdo,
la primera vez de todo
en este predio:
el buzón, la nieve,
tu libro de cupones,
la clase de inglés,
el olor a desamparo
en los pasillos.
Entonces,
el invierno,
la enfermedad liminal
de las aceras.
El frío,
en la comisura de los labios,
arriba de las máquinas,
del mostrador
y de los signos vitales,
el frío
interviniendo
la raíz profunda de la rabia,
sembrando lo sólido en la grama
arreciando el tallo de la rosa
y de tu propia bondad.
Pero pienso,
querida Beth,
que debe ser cierto
que antes de nosotras
hubo otra peregrina tribu
pastora de la pérdida.
esas muchachas
en Perth Amboy
sacudiendo la sábana
desdiciendo del clima,
de sus muchos oficios
y subiendo regularmente
la colina erguida
de la ira,
nuestra
diosa matutina,
la primera lengua que
aprendimos aquí,
nuestra gran posesión inesperada.
Yo me pregunto
querida Beth
¿es esta lustrosa,
piedra pulida
de la rabia
la tierra que nos prometieron?
Ajenas
La tía Beth les gritaba a sus vecinos en dos lenguas.
Ignoraba los nombres y los rostros
de la tropa secreta que tomaba turnos
para martillarle el sueño,
robarles la sed a sus plantas,
y arrancarle la piedra pulida del sonido,
su humano traquetear.
La tía se volvió sigilosa
como una mariposa quieta.
Levitaba por las habitaciones
e inventó los ruidos transparentes.
Guardaba su voz en un cajón de tres llaves
y la sacaba dos veces por semana
para darnos tres rugidos telefónicos.
Inundaba la casa con los gritos del televisor
hundía el ruido en el ruido
y se estiraba luego
sobre el lomo del sonido.
La tía buscó por todas partes las cámaras que usaban para espiarla
compró un guante de boxeo,
zapatillas para deslizarse por la habitación,
y para hablar consigo misma
un detector de mentiras
que le despacharon en la puerta de su propia casa.
Pero entre tantos ardides
para expulsar esas legiones de la soledad
nunca acertó a preguntarles porqué.
Un día firmó la rendición
y salió de casa
altiva como un general romano
aguardando para ella ya tan sólo
el don de una locura sin pavor.
Ecos
Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
Porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
Y harto sé lo que fuiste.
Tía Chofi, Jaime Sabines
Tres o cuatro cartas que todavía le llegan.
La mayor parte de éstas a expensas de un vehículo,
un seguro, una suscripción que nunca tuvo.
Permanece la inconsistencia del nombre (Botero/ Viana/Ms./Miss/ Beatriz)
y ahora me parece que ese forcejeo entre vocablos
es el eco de un grito de batalla,
Beth.
No tardará mucho en levantarse del todo
este escombro de voces y preguntas para ti.
Y alguna ráfaga sacudirá el polvo último de tus reclamos,
las motas de luz, los resquicios de tu anhelo.
Y una niebla fina barrerá el fantasma de tu paso
por la casa que no tuviste nunca,
la insignia que nadie te hizo llegar.
Y en el rostro de los hombres que amaste
una estela de dolor al escuchar tu nombre,
una breve, efímera conmoción,
será tu última conexión física con este mundo,
el único lugar sensible
más allá de los murmullos que agrupan
estas palabras,
porque desaparecer también es un legado.
Foto: Andrea Cote Botero, poeta colombiana, por Margarita Mejía.