Días peligrosos
Hay días así. Días en los que me levanto eufórica y siento que podría subir una montaña, hacer paracaidismo o viajar a la luna. Días en lo que todo me parece brillante: saludo a las plantas, desayuno pan casero y adoro la existencia. Anoche soñé que vivía en un hotel y que tenía sexo con un cubano —¿o era venezolano?— que asesinaba a su compañero de habitación. Bueno, en realidad no lo asesinaba, le jugaba una competencia de a ver quién aguanta más abajo del agua y el compañero empezaba a desangrarse por las orejas. El agua de la bañadera se teñía de rojo y yo miraba todo sin hacer nada. De pronto aparecían un par de enfermeras que lograban estabilizarlo. Ya no había sangre, pero era urgente llegar al hospital, que también estaba dentro del hotel. Corríamos desesperados, el presunto cubano y yo, detrás del chango de compras donde iba el compañero resucitado hasta que llegábamos a un precipicio. El resucitado estaba medio ebrio y se resbalaba con chango y todo, caía al vacío. Su cuerpo bajaba en cámara lenta hasta estrellarse sobre unas piedras donde un grupo de modelos posaba en bikini para un fotógrafo vestido de negro. “Y bueno, tenía que morir”, decía yo y me iba al salón del hotel. Después pasaban muchas cosas. Fue un sueño agotador y, sin embargo, me desperté lúcida y descansada, tanto que podría subir una montaña, hacer paracaidismo o viajar a la luna. Pero es lunes y lo que hago es llevar a mi hijo al jardín. Antes de tomar el colectivo, pasamos por la panadería. Hay cinco mujeres tomando mate y hablando del tamaño de los miembros masculinos. Les pido un cuarto de bizcochitos de grasa. Me río de sus comentarios, la cajera me guiña el ojo y me regala una medialuna. Después le juego una carrera a mi hijo hasta la parada del 108. Gano yo. Hay días así, donde todo parece posible y me siento impune y excesiva.
La urgencia de los pies
Estoy yendo al velorio de un desconocido. Un desconocido que me resulta cercano porque es —sí, es— amigo de mis amigos, porque conozco sus fotos, porque es uno de nosotros. Estoy yendo al velorio de un desconocido, yo, que nunca voy a ningún velorio, que no creo en ese tipo de despedidas, que detesto el negocio que rodea a la muerte —los cajones, los autos negros, los salones lúgubres y el café con gusto a micro de larga distancia—, porque voy a acompañar, a besar y a abrazar la angustia de alguien que amo. Porque estamos vivos y, porque en medio del sinsentido, lo único que podemos hacer es sentirnos más vivos. Apretarnos las manos, las costillas y la espina dorsal. Así que en eso estoy —estamos—, atravesando la ciudad y mirando el silencio por la ventana sucia del colectivo mientras hablamos del viento, del futuro y de todo lo que no entendemos.
La calle está repleta de gente. Al lado del velatorio hay dos micros escolares. Hay nenes, mujeres y hombres con las caras pintadas, brillos en el pelo y sombreros de colores. Se ríen, improvisan pasos de baile, toman vino con gaseosa y juegan con espuma de carnaval mientras esperan que llegue la hora de la murga. Después, casi mezclados, están –estamos– los otros.
Adentro todo huele a incienso. Como no sé qué hacer ni qué decir, me quedo sentada en un sillón. Te espero acá, digo en voz baja, y me acurruco como una culebra después de un movimiento sísmico. Miro a la gente que llega. Es mucha, cada vez más. Era cierto eso de que se fue el que todos querían.
Me quedo un rato largo con la vista clavada en la quietud de los globos perlados que cuelgan sobre los marcos de las puertas, miro al angelito de bronce que parece petrificado en la entrada del baño, las latas de cerveza vacías que se acumulan en la mesa. Y después me voy. No quiero saludar a nadie más, no aguanto esperar en el sillón. Siento la urgencia de mis pies, obedezco el impulso y hago lo que mejor me sale: huir. Me alejo sin mirar para atrás, camino de un lado al otro, hasta que encuentro un lugar donde estar un rato sola y tranquila. Me siento frente a la autopista, cierro los ojos. El sonido de los autos contra el asfalto se parece al del mar. De pronto un bocinazo me arranca del letargo, se está haciendo de noche. Las luces de la calle están prendidas aunque todavía hay luz. Miro para arriba y veo a una paloma que hace equilibrio sobre un cable de electricidad. Le tiemblan las piernas, ella también mira hacia la autopista. Después, no pasa nada. Es esa hora, la hora peligrosa, en donde no se sabe si todo empieza o termina.
Ninguna palabra tuya
Si viviéramos en otro tiempo, ahora te escribiría una carta. Agarraría una hoja en blanco, una birome de tinta azul y me sentaría, en esta misma mesa, a escribirte con el corazón en el puño. Si viviéramos en otro tiempo, un tiempo en blanco y negro, de barcos enormes atravesando mares y de carteros que andan en bicicleta, te escribiría una carta y la firmaría con sangre y le dibujaría flores, pájaros y enredaderas en los márgenes.
Si viviéramos en otro tiempo, te escribiría para contarte lo extraño del tiempo sin vos. Te diría que estoy sentada en la cocina, mirando las plantas mientras mi hijo se queja del hambre. Te contaría que la luz del día se volvió opaca de pronto y que eligió esconderse detrás de los árboles haciendo de la tarde un lugar más triste. Te diría que sopla un viento suave que mueve al delfín de un lado para el otro, que lo obliga a chocarse contra los bordes de la pileta y que yo lo miro, hipnotizada, con un poco de pena y otro poco de envidia por ese flotar suspendido sobre el agua estancada.
Te preguntaría si te acordás del día en el que nos sumergimos en esa misma agua en la que ahora flotan hojas secas y pedacitos de insectos. Te hablaría del viento, de cómo se mezcla con el ruido metálico de los colectivos y de las sirenas, de cómo se quiebra con los gritos de los loros que cruzan mi rectángulo de cielo, justo antes de que se haga de noche. Te hablaría, también, del sonido que hace contra las hojas de los plátanos y de las ganas que tengo de cerrar los ojos, imaginar que el sonido es el de un mar, y dormirme con vos, así, navegando entre mis piernas. Después te diría, con una mezcla de orgullo y timidez, que ayer fui a la cama con tu remera, y que a la mañana la vi decaída y seca a la menta que me regalaste y que para alegrarla —o al menos darle un poco de alivio— la regué tanto que se armó una tormenta negra sobre los platos recién lavados.
Te contaría que en la casa de enfrente otra vez pusieron lucecitas de Navidad. Que la glicina está a punto de florecer y que me intriga saber de qué color serán los pétalos cuando se abran. Te diría que hoy anduve en bicicleta, que después llegué a casa, me tiré en el sillón, que recorrí con mi mente cada milímetro de tu cuerpo, y que mi gato me preguntó por vos.
Te diría que el silencio es un espacio que se hace, y que tu miedo también es el mío. Que extraño tirarnos sobre el piso de madera a respirarnos. Que te pienso y que pensarte es otra forma del amor.
Si viviéramos en otro tiempo, me tomaría todo el tiempo que no tengo para escribir esta carta, para contarte de mis planes al otro lado del río, de la playa de los acantilados a la que quiero que vayamos, de los besos que se multiplican en mi boca como medusas en época de apareamiento, y de cómo hoy logré arreglar la puerta rota de la alacena.
Te diría que el puente que ahora nos separa no es tan grande como la distancia —ese hueco inquieto— que se forma entre mi piel y mis órganos cuando no sé nada de vos. Si viviéramos en otro tiempo no tendría miedo de llenarte de palabras y adjetivos, de contarte con detalles, que a nadie le interesan, cómo las raíces de la suculenta que encontramos ahora se esparcen por el agua del frasco y parece que se abrazaran o que formaran venas y arterias imposibles. Te contaría, como si fuese un milagro, que alrededor de las raíces viven un montón de peces miniatura que son puras cabecitas que giran, cuerpos que bailan, inútiles, y que hasta parecen felices.
Si viviéramos en otro tiempo, te diría que te espero, que tenemos todo el tiempo del mundo y que no necesito ninguna palabra tuya. Te diría que no te quedes en el desierto, que acá están las aguas para que las nademos, para que flotemos y buceemos en ellas. Te diría —aunque sea mentira— que con mi mano puedo hacer que crezca un yuyo en el centro de tu pecho, un tallito verde que abra lo rígido, por donde pase el aire fresco, que te haga respirar, que arranque lo oscuro y vuelva todo más suave y etéreo.
Pero vivimos acá, entonces no te digo nada. O casi. Agarro el celular, miro tu estado de WhatsApp, me detengo en tu foto durante un rato, la foto que te saqué hace como tres siglos, y te escribo dos palabras que suenan como huesos rotos contra el teclado: “cómo va”. Dos palabras, sin mayúsculas ni puntos. Dos palabras blancas, secas, frías, para no invadirte, con un acento a punto de salir volando, desesperado. Te escribo y espero a que me respondas. Y espero con el corazón, no en el puño, no en mi pecho, no en tu mano, sino en ese punto inexacto del aire en el que están los mensajes cuando todavía no llegaron a destino. Una tilde azul. Silencio. “cómo va” y no digo nada de todo lo que quisiera decir. Y no hay cielos ni peces ni voces más allá de lo que vos quieras imaginar. De la forma insólita, del posible malentendido, que elijas darle a este mensaje absurdo que acabo de eliminar.