Mi padre hizo un solo gran viaje en su vida, cuando le tocó hacer el Servicio Militar en Río Gallegos, en el extremo sur de la Patagonia. Conoció la nieve y los barcos y cuando volvió al campo que mi abuelo arrendaba en Lincoln, un partido al oeste de la ciudad de Buenos Aires, en el corazón llano de la pampa húmeda, ya apenas si se movió. Él solía decir: “A mí me gusta viajar, pero a la noche quiero dormir en mi cama”. Hombre de a caballo, aprendió a conducir a los cincuenta y un años y nunca superaba los sesenta kilómetros por hora. Lo mareaba transportarse en ómnibus, ni hablar en barco y sobre su cadáver lo harían subir a un avión. Por eso nunca entendió mi obsesión por hacer el curso de paracaidismo en el Club Escuela de la ciudad de La Plata. ¿Qué clase de hijo trastornado decidía arrojarse al vacío desde mil metros de altura? Siempre quise ser diferente a mi padre, para que no se notara que éramos tan parecidos. Pensé que el paracaidismo me daría ideas para escribir, pero al cuarto salto comprendí que lo mejor era continuar el taller literario que había iniciado y suspendido con el escritor José “Pepe” Murillo.
Y fue esa elección de empezar a entender cómo se podía construir una estructura narrativa lo que terminó configurando el mapa de mi vida. Y fue por los libros que publiqué para jóvenes lectores que empecé a viajar seguido. Mi primer relato para niños habla del campo de mi infancia, de la mutación que sufrían los ranchos habitados cuando se quedaban solos y se convertían en taperas: casas abandonadas que normalmente habitaba el fantasma de algún antiguo residente. Historias de embrujos, de chicos que se aburrían, que deseaban irse pronto a la ciudad. Porque al principio el viaje de la imaginación fue corto: volví a mi paisaje de infancia. Fue por la acumulación de lecturas, de otros tiempos, de otras tradiciones, que entendí un concepto clave: todo nos pertenece. El dominio de un lector es el Universo. Mis viajes imaginarios podían llevarme a Londres, en el siglo XIX. A un pueblo de la campiña francesa, a lugares inventados; a Titán, cercanías de Saturno.
Un personaje de El extranjero misterioso, un relato de Mark Twain, se llamaba a sí mismo el Viajero. Vivía en una aldea medieval, en el centro de Austria, y una vez en toda su vida había visitado Viena. Con la perspectiva del paso del tiempo, la fanfarronería del “viajero” nos provoca ternura, pero me hizo pensar en cuando viajar era ir al pueblo de al lado. Ahora estamos en una bulimia viajera, en la era del turismo global, nada alcanza: recorremos el mundo y de pronto, si nos sorprende una pandemia, nos damos cuenta qué lejos estamos de casa. Las distancias son las mismas, los medios de transporte hacen magia: volamos enfundados en exoesqueletos de acero sobre los océanos. Ni qué decir de los millonarios que viajan al espacio y que dentro de algunos siglos provocarán la misma ternura del personaje de Mark Twain. Fanfarrones con dinero, que pagaron bien caro sus minutos en el espacio.
El mundo se abre, pero puede cerrarse a su antojo. Los países intercambian pasajeros hasta que algo patea el tablero y todos a casa, con suerte o, acaso, un tiempo varados en aeropuertos fríos. Una guerra, un virus. Tengo una noticia: hay un mundo que nunca se cierra. Un mundo que contiene todas las variaciones posibles de mundos. Ya saben de qué hablo. Los libros, nuestra máquina del tiempo, el lugar donde hablamos con los muertos y nos hacemos íntimos de Kafka. O de Roald Dahl, Balzac, Tolstoi.
Mi primer taller literario fue en la casa del escritor José “Pepe” Murillo en los tempranos ochenta. Era un escritor reconocido y premiado, especialmente en el género infantil y juvenil. Leíamos cuentos de Borges; o los poemas de Elvio Romero, el gran poeta de Paraguay. Me impresionaba mucho estar ante un escritor, pero eso no me impedía teclear en la máquina de escribir textos destinados al olvido, pero que conforman el ejercicio imprescindible de todo aprendiz. Nadie nace sabiendo. Yo sentía, con inalterable convicción, que en mi futuro estaba la construcción de maquinarias narrativas. Era imposible no ser escritor y parecía imposible llegar a serlo. Pero no tenía un plan B. Había que insistir.
En 1990 publiqué un libro compuesto por una treintena de cuentos breves. El más largo y que tituló al conjunto, No temas cuando la visita te salude, era, sin que yo lo supiera, un texto para niños. Años después, empecé a publicar cuentos en revistas como Billiken o La Nación de los Chicos. Las editoriales tradicionales armaban colecciones específicas, a la vez que surgían otras solo dedicadas al público infantil y juvenil. Una voz nueva, auténtica, surgió en Ganas de tener miedo (1998), mi primer relato para jóvenes lectores. Como si hubiera dejado de lado una tradición que me aplastaba, una falsa idea de lo que era ser escritor, algo que parecía venir por fuera de mí y no de lo que yo era. La alegría de la aventura, de la imaginación, aplicada a mi memoria personal, y a las lecturas acumuladas. Aprendí los mecanismos que nos llevan a poner esas imágenes en palabras, como un pintor usa su paleta de colores.
Cuando mi vida como escritor se encarriló, empezaron a llegar invitaciones. Para ferias, para escuelas de pequeñas localidades, apoyadas por el municipio o alguna fundación. Editoriales que se ponían en gastos y me llevaban de una ciudad a otra. Una de ellas me invitó a Asunción, mi primer viaje internacional. Poco a poco, empecé a notar el privilegio de mi humilde oficio, conocí todas las provincias de la territorialmente inmensa Argentina. De Misiones, Formosa y Jujuy en un extremo, hasta Ushuaia. Decenas de ciudades, pueblos, y algunas escuelas rurales. De un hotel cinco estrellas en Mar del Plata, con vista a una playa invernal; a un tristísimo albergue junto a la ruta, en las afueras de un pueblo, que las parejas usaban como refugio amoroso. En general, dignos hospedajes.
Un escritor viaja después del libro. Viaja después de que los lectores lo conocieron por esas historias. Entonces sobreviene un interés genuino y la expectativa ante la futura visita.
La mayoría de mis narraciones han nacido de viajes, con una fuerza irresistible. Las nuevas impresiones, el paisaje diferente, el acento de los lugareños, ese estímulo de un ambiente desconocido y también familiar, porque los libros son el santo y seña de la logia universal de los lectores. Las ideas y los viajes se llevan de maravillas.
En Huanguelén me cuentan una historia fantástica y un año después escribo una novela.
En Santiago del Estero, en una tarde tórrida, me llevan a conocer lugares emblemáticos. Poco después escribo una novela.
Llego a La Rioja a las dos de la madrugada. La terminal de ómnibus está afantasmada por la niebla. En torno a mí el silencio, las sombras. El taxista que me lleva al hotel me aclara que no es niebla, es polvo. Se ríe de mi sugestión y me aclara: “Esto no es Londres”.
Una profesora de Lengua me espera en una parada sobre la ruta, en Tanti, provincia de Córdoba. Vamos a su casa, situada en un mágico bosque serrano, donde el agua transparente baja desde las cumbres. Agua fría, piedras coloridas: mica, feldespato, cuarzo. Cuida una casa que perteneció a un santón: nace otra historia.
Y los chicos y chicas que preguntan: Al escribir, ¿elegís las palabras?
¿Para qué deberíamos leer los libros si lo que cuentan son cosas que no sucedieron?
¿En qué lugar de la casa escribís? ¿Cómo se te ocurren los cuentos? ¿Tu familia te apoyó? ¿Hasta cuándo vas a escribir? ¿Las cosas que contás te pasaron de verdad? ¿Alguna vez viste un fantasma? ¿Cómo te llamás?
Cuando un chico en su ingenuidad me preguntó si yo soñaba con ganar el Premio Nobel, no respondí con cinismo. Simplemente le dije, por respeto a su inocencia, que yo soñaba los sueños que no dependían de otros para realizarse. Pero como todo no va de premios, un chico, en el patio del colegio, me dijo:
—¡Autor! ¿Me podrías atar los cordones?
Y sí, le até los cordones.
Antes o después les contaré por qué me gusta leer, por qué escribo y cómo esas dos acciones, leer, escribir, producen una alquimia ilimitada en el devenir de los días. Y así cómo no podemos ver el movimiento de la planta mientras crece; sin embargo, la planta crece.
Un pedazo de tirante —convertido en escultura— de la vieja estación de ferrocarril de Alejo Ledesma, en la provincia de Córdoba. El fragmento de un meteorito recogido del Campo del Cielo, en los límites del Chaco y Santiago del Estero. Un cuadro que pintó Gabriel Jesús Díaz, un joven pintor de Uquía, en Jujuy, un pueblo enclavado en la Quebrada de Humahuaca. Cartas. Una bandeja para desayunar.
Al revés de mi padre, me convertí finalmente en un escritor viajero y aunque me encanta dormir en mi cama, también me gusta extrañarla. La demasiada placidez atenta contra la inspiración.