Nota del editor: El “Techo de la Ballena” fue un emblemático grupo artístico y contracultural que surgió en Venezuela, a comienzos de los años 60. Entre sus integrantes estuvieron, además de Adriano González León (1931-2008) y Daniel González (1934) —escritor y fotógrafo, respectivamente, autores del libro Asfalto-Infierno, publicado en 1963 por la editorial del grupo—, Juan Calzadilla (1931), Caupolicán Ovalles (1936-2001), Carlos Contramaestre (1933-1996), Salvador Garmendia (1928-2001) y Francisco Pérez Perdomo (1930-2013), entre otros. Los textos aquí publicados son una buena muestra de la propuesta estética promovida por esa agrupación crítica ante el proceso acelerado de transformación que vivió Venezuela, que pasó de ser un país esencialmente rural a otro predominantemente urbano, como resultado de la riqueza petrolera. En estos textos se pone de relieve una fuerte crítica a esa vida mecanizada y alienante, que tiene como escenario a la ciudad, así como una denuncia de la violencia urbana y política que signó al país durante la coyuntura histórica en la que se opusieron visiones de los intelectuales y artistas; unos, en apoyo del inicio de una importante etapa de la democracia representativa impulsada por el gobierno de la época y otros, en favor de la Revolución Cubana y de los movimientos guerrilleros, en el contexto de la Guerra Fría.
BESTIA AFILADA Alzar la cara hacia donde se supone cielo abierto defrauda a primer toque de ojo. Desde allá caen las luces de los autos, pasan las luces de los autos, pájaros disparados como en la montaña rusa de los parques de diversiones. Ciudad de circulación celeste, marcada por el neón, invención veloz del concreto pretensado. Y pasan mil faros más. Mil faros más. Por arriba, por su cabeza, el culo de los automovilistas sobre su cabeza, mi cabeza cortada por el guardafangos, chita de humo de escape, tres neumáticos contra ella, gomas, ruedas, gomas, inflección respiratoria, todos los mecanismos hidráulicos, las cabezas de las gentes implorantes y abobadas por los anuncios, usted o yo, cualquiera, así, con los brazos en cruz, ofendidos, saltando como animal por entre las líneas blancas que acogen al peatón, pobre, desabrido, con el gran rostro de imbécil y el agente que levanta contra usted un brazo así, que levanta el otro así, monigote con el seso volado a pitados mientras los autos nos embarran, grasa asquerosa, humo, papeles, mierda, rito y devoción del tetraetilo de plomo que nos embarga cada día. Existe además toda una propensión a imitar, a resguardarse. Militantes de un safari urbano, hay que vérselas con bestias bien afiladas en los talleres. Se corre, vale decir, se salva la vida. Se dan dos pasos adelante, se ve a la izquierda, se ve a la derecha, se devuelve, se detiene en la isla, la luz roja protege, la luz verde del otro lado lanza sobre una su invasión de jabalíes. No se trata de cobrar ninguna presa. Se trata de salir al otro lado, jadeantes, desesperados, para un minuto de resplandor por la mujer que pasa, y volver a empezar, la otra calle, la avenida, las avenidas todas, los autos girando, las ruedas, los pies, la ciudad íntegra al borde de una explosión.
LOTERÍA DEL VESTIDO Parcelero duro en la asunción urbana, a media vuelta de calle, cualquiera se deslumbra o tropieza escandalizando a todos los vientos y ventanas. Uno hace el transeúnte y le cuecen los tobillos por nada. Usted o yo o el vecino canjeamos colillas por un polvo demasiado barato, temblor del autobús, tener que seguir resbalando la mugre en el pañuelo hasta la entrada del cine y después comienza todo así: mujer bella, culetazo, mujer triste, a empujones, y uno queriendo cogerle el ruedo de la falda con la boca y el vendedor de maní, puerca parida, quema las hojas de la plaza con el humillo, quema cualquier vaina, se borra. Ayer, con los aullidos, era lo mismo. Hace algunos días, cuando llovía, también era lo mismo. Y todos se empeñan en seguir, cosquilleando o tragándose sus frutas importadas sin el menor pudor. ¿Cuál pudor? Ese, no ve, hombre… si todos van así… ¿Cómo? ¡Vestidos!… Se da cuenta… ¡Vestidos! Deje que el viento pase, a salto de iguana, babeando los cartones los afiches los tubos de neón, babeando la acera y se verá que todos andan, uno dos, cáscara tragada, uno dos, mirando las escaleras y otra vez el asfalto infierno: costra que humea al sol, residuo de la primera industria del país, orgullo, potencia básica de la nacionalidad por donde trota el orden constructivo de la democracia y la elección mayoritaria de las urnas. Sublévese, desordénese usted. Pero entonces, al brotar la esquina, allí mismo a media cuadra, se le ofrece una lotería del vestido. Ganancia terrenal junto a la obscenidad ciudadana de andar siempre cubiertos. Ganancia de la vida imperecedera, porque la posibilidad es celeste al precio de un millón. Hasta allí amenaza la impudicia, con telas. Después de todo son paños celestiales, tintes raros, finos reclamos importados. Compiten en el aire y ello es bueno. Celebrable el soberano humor de quien comercia con mortajas, justo en el espacio abierto, anunciando en la cornisa por donde pasa la metralla. Su malicia nos adivina cadáveres desnudos. Cualquiera nos hubiera visto así, gordos de salpicaduras, sin morder frutas, pajizos tras la mujer que brilla sobre la acera. Dispuestos ante la calle, no importa, hediondos e higienizases, la ciudad aporta hallazgos e incandescencias, malos sabores, pobre piso de restaurant, asqueados, pero al fondo o al fin, decimos así, no hay fin ni estamos cansados y algo puede acontecer furioso a los traspiés o paso firme. Se nos sabe amenazados de vida.
HIEROFANÍA INVERTIDA Hace miles de años los hombres apesadumbrados por la desolación terrestre, decidieron repartirse el cielo. Riego de los bosques, migas para los pájaros en bandada, pesca milagrosa o frutos perfectos para la voracidad de sus reyes, la tierra, es decir, su contenido, sólo era lamentable sombra reflejada desde arriba. Todo nuestro espacio circundante resultó deleznable y perecedero. En lo alto la verdad única: la semilla de la cual salen nuestros brazos escuálidos. Y continuó durante mucho tiempo el negocio celeste. De los puñados de dioses se pasó a los tercetos, hasta arribar al único: el puñado transformado en índice acusador, un solo índice verdadero, un solo ojo, un solo triángulo que estuvo molestando a Caín por el delito de tragar buenas hierbas. Hoy, a distancia de aquella persecución, el hombre a comenzado a desconfiar de ciertas equivalencias. Lo alto ha quedado para provocar lluvias, los fuegos de artificio y el rastro de los teledirigidos. Cadáveres que sobrepasan cualquier cifra elegible, incendios, alianzas, prontuarios ampliados de las policías rurales, perros amaestrados en los latifundios y grupos imperturbables que todavía disparan en los montes, prueban que los hombres han decidido repartirse la tierra. Se hace la inversión y es nuestro miserable abajo quien condiciona un cambio celestial. Arriba, las nubes son solamente una emanación blanca o morada de las ciudades, un trazo oscuro proyectando los animales y los árboles de campo. Los pocos que aún conceden otras virtudes al ozono, no dejan de precaverse contra el furor agrario. Aún en el momento de golpear con sus nudillos roñosos las no menos roñosas puertas del paraíso, un alto sentido de la propiedad privada les recuerda adquirir parcelas para los restos. Temen que un viento nuevo disperse, justamente hasta el cielo, el polvo de sus huesos.
Textos por Adriano González Leon
Fotografías por Daniel González