Misericordia: Puñal con que solían ir armados los caballeros de la Edad Media para dar el golpe de gracia al enemigo.
Diccionario de la Real Academia
Arrebujada en la manta eléctrica, Eleanore Wharton ignoró el primer timbrazo del despertador. El segundo sonaría dentro de un cuarto de hora, más enérgico, más cargado de reproches en nombre de la disciplina, y si continuaba durmiendo tendría que padecer cada cinco minutos un chillido insidiosamente calculado para transmitirle, hasta el fondo del sueño, un sentimiento de culpa. Odiaba el despertador, pero lo consideraba una buena inversión. Sin duda los japoneses hacían bien las cosas. El vicio de quedarse aletargada entre las sábanas le había costado varios descuentos de salario. Ahora, con el auxilio de la alarma repetitiva, se había vuelto casi puntual. Ya no la regañaban tan a menudo en Robinson & Fullbright, la empresa donde trabajaba como secretaria ejecutiva desde hacía veinte años. Arrastraba, sin embargo, una injusta fama de dormilona que no quería desmentir. Sus jefes eran hombres y los hombres no tenían menopausia. ¿Cómo explicarles que a veces amanecía deprimida, sin ganas de trabajar, enfadada consigo misma por haber cruzado la noche con su cadáver a cuestas?
Hoy estaba recayendo en la indolencia. No se levantó con el segundo timbrazo: los japoneses podían irse al infierno. Lo malo era que habían logrado su propósito. Estaba despierta ya, tan despierta que reflexionó sobre la función cívica del sopor. Dios lo había inventado para que los hombres despertaran aturdidos y no pudieran oponerse al mecanismo inexorable de los días hábiles. Pero ella se había levantado sin lagañas en el cerebro, absurdamente lúcida, y nada le impedía pensar que su indolencia era tan acogedora y tibia como la cama. Sacó una mano del cobertor y buscó a tientas el vaso de agua que había puesto sobre la mesita de noche. Por equivocación tomó el que contenía su dentadura postiza y bebió el amargo líquido verde (Polident, for free-odor dentures) que la preservaba de impurezas. ¡Qué asco tener cuarenta y nueve años! ¡Qué asco levantarse lúcida y decrépita!
Pensó en su colgante papada, en la repulsiva obligación de “embellecerse”. Otro motivo más para faltar al trabajo: una vieja como ella no tenía por qué hacer presentable su fealdad. Al diablo con los cosméticos y las pinturas. Que la hierba y el moho crecieran sobre sus ruinas; de todos modos, nadie las miraría. Se había divorciado a los treinta, sin hijos, y desde entonces evitaba el trato con los hombres. A sus amigas las veía una vez al año, por lo general el día de Thanksgiving. Nunca las buscaba porque a la media hora de hablar con ellas tenía ganas de que la dejaran sola. Su individualismo lindaba con la misantropía. Se guarecía de la vida tras una coraza inexpugnable y rechazaba cualquier demostración de afecto que pudiese resquebrajarla. Odiaba ser así, pero ¿cómo remediarlo? ¿Tomando un curso de meditación trascendental? Corría el peligro de encontrarse a sí misma, cuando lo que más deseaba era perderse de vista. No, la meditación y el psicoanálisis eran supercherías, trucos de maquillaje para tapar las arrugas del alma (un sorbo de agua pura le quitó el amargo sabor de boca) y ella necesitaba una restauración completa, un cambio de piel. Eleanore Wharton era un costal de fobias. ¿Por qué tenía que oír su voz dentro y fuera del espejo? Si al menos variara el tema de sus monólogos podría soportarla, pero siempre hablaba de lo mismo: la comida grasosa era mala para la circulación, Michael Jackson debería estar preso por corromper a los jóvenes; en este mundo de machos las mujeres de su clase no podían sobresalir, los hombres querían sexo, no eficiencia, la prueba eran los ejecutivos de la oficina, tan severos con las viejas y tan comprensivos con las jovencitas, pero nunca más permitiría que le descontaran dinero por sus retardos, eso no, por algo había comprado el despertador japonés con alarma repetitiva que ahora le ordenaba salir de la cama con chillidos atroces: wake up fuckin’ lazy, ¿estás triste, puerca? Pues muérete de amargura, pero después de checar tarjeta.
Desconectó el reloj en franca rebelión contra Robinson & Fullbright. Llegaría tarde a propósito. No iba a desperdiciar una buena crisis existencial por complacer a sus jefes. Prendió el televisor desde la cama. La noche anterior había grabado un programa especial de Bob Hope y quería cerciorarse de que su casetera no le había jugado una mala pasada. El aparato, como de costumbre, había hecho uno de sus chistes. Lo tenía programado para grabar a partir de las doce y ahora veía en la pantalla el noticiero de las 11:30. Maldita Panasonic. Lo más latoso de sus descomposturas era tener que lidiar con el técnico de la empresa. Si mantenía las distancias y cruzaba con él unas cuantas palabras, las indispensables para explicarle cuál era la falla, se creaba una situación tensa, insoportablemente formal, pero cuando le ofrecía café y trataba de romper el hielo sentía como si expusiera su intimidad en una vitrina. ¿Por qué no inventaban aparatos que arreglaran otros aparatos?
El noticiario exhibía imágenes frescas del terremoto de México: edificios en ruinas, campamentos en las calles, mujeres que recorrían largas distancias para llenar baldes de agua. Pobre país. ¿Dónde quedaba México exactamente? ¿Junto a Perú? El hombre de la NBC hablaba de veinte mil muertos. Había sobrevivientes entre los escombros, pero faltaba maquinaria para rescatarlos. También escaseaban la ropa y los víveres. Toma de la marquesina de un hotel con un reloj detenido a las 7:19. “Los mexicanos nunca podrán olvidar esta hora, la hora en que la tierra quiso borrar del mapa la ciudad más populosa del mundo”. Corte a un edificio desplomándose. Corte al presidente agradeciendo la ayuda internacional. Se veía muy blanco para ser mexicano. Corte a gente del pueblo arrodillada en una iglesia. “En este escenario de dolor y tragedia los niños que han quedado sin familia y sin hogar son las principales víctimas”. La cámara tomó a un niño semidesnudo que lloraba junto a las ruinas de una vecindad. “Niños como éste buscan desesperadamente a sus padres —el locutor fingió tener un nudo en la garganta— sin sospechar que nunca volverán a encontrarlos”.
Eleanore sintió una punzada en el corazón. ¿El niño lloraba lágrimas negras o las teñía de negro el polvo de sus mejillas? Llevaba un suéter agujereado que a juzgar por el temblor de su cuerpo no lo protegía del frío. Tendría dos o tres años y sin embargo su cara convulsa, hinchada por el llanto, expresaba la desolación de un anciano que hubiera visto cien guerras. Tras él se levantaba, recortada contra un horizonte plomizo, una montaña de cascajo por la que trepaban bomberos y rescatistas con tapabocas. La información sobre el terremoto finalizó con un close up del niño.
Regresó el casete para verlo de nuevo. Ese pobre ángel vivía en México, pero, ¿dónde estaba México? Era el país de los mariachis que cantaban tango, de eso estaba segura, pero no podía ubicarlo geográficamente. Congeló la imagen para estudiar al niño con detenimiento. Parecía desnutrido. Ella tenía la nevera llena de t.v. dinners (dietéticos, por supuesto) y se regodeaba contemplando a una criatura que lloraba por un mendrugo de pan. Egoísta. ¿Con qué derecho permanecía en la cama lamiéndose las heridas mientras había en el mundo tantos niños infelices y dignos de compasión? Alguien tendría que llevarlo a un orfanatorio, si acaso quedaban orfanatorios en pie. Increíble pero cierto: estaba enternecida. El pequeño damnificado le había devuelto las ganas de luchar. Hubiera querido meterse al televisor para consolarlo, para decirle que no estaba solo en el mundo. Saltó de la cama con el amor propio revitalizado. Eso era lo que necesitaba para sentirse viva: una emoción pura. Desde la oficina llamaría al técnico de la Panasonic y hablaría con él como una cotorra.
Ocupada en escribir contratos de propiedad inmobiliaria y hacer llamadas al registro catastral, no tuvo tiempo de pensar en su nueva ilusión hasta pasadas las doce, cuando escuchó un comentario del señor Fullbright sobre el terremoto de México. Lo que vio por televisión le había parecido tan pavoroso, tan impresionante, que nunca más iría de vacaciones a Acapulco. Miserable. ¿Cómo se atrevía a invadir un territorio sentimental que le pertenecía por derecho propio? Apostaba cien dólares a que había cambiado de canal para no ver la telenovela de los huérfanos mexicanos.
Después del lunch, aprovechando la ausencia de su jefe, consultó la enciclopedia que tapizaba la sala de juntas. México limitaba al norte con Estados Unidos y al sur con Guatemala. Costaba trabajo creer que Sudamérica estuviera tan cerca de Estados Unidos, pero el mapa no dejaba lugar a dudas: había menos de tres pulgadas entre su pueblo, Green Valley, y la ciudad malherida donde lloraba una criatura sin hogar, sin familia, sin amor.
Al regresar a casa volvió a encender la videocasetera. Nuevos y más intensos pálpitos de misericordia le cimbraron el pecho. Rompiendo su costumbre de no comer después del dinner hizo una cazuela de palomitas, puso a todo volumen el “Himno a la alegría” en versión de Ray Coniff y se arrellanó en la cama para ver la carita convulsa y adorable del niño mexicano que sentimentalmente ya le pertenecía. Dios lo había puesto en su televisor cuando faltaban cuatro días para que saliera de vacaciones. La orden celestial no podía ser más clara: corre a buscarlo, sálvate amando a ese pedacito de carne. Se llamaría Roger, no importaba cómo lo hubiera bautizado su madre. El mejor homenaje para la difunta sería criar al huérfano en un ambiente sano que le hiciera olvidar el trauma del terremoto. El boleto de avión a México no podía ser muy caro. Y aunque lo fuera: estaba dispuesta a hacer sacrificios desde ahora.
El hotel que le recomendaron en la agencia de viajes tenía la ventaja de estar pegado a la embajada estadounidense, adonde se dirigió en primer lugar para saber cuáles eran los trámites de adopción en el país. El joven que atendía la ventanilla de información le dijo que adoptar un niño en México era bastante complicado. El gobierno pedía muchos requisitos a los extranjeros, pero en las circunstancias que atravesaba el país quizá hubiera la consigna de agilizar el papeleo. No quería desanimarla, pero el trámite podía tardar más de un año.
Salió de la embajada con una sonrisa de optimismo. Bienvenidas las dificultades: ella demostraría que el amor las vence todas. Tenía el propósito de buscar al niño científicamente. Antes que nada, enseñaría el videocasete a la gente de la NBC para que le dijeran dónde habían encontrado al huerfanito. En la recepción del hotel obtuvo la dirección de la oficina de corresponsales extranjeros. La deletreó con serias dificultades a un taxista enemigo del turismo que no puso empeño en descifrar su balbuceante español y acabó arrebatándole la tarjeta de mala manera. El recorrido por las calles de México fue una sucesión de sorpresas, la mayoría desagradables. La ciudad era mucho más imponente de lo que suponía. Más imponente y más fea. Vio tantos perros callejeros que se preguntó si no serían sagrados, como las vacas en la India. ¿Por qué nadie se ocupaba de ellos? Los gigantescos charcos podían ser efecto del terremoto, concediendo que hubiera dañado el drenaje, pero ninguna catástrofe natural justificaba la proliferación de puestos de fritangas, el rugido ensordecedor de los autobuses, la insana costumbre de colgar prendas íntimas en los balcones de los edificios. El paisaje no mejoraba en el interior del taxi. El conductor tenía cara de asesino, pero llevaba el tablero del coche abarrotado de imágenes religiosas. ¿A quién podía rezarle un troglodita como él, que arriesgaba la vida de sus pasajeros con tal de ganar un metro de terreno y gritaba horribles interjecciones a otros automovilistas igualmente inciviles?
En la oficina de corresponsales extranjeros esperó más de dos horas al camarógrafo Abraham Goldberg, única persona que a juicio de la recepcionista podía ayudarla. No le gustaba nada tener que hablar con un judío. Tampoco la conducta de los reporteros y las telefonistas que pasaban a su lado insultándola con la mirada. ¿Creían que había ido a vender una grabación? Malditos chacales. Como ellos ganaban buenos dólares con el espectáculo del terremoto, no comprendían que alguien perdiera tiempo y dinero por una causa noble. Abrazando el videocasete permaneció en su puesto. Era como abrazar a Roger, como protegerlo de aquella turba inhumana. Tenía sed, pero no tanta como para tomar agua del bebedero que había frente al sillón de visitas. El agua de México era veneno puro, lo había leído en un artículo de Selecciones. Incluso los refrescos embotellados tenían amibas. No señor, ella no iba a caer en la trampa. Sólo bebería su agua, el agua cristalina y pasteurizada que había traído de Green Valley en higiénicas botellas de plástico.
Abraham Goldberg resultó ser tal y como lo había imaginado: narigón, antipático, de pelo crespo y especialmente hostil con la gente que le quitaba el tiempo. No entendía o fingía no entender su petición. “¿Pero usted quiere adoptar a ese niño en especial? ¿Cree que podrá encontrarlo entre 18 millones de habitantes? ”. A Eleanore le sobraban ganas de hacerlo jabón, pero mantuvo la calma y respondió con su mejor sonrisa que no deseaba molestarlo, sólo quería un poco de ayuda para localizar al niño. Goldberg le prometió hacer algo y fue a cambiar impresiones con un reportero que estaba escribiendo a máquina. Desde lejos Eleanore los oyó reír. La tomaban por loca. Claro, para ellos tenía que estar loca cualquier persona de buenos sentimientos. El compañero de Goldberg, más amable o más hipócrita, la llevó a un cuarto donde había una videocasetera. Vieron la escena del noticiero. Del niño se acordaba, pero no del nombre de la calle. ¿Por qué tanto interés en adoptar a ese niño si había muchos otros huérfanos en la ciudad? Eleanore se sintió herida. Por lo visto, la gente de la televisión era de piedra. ¿No comprendían que ese niño, ése en particular, había despertado su instinto maternal, y los instintos maternales eran intransferibles? Haciendo un esfuerzo por serenarse pidió al reportero que tuviera la gentileza de llamar a un colega mexicano. El hombre de la NBC hizo un gesto de fastidio.
—Se lo suplico. A una persona de la ciudad no le costará trabajo identificar la calle. Vine desde Oklahoma por este niño. Si usted no me ayuda estoy perdida —sollozó.
Minutos después llegó al cuarto un mexicano bilingüe. Aseguró sin titubeos que el niño estaba en la calle Carpintería, una de las más devastadas de la colonia Morelos. Eleanore memorizó los nombres al primer golpe de oreja. Dio efusivamente las gracias al mexicano y con menos calidez al reportero de la NBC. Ya de salida, cuando esperaba el ascensor, creyó escuchar que la despedían con risas.
Al día siguiente contrató en el vestíbulo del hotel a un guía de turistas que le ofreció sus servicios de intérprete por diez dólares diarios. Se llamaba Efraín Alcántara. De joven había conocido en San Miguel Allende a una profesora tejana (you know, a very close friend, fanfarroneó al presentarse) que le dio clases de inglés. Tenía el pelo envaselinado, el bigote canoso y los modales de un galán otoñal.
A Eleanore le pareció un abuso de confianza que la tomara de la cintura para cruzar Paseo de la Reforma y repitiera la cortesía cuando bajaron del taxi en la zona acordonada por el ejército. Efraín sostuvo una larga conversación con el soldado que impedía el acceso a la calle. “Estoy diciéndole que somos parientes de unos damnificados, a ver si nos deja pasar”, le informó en inglés. El militar no daba señales de ablandarse. Vencido por su intransigencia, Efraín volvió con ella y le susurró al oído “Este quiere dinero. Deme cinco mil pesos”. Eleanore dudó un momento. No le gustaba prestarse a corruptelas. Lo correcto sería denunciar al soldado y obtener un permiso para entrar a la calle legalmente. Pero nada en ese país era correcto, y si quería encontrar a Roger tenía que seguir las reglas del juego. Sintiéndose criminal entregó el dinero a Efraín. El soldado los dejó pasar por debajo del cordón sin hacer un gesto que denotara vergüenza o turbación. Seguramente le parecía muy justo recibir sobornos.
Al incursionar en la zona de derrumbes, Eleanore percibió un lúgubre olor a carne descompuesta. Efraín había vuelto a tomarla de la cintura. Apartó su brazo con brusquedad (lo sentía obsceno, impertinente, lúbrico) y se tapó la nariz con un pañuelo. Había edificios totalmente pulverizados. Otros, retorcidos como acordeones, sólo esperaban un soplo de viento para venirse abajo. Sus antiguos habitantes, amontonados en casas de campaña, los vigilaban desde la calle ansiosos de recuperar muebles y pertenencias. ¿Cómo podían respirar ese aire de muerte y mantenerse tan joviales, como si asistieran a un picnic? Donde sólo quedaban escombros trabajaban las grúas, removiendo los bloques de concreto con extremada cautela. Efraín explicó a Eleanore —otra vez la oprimía con su pegajosa manita— que si trabajaban más aprisa corrían el riesgo de aplastar a posibles sobrevivientes. Ella asintió con desgana. No había venido a México a tomar cursos de salvamento. Examinaba con minuciosidad todas las ruinas en busca del escenario donde había visto a Roger. Tenía la corazonada, tan absurda como intensa, de que lo encontraría en el mismo sitio donde lo retrató la NBC.
Tras dos horas de búsqueda infructuosa, Efraín le pidió que fuera razonable. Nada ganarían buscando la vecindad en ruinas del noticiero. Quizá la hubiesen demolido ya. Sería más conveniente mostrar a los vecinos la foto del niño y preguntar si alguien lo conocía. Eleanore aceptó por cansancio, no por convencimiento, el sensato consejo de su intérprete. Más que de Roger se había prendado de su conmovedora imagen, y temía que su naciente amor no resistiera la desilusión de hallarlo con otro pasaje de fondo. Recorrieron casa por casa, incluyendo las de campaña, con la esperanza de que alguien lo identificara. La borrosa foto de Roger, producto imperfecto y deforme del coito visual entre su Polaroid y la pantalla televisiva, era un pésimo auxiliar en la investigación. Algunas personas la miraban con curiosidad, otras apenas la veían, pero al final todos negaban con la cabeza en una reacción que, vista cuarenta veces, acabó con la paciencia de Eleanore. ¿No estarían escondiendo al niño? ¿Querrían dinero a cambio de la información?
Llegaron al final de la calle sin haber obtenido una sola pista. Cuando iba saliendo, vencida y rabiosa, de la zona acordonada por el ejército, una mujer que había visto la foto la interceptó para darle una excelente noticia. El martes habían llevado a los huérfanos de la colonia a una clínica del Seguro Social. La camioneta recogió por error a uno de sus hijos y tuvo que ir a buscarlo. Había retehartos niños en esa clínica, tal vez ahí estuviera el que buscaban. Efraín apuntó la dirección y Eleanore musitó un “mouchas gratzias” que le salió del alma, del mismo rincón del alma donde tenía grabada la imagen de Roger.
A primera hora de la mañana se presentó en la clínica, después de haber dormido poco y mal por culpa de un mosquito. Había ya más de cincuenta personas en la cola para ver a los huérfanos. Efraín sacó una ficha de visita en la recepción. Dijo a la empleada que eran marido y mujer y luego contó su chiste a Eleanore con el regocijo de un adolescente pícaro. “Usted se cree muy gracioso, ¿verdad?”, respondió ella, irónica y despectiva. Efraín ya estaba cansándola con sus galanterías y sus manoseos de latin lover: sabía perfectamente bien que había venido a México en busca de un niño, pero la trataba como a una mujerzuela en busca de aventuras. ¿Pensaría el estúpido que le pagaba los diez dólares diarios para llevárselo a la cama? El desaseo de la clínica era tan irritante como sus insinuaciones. Entendía que en una situación de emergencia hubiera enfermos en los pasillos, pero eso no disculpaba a las negligentes afanadoras que dejaban al descubierto las bandejas de comida y echaban algodones sanguinolentos en las tazas de café.
Avanzando con desesperante lentitud llegó a una sección del pasillo donde la cola se cortaba abruptamente. La causa: un esplendoroso vómito desparramado en el suelo. “Pero, ¿cómo es posible que nadie venga a limpiarlo?”, reclamó a Efraín, convirtiéndolo en embajador de México ante su náusea. El intérprete se encogió de hombros, avergonzado. Eleanore lo aborreció más que nunca. Muy hombre para los coqueteos, pero a la hora de protestar se acobardaba. Con el olor del vómito pegado a la nariz abandonó su lugar en la fila y tomó asiento en una banca desvencijada. Empezaba a tranquilizarse cuando sintió en el hombro la repugnante mano de Efraín. —¡Keep your place in the row! —le ordenó, librándose de sus garras con un violento giro—. And please, if you want your money don’ t touch me anymore. A modo de disculpa, Efraín murmuró que sólo había querido preguntarle si quería un café. Retornó su lugar en la cola y desde ahí le dirigió una mirada rencorosa. ¿Se había enojado? Pues que renunciara. Sobraban pajarracos como él en todos los hoteles.
La sala de los huérfanos era una bodega improvisada como guardería. Los grandecitos, ojerosos de tanto llorar, miraban a los visitantes pegando las caras a un ventanal. Muy bien: aquí sí había una atmósfera de dolor humano como la del noticiero. Con el rostro de Roger en el pensamiento, Eleanore examinó a todos los niños de su edad. Por simple arbitrariedad sentimental descartó a los risueños: forzosamente Roger tenía que llorar, pues las lágrimas eran la mitad de su encanto. Se concentró en los llorones. No estaba entre los de la primera fila y en la segunda reinaba una incomprensible alegría. Más atrás había un chiquitín que se le parecía un poco. Pero no, la cabeza de Roger era redonda y ese niño la tenía alargada como un pepino. Por lo visto había hecho la cola en balde. Únicamente le faltaba examinar a un pequeño, el más llorón de los llorones, que hasta entonces le había dado la espalda. No llevaba calzoncito: buena señal, tampoco lo tenía su pedazo de cielo. De pronto el niño volteó y fue como si en su mente cayera un relámpago: ¡Ahí estaba Roger, angelical, triste, desvalido, llorando como en el reportaje del terremoto!
—¡Es el mío, ese de atrás es hijo mío! —gritó en ese momento una señora mexicana, señalando al mismísimo Roger.
Eleanore adivinó lo que se proponía la mujer, y olvidando la barrera del idioma gritó en inglés que aquel niño era huérfano y ella venía desde Oklahoma para adoptarlo. Efraín tradujo sus alaridos a la trabajadora social que cuidaba la guardería. Tanto Eleanore como su rival querían tocar al niño, que ahora, con los jalones de las dos mujeres, tenía sobrados motivos para desgañitarse.
—¡Sáquese a la chingada, gringa apestosa! Este es hijo mío, se llama Gonzalo —la mujer se volvió hacia Efraín—. Dígale que lo suelte o les doy a los dos en toda su madre.
Un médico llegó a pedir compostura y a tratar de resolver el enredo. Que las señoras mostraran documentos o fotografías del niño para saber quién era la verdadera madre. Eleanore se apresuró a sacar la foto de su bolso. La otra mujer no llevaba foto, pero sí un acta de nacimiento.
—No le haga caso a esta vieja loca, doctor. Yo soy la mamá de a de veras, quítele la camiseta al escuincle y verá que tiene un lunar arribita de su ombligo.
Ahí estaba el lunar, en efecto. Eleanore enmudeció. Habría podido seguir con la disputa, pero ya no estaba tan segura de haber encontrado a Roger. Aquel niño tenía los ojos rasgados, parecía un japonesito, y ella, que tanto apreciaba los aparatos japoneses, odiaba visceralmente a sus fabricantes. Pidió a Efraín que la disculpara con el doctor y con la madre del pequeño samurai. Estaba muy apenada, todo había sido un lamentable malentendido…
Corrió hacia la calle, procurando mantener la cabeza en alto por si acaso la vomitada seguía en el suelo. Mientras aguardaba el taxi, con Efraín escoltándola a prudente distancia, el aguijón de la duda volvió a trastornarla. ¿Y si a pesar de todo el niño fuera Roger? Quizá la televisión había cambiado un poco sus facciones. La mujer que lo reclamaba podía ser una explotadora de niños que aprovechaba el terremoto para conseguir carne fresca. Y ella lo había dejado en sus manos, lo había condenado a la desnutrición, a la delincuencia, a malvivir en una de esas horrendas chozas donde se hacinaban diez o doce personas en un ambiente insalubre y promiscuo. Dio media vuelta y caminó rumbo a la clínica. Tenía que rescatarlo. Efraín fue tras ella y se le interpuso antes de que atravesara la puerta.
—Espérese. ¿Adónde va?
—Por el niño. Es mío. Lo he pensado mejor y creo que esa tipa es una ladrona.
—Pues lo hubiera pensado antes de hacerme pedir disculpas. Ahora no podemos hacer otro escándalo.
—Si no quiere acompañarme, quítese —Eleanore intentó sacudírselo de un empujón y Efraín la metió en cintura con una bofetada.
—Óigame bien, señora. Ya me cansé de aguantar sus idioteces. Tome su dinero, yo hasta aquí llego. Nomás quiero advertirle una cosa: más vale que se calme o va a terminar en la cárcel. No está en su país ¿entiende? Si es verdad que tiene tan buen corazón adopte a otro niño. ¿Por qué a fuerza quiere adoptar a ese?
—Le digo que se haga a un lado. No acepto consejos de cobardes que golpean a las mujeres. Déjeme entrar o llamo a la policía.
—¿Sabe una cosa? Usted está loca. Métase, ándele, haga su escenita y ojalá de una vez le pongan camisa de fuerza.
Dando zapatazos en la banqueta, Efraín se alejó hacia la parada de las combis. Eleanore guardó en su monedero los diez dólares. La bofetada le había devuelto la cordura y antes de volver a la sala de los huérfanos hizo una pausa reflexiva. Pensó en los ojos rasgados del niño, en el coraje de su presunta madre. A Roger lo defendería con alma, vida y corazón, pero sería estúpido luchar con esa víbora por un impostor.
Regresó al hotel acalorada y deprimida. Media botella de agua purificada le quitó la sed, mas no el desasosiego. Efraín había dado en el clavo: estaba loca. El capricho de buscar específicamente al niño del noticiero sólo podía echar raíces en un cerebro enfermo. A las personas normales que adoptaban niños las animaba la generosidad. Lo suyo era vil y sórdido. Roger no le importaba, eso tenía que admitirlo. Simplemente se gustaba en el papel de madre adoptiva. Y creyendo ingenuamente que prolongaría ese idilio consigo misma si encontraba al niño, había venido a México sin tomar en cuenta que la NBC pudo mentir acerca de su orfandad, o incluso, a falta de imágenes amarillistas, mostrar a una víctima de otro terremoto, el de Managua o el de Guatemala, para engañar a su indefenso auditorio de robots. Eran capaces de eso y más. Había visto ya cómo se comportaban. Sin duda le habían dado una dirección cualquiera para quitársela de encima. Bien hecho, muy bien hecho. No merecía mejor trato una vieja cursi como ella. Lo justo era tenerla dando vueltas en una ciudad de 18 millones de habitantes hasta que se cansara de hacer el ridículo. Pero no les daría el gusto de regresar con las manos vacías. Aunque su misericordia tuviera un fondo egoísta y aunque ya no soportara un minuto más en México, seguiría buscando a Roger. Era una cuestión de autoestima. No se imaginaba de vuelta en Oklahoma sin el niño, en quien vería encarnado lo más noble y lo más tierno de su neurosis.
Buscó tres días más en hospitales, albergues y delegaciones de policía. Consiguió que anunciaran su causa en la radio. Aprendió a colarse en las zonas bajo control del ejército y husmeó cuanto pudo entre las ruinas del sismo. Fue inútil. A Roger se lo había tragado la tierra. Como no le gustaban las mentiras, decía sin rodeos que no era pariente del niño, que lo buscaba por simple amor al prójimo, y entonces invariablemente venía la sugerencia, cordial a veces, a veces impaciente y grosera, de que adoptara cualquier otro niño. Los mexicanos no sabían decir otra cosa. Iba muy de acuerdo con su carácter ese prejuicio contra los afectos unipersonales y exclusivos. Paseando por la ciudad había notado que sólo eran felices en grupo y más aún cuando el grupo se volvía muchedumbre. Separados no existían, por eso buscaban las aglomeraciones. En las peloteras del Metro la gente reía en vez de lanzar maldiciones. Todo tenían que hacerlo en familia: si se trataba de visitar a un amigo enfermo iban al sanatorio el papá, la mamá, los ocho hijos y los treinta y cuatro nietos. No eran personas: eran partículas de un pestilente ser colectivo. Si algo la motivaba a llegar hasta el final en su misión filantrópica era demostrarle a ese país de borregos, a esa colmena sin individuos, que Eleanore Wharton tenía ideas propias, que sus extravagancias eran muy suyas, y que si jamás había renunciado a su independencia de criterio mucho menos cambiaría a Roger por un huerfanito cualquiera. Pero un contratiempo le impedía seguir adelante: sólo tenía reservas de agua para un día más. Era el momento de actuar con decisión, de jugárselo todo a una sola carta.
Para el último día de búsqueda rentó un automóvil en la casa Hertz. Prefería lidiar con el tráfico a lidiar con taxistas. Le habían recomendado que llevara la foto del niño a la oficina de personas extraviadas. Era un paso lógico, pero de nada servía la lógica en un país irracional. Confiaba más en la suerte. Tomó una avenida ancha y congestionada, sin importarle que la condujera o no a una zona de desastre. Los autobuses de pasajeros la sacaban de carril, echándosele encima como en las road movies. Conducir por el arroyo lateral era un calvario: cada minuto se detenía una combi a descargar pasaje y los autos de atrás tocaban el claxon como si ella se hubiera detenido por gusto. Roger tendría que adorarla para corresponder a su heroísmo. De pronto, sin previo aviso, apareció una valla que cerraba la avenida. Estupendo. Entraría en el embudo de la desviación y seguiría por donde buenamente quisiera llevarla el azar… Alto total: diez minutos para ver el paisaje. A la derecha un puesto de verduras. El dependiente “lavaba” sus mercancías con agua negra. Viva la higiene. A la izquierda un vagabundo agonizante acostado en la puerta de una cantina. Cuando Roger la hiciera enojar le recordaría que por su culpa había presenciado estos espectáculos. Pero quizás no valiera la pena sufrir tanto por un mocoso que se largaría de la casa cuando cumpliera 18 años. A vuelta de rueda llegó a un punto donde la calle se bifurcaba. Tomó a la izquierda. Tropezaría con Roger precisamente porque no iba en su busca. Vio una escuela junto a una fábrica. Excelente planeación urbana. Los niños terminarían la primaria con cáncer pulmonar y de ese modo quedaba resuelto el problema del desempleo. Estaba sudando sangre para salvar a Roger de ese destino y tal vez Roger resultara un patán incapaz de amarla. El plomo suspendido en el aire le produjo escozor en los ojos. Para colmo, entraba por la ventana un olorcillo a excremento. ¿Cuántos perros harían sus necesidades al aire libre? ¿Cien mil? ¿Medio millón? Y ella, la imbécil, que hubiera podido gozar sus vacaciones en un hotel de Grand Canyon o en una playa de Miami, estaba desperdiciándolas en esa gigantesca letrina. Era tan estúpida, tan absurda, que se merecía la nacionalidad mexicana. Maldita ocurrencia la de venir aquí para adoptar a un pigmeo que además de llorón era horrible. Pero ya tenía suficiente. Volvería de inmediato al hotel y tomaría el primer avión a Oklahoma.
Dobló a la derecha en busca de una calle que la llevara en sentido contrario. Estaba en un barrio donde las casas eran de hojalata y cartón. Aquí el desastre ocurría siempre, con o sin terremoto. Abundaban los jóvenes de cabellos erizados, punks del subdesarrollo, que tomaban cerveza en las banquetas. Roger sería igual a ellos cuando fuera grande. Había sido muy ingenua creyendo que podría convertirlo en un hombre de bien. Iba pensando que el problema de los mexicanos no era económico, sino racial, cuando un niño apareció en el centro de la calle, como vomitado por una coladera. Oyó un golpe seco, un gemido, un crujir de huesos contra la defensa del coche. Bonito final para una benefactora de la niñez mexicana. Ahora vendría la madre a reclamarle y tendría que indemnizarla como si el niño fuera sueco. Una multitud armada con botellas, cadenas y tubos venía corriendo hacia el coche. Apretó el acelerador a fondo y en un santiamén los perdió de vista. No tenía remordimientos, pero había sufrido una decepción. La de no haber atropellado al inocente, al tierno, al adorable y desvalido Roger.