Ariana Harwicz es de aquellas escritoras cuya intensidad nos recuerda que hay quienes viven lo que piensan, y que pensar también es pensar en contra de algo o de alguien. De ahí esa vitalidad que emana de lo que dice en cada respuesta. Conversando con ella recordé que, en los extremos, en el acantilado al borde del abismo, también crecen las flores que llevan nuestro nombre.
Ariana Harwicz es argentina, nacida en Buenos Aires en 1977. Actualmente está radicada en Francia donde sigue escribiendo. Autora de la recién editada Trilogía de la pasión (Anagrama, 2022) que reúne su célebre trilogía de novelas Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015). En esta misma casa editorial fue publicada su última novela Degenerado (2019). Ha sido traducida a numerosos idiomas entre los que se encuentra el hebrero, francés, árabe, italiano, ucraniano. Las traducciones al inglés de sus tres primeras novelas están disponibles online en la página de la editorial argentina con sede en Escocia, Charco Press.
En esta conversación hablamos del libro Desertar (2020), escrito durante la pandemia junto con el traductor francés Mikaël Gómez Guthart. A pesar de su brevedad se trata de un libro enigmático, complejo, intraducible, si se quiere. No sería exacto decir que en esta entrevista hablamos de la traducción y de deserciones, sino más bien tratamos de adentrarnos en el misterio que rodea a la traducción, el exilio, la lengua materna y la lengua traducida, la literatura y el arte. Desertar por supuesto también quiere decir extranjería, vivir en otro lugar, vivir esa tensión, ese áspero roce entre lo propio y lo ajeno.
Marcelo Rioseco: La primera pregunta en torno a Desertar tiene que ver con un elemento algo difícil de definir y que es la presencia de un elemento inasible en la misma conversación, como si el lector no supiera muy bien hacia dónde lo están llevando. Se habla de la traducción y de la relación entre traducción y literatura; sin embargo, a ratos la traducción es tratada como algo que está más allá de la literatura. Personalmente sentí que la conversación entre tú y Mikaël no resolvía ni intentaba resolver esa aparente paradoja y que de eso se trataba el libro. ¿Estarías de acuerdo con una lectura como la mía?
Ariana Harwicz: Sí, Desertar es un libro hecho de una intención un poco esquiva. No es un libro ordenado ni tampoco programático; la conversación está llena de lagunas, de interrupciones; a veces de reiteraciones. Por un momento puede ser como un monólogo interrumpido, casi como los audios de WhatsApp donde hablan dos personas, pero también monologan. En algunas partes es una conversación un poco más clásica. No sé si esto fue una cosa deliberada o fue lo que pudimos hacer en ese momento de caos, de encierro, con la pandemia, con dos personalidades muy distintas. Mikaël Gómez y yo somos muy diferentes. Él es mucho más pragmático, se rehúsa estar pidiéndole amor a la traducción. Yo soy mucho más pasional con respecto a este tema, me pasaría el resto de mi vida pensando en la traducción. Desertar, en suma, es un libro hecho de fricciones, tensiones, y no es un libro sobre la traducción. La verdad es que después quedó lo de traducción porque algo hay que poner, pero es un libro sobre qué fascinante y qué fastidio es ser extranjera.
M.R.: Hay una parte del libro donde hablas de la relación con el traductor y dices que “el escritor y el traductor están unidos en la salud y en la enfermedad”. Me gustaría ir al lado oscuro de esta cita, ¿cuál enfermedad es esa de la que hablas?
A.H.: Hoy pensaba, cuando terminaba los últimos diarios de Sándor Márai, en la traducción. En los diarios habla de sus planes para suicidarse con una escopeta, también de las estadísticas de suicidio en Estados Unidos a finales de los ochenta. Márai menciona un pueblo donde se habían suicidado miles de personas con escopeta y no envenenándose porque los norteamericanos desconfiaban del veneno. Y eso me gustó mucho. Yo pensaba, mientras lo leía, ¿quién habrá traducido estos diarios? Y me dije: “voy a buscarlo a ver si está vivo”. Siempre tengo esa compulsión de buscar a los traductores de los autores del siglo XX que ya murieron a ver si están vivos. Es como ir a conocer casi a Sándor Márai. Si no puedo conocer a Nietzsche, voy a ir a buscar al mejor traductor o traductora posible. Es llegar a un lugar, no sé, inalcanzable. Y con respecto a lo de la enfermedad y la salud, te podría decir que sí. Estamos en el barco de Fitzcarraldo. O morimos o nos salvamos juntos. Yo siempre tengo una idea un poco romántica con las traductoras que me tocaron en suerte. Vamos a enfrentar una enfermedad juntas que es el texto, vamos a ver si nos curamos o morimos juntas. Es algo como un tratamiento contra una enfermedad.
M.R.: Me hiciste pensar en esos estupendos diarios de Sándor Márai que es uno de los mejores que he leído en mi vida. Es un libro muy impresionante, muy crudo, y sin duda alguna que la traducción al español es como un puñetazo. Uno piensa en cómo este hombre tan famoso podía pasarlo tan mal y estar tan solo en Estados Unidos.
A.H.: Lo leí en medio de la pandemia, no lo quería abandonar. Son esos libros que te faltan tres páginas y no lo querés abandonar. Sándor Márai vivió casi noventa años, pero su vida fue finalmente en el exilio. A mí me gustan los autores del exilio y no solo del exilio político; toda la relación de él con Budapest, con Hungría, todo eso. Me atraen los escritores que se exiliaron o que se quedaron, pero que forman islas de exilio dentro de sus propios países. Y si estos autores ya están muertos, siempre voy a ir a buscar a los traductores. No me contento con ir a visitar sus tumbas, no me alcanza.
M.R.: El ejercicio de Márai era leer a los poetas jóvenes de Hungría. No creo que haya sido el mejor consuelo para pasar el exilio. ¿Vivía en San Diego, ¿verdad?
A.H.: Sí, en San Diego. Allí se mató y en los diarios cuenta cómo va a comprar el rifle y le quieren vender un cartucho con muchas balas, pero él dice, no, con una o dos es suficiente. Por si falla, le responde el vendedor. Todo eso de ir a comprar el arma me parecía tan novelístico.
M.R.: Hablando de exilio y escritores exiliados, antes quería preguntarte algo respecto del título del libro. Pensaba que la pregunta era: “Desertar, ¿de qué o de quién?”, pero ahora que mencionas el exilio, me parece que desertar tiene que ver con eso, con el exilio ¿No?
A.H.: Yo no sé qué me pasa que no hay un solo día que no esté pensando en la guerra, casi es lo único que me parece interesante. Todas las metáforas, todas alegorías, todas las ficciones, todo lo relaciono con la guerra, con un estado de guerra. No puedo disociar escritura y guerra. Es imposible para mí. Por ejemplo, siempre me interesó la figura del desertor, el soldado que escapa. La idea de la deserción siempre me pareció ligada a la literatura. Ahora bien, respecto a la traducción, hay algo de tener que desertar, tener que huir de tu libro, de tu campo de batalla para que venga el invasor, el traductor a traducir.
M.R.: Hablando de exilios, de exilios lingüísticos y lenguas maternas, me estaba preguntando si es posible vivir una doble vida lingüística, entre dos idiomas. Si tuvieras que escoger, ¿volverías a un país de lengua francesa?
A.H.: El tema del exilio lingüístico es agotador. Ya abandoné eso porque primero hay que saber hablar correctamente, conocer las normas académicas, pues yo también estudié artes y literatura en la Sorbonne, pero después está el habla familiar y las capas de sentido; entender los chistes y el doble sentido, captar el humor; y después está el argot, la coloquialidad, poder mezclar registros. Para alguien que escribe, que quiere ser tan controladora de la escritura como yo, es difícil. Yo quiero calcular los tiempos, las velocidades de mis chistes, de mis pausas. Cuando paso de un idioma a otro la impotencia es terrible. La lengua me domina y yo estoy sumisa con la lengua. En español no me pasa eso, siento que somos dos, somos iguales; en el francés, soy la mujer sumisa en la que la lengua me lleva de allá para acá. Esa sumisión no me la aguanto, pero tampoco voy a dejar de hablar francés.
M.R.: ¿Y cómo se da esta situación en la vida diaria en Francia?
A.H.: Acá, de cualquier lado, salta un profesor que te corrige: en la góndola del supermercado, cuando cargás nafta, para pagar impuestos; es muy pesado, pero uno se acostumbra. No sé si elegiría Francia de nuevo, pero elegiría cualquier país que tuviera una lengua distinta al español. Me parece una experiencia muy trascendente para un escritor pasar por esto, incluso por la humillación. Es como el servicio militar obligatorio. En la vida diaria es otra cosa. Vas caminando por la calle y le preguntás a un tipo que, además es extranjero, si la calle esta sigue para allá y él te responde con una pregunta: “¿De qué origen sos?”. Después estoy en un museo y le pregunto al señor algo sobre la exposición y la pregunta de nuevo es: “¿De qué origen sos?, ¿brasileña? Porque yo hablo portugués. ¿Sos de Brasil?”. Y esto ocurre todos los días, cinco o seis veces. Hay una obsesión aquí por el origen que es pesada. Yo siempre digo que vengo de China.
M.R.: Ya me imagino cómo deben mirarte cuando dices eso… Desde una perspectiva más literaria, ¿de qué te ha servido el francés para escribir en español?
A.H.: Todo, todo, todo. Lo único que me produce intriga, pero creo que no lo voy a resolver en esta vida, es lo siguiente: un compositor argentino que vive en Berlín me dijo que es lo mismo estar en Berlín, en Hungría o estar en Egipto. Me dijo que la experiencia es un poco la misma. En mi caso, mi escritura está fundada sin duda en la extranjería. Estoy casi segura de que no hubiera podido escribir en Buenos Aires. No sé por qué. Hay un mecanismo que se activa en mí, no sé cómo llamarlo, una operación estética que aparece y se funda en esa especie de retirada de una lengua y la aparición de otra, en esa especie de guerra de lenguas. Pienso en francés para luego pasarlo al español y la extrañeza de esa lengua se produce de ese choque, de ese cruce como dos aviones que casi colisionan en el aire. No me imagino escribiendo en mi país, con mi paisaje, rodeada de mi familia. Es como si necesitara algo del peligro y el peligro lo encuentro siendo extranjera; es un estado de peligro permanente.
M.R.: Hablando de libros y de escritura, hay una afirmación en Desertar en la cual estoy muy de acuerdo, me refiero a la literatura como forma de venganza…
A.H.: La historia de la literatura está llena de revanchas, de ataques de celos, venganzas, planes fallidos para matar a alguien. Un artista escribió un poema o pintó un cuadro porque la mujer lo había dejado. Esa es la verdadera historia del arte. Siempre escribo con odio o ánimo de venganza, siempre. No me imagino otro móvil más perfecto. Mientras más inspirada estoy más me quiero vengar de alguien, de alguien concreto, de un exmarido, de un padre, de alguien que me robó algo, de un hijo.
M.R.: Me hiciste recordar de un poema de Ernesto Cardenal que creo que dice: “Me contaron que estabas enamorada de otro / y entonces me fui a mi cuarto / y escribí ese artículo contra el Gobierno / por el que estoy preso”.
A.H.: Es eso, es muy bueno eso. Toda la historia del arte está toda mal leída y mal pensada. Siempre se escribe y se pinta por otra razón, después la historia se encarga de acomodar lo que vende más.
M.R.: ¿Qué estás escribiendo ahora? Yo sé que esta es una pregunta que no les gusta a todos los escritores…
A.H.: Por ahora, diría que nada porque recién comienzo. Voy a hacer una novela. Todavía no sé bien cómo escribirla. Es una encrucijada muy grande no repetirse, aunque escribir consiste en repetirse, entonces hay una paradoja ahí. No es que haya que repetirse, pero hay una música que vuelve, que se repite, aunque cambies la estrofa, el fraseo, el tema. Entonces me pregunto cómo encuentro otra forma, y las otras formas me persiguen, las formas de las novelas anteriores son como fantasmas que me persiguen. También voy a escribir un textito para ópera que no sé cómo va a salir; es para el Teatro Colón en Buenos Aires. Eso me da mucha ilusión, trabajar con un compositor y ver qué pasa entre la literatura y la música.
M.R.: ¿Cuál es tu relación con la música? Te lo pregunto porque en tu libro aparecen varias citas sobre el tema y aparece un personaje, que sospecho que quieres mucho, Glenn Gould, el pianista canadiense. ¿Hay una cercanía espiritual con él?
A.H.: Me podría haber pasado con Wagner, con Stravinski, con el hermano de Wittgenstein, Paul; pero me pasó con él. Fue un flechazo. Me parece el artista por excelencia. Si algo es un artista es cómo él procedió. Tiene todo, más allá de los guantes, de que hablaba con las jirafas…
M.R.: Y un desertor también…
A.H.: Un desertor absoluto de los conciertos. Y eso de que llamaba a Steinway para que le hicieran un piano que no existía. Los llamaba y los volvía locos. Y la anécdota de la aspiradora, aquella vez cuando la señora de la limpieza puso la aspiradora. Él era muy joven y no pudo escuchar lo que estaba tocando y después quería que siempre le pusieran la aspiradora porque no quería escucharse, sino sentir. Para mí, Glenn Gould, es como un escritor.
M.R: La última pregunta tiene que ver con el final del libro donde Mikaël cita un verso de Paul Celan: “El alma de la madre ayuda a capear la noche”. Y después agrega lo siguiente: “Al fin y al cabo creo que de eso se trata exactamente, ¿no?, de combatir nuestros espectros, de ver nuestros fantasmas, los de la noche por supuesto y los de la propia vida”. Me llamó poderosamente la atención esto de la madre y pasar por la noche. ¿Por qué terminaron el libro así?
A.H.: Parece muy elegiaco, ¿no? De repente termina allí, tan arriba…
M.R.: ¡Sí!
A.H.: Paul Celan y Proust, además. Es un final muy rimbombante, muy poco como lo quiere la época de hoy que le gusta enmascarar la grandilocuencia. Ahora está todo disfrazado en la literatura, el lobo disfrazado de cordero. Sabíamos que era un final muy arriba a nivel de nota musical, pero se pasa todo el libro hablando de la vida, de la muerte, de los quirófanos, de las operaciones, de los enterrados, de experiencias de ultratumba. Paul Celan es eso, el ejemplo es perfecto. Celan que dice eso de la lengua madre, la lengua del asesino. Paul Celan que se mete con la lengua de los homicidas de sus padres. Meterse con la lengua del enemigo me parece la causa más alta. Y no abandonarla porque él podría haber escrito en otra lengua distinta al alemán. Podría haber escrito en francés, podría haber aprendido otra lengua como hacen todos los que huyeron del horror y que cambiaron de lengua, pero no, él dijo: me quedo en esta lengua, espadeando la lengua del asesino, de la lengua sangrienta. Y, bueno, el libro es un poco eso, traducir es un acto sangriento. Lo dicen todos, Umberto Eco, Walter Benjamin también. Queríamos terminar el libro así, como un acto un poco sangriento y también de viaje nocturno.