Melchor no conocía la nieve. En las tardes calurosas de Veracruz su madre le hablaba de ella. Le prometió que algún día irían al norte a visitar a los abuelos, que a ella le habían contado lo hermoso que eran las nevadas, la magia que proyectaba el frío y lo blanco: “todito mi niño, todito se cubre de blanco, los árboles pelones, los techos de las casas, las calles. Sí mi niño, como en las tarjetas pues, más bonito pues, porque lo puedes tocar.” Entonces Melchor podía ver en los ojos de Sara la ilusión del frío y sentir en sus brazos la calidez protectora que lo abrigaría en aquellas heladas. Soñando con los paisajes navideños y el frío de Chihuahua varias veces durmió bañado con transpiración del huele de noche y la brisa marina que arrastraba también el olor de los platanares, los mangales y los huertos de papaya en una casa muy distinta a donde vive hoy.
Ahora, que ha cumplido los cinco años de edad, está en la vivienda de los abuelos con la nariz pegada a la ventana, los ojos negros, redondos como de muñeco, bien abiertos ante el espectáculo mil veces imaginado. La casa está en sordina, todos duermen arropados con montañas de cobertores. El único testigo del prodigio es Melchor y su mirada que abarca el patio y la calle, los copos de nieve que caen suavemente como danzantes gordos que juegan competencias, reventándose en silencio al encontrar una superficie. Alguien dibuja la vida para Melchor frente a su vista. Poco a poco el ocre de las hojas de los árboles va cediendo a la blancura que ha dejado de ser lluvia y ahora cae inclinada como a grandes pinceladas. Un gorrión salpicado de nieve que hacía su nido en lo alto de la mora, parece una pelota oscura cuando vuela nervioso buscando comida en el piso antes de que todo quede cubierto de hielo, finalmente se detiene en una rama y desaparece en un revoltijo de hierbas que seguramente forman su casa. El cielo más allá del patio ya perdió el azul y es cada vez más albo, solamente falta que la gente despierte en las casas vecinas y encienda las estufas, Melchor ansía ver el humo saliendo de las troneras de los techos confundirse suavemente en la inmensidad del paisaje lechoso, pero aquí no parece vivir nadie más que él y su milagro. Ante sus ojos los maceteros del patio y los árboles ya quedaron transformados en extraños seres de nieve. La noche anterior toda la familia salió al patio a cubrirles el tronco y las ramas con plásticos para protegerlos de la helada. La abuela fue la primera en descubrir los signos en el cielo, un cielo como nunca había visto Melchor en Veracruz. Aquí la noche negra se rayó de rosas en todos los tonos, de girones colorados y el aire frío de pronto se sintió tibio. La abuela les pidió a los nietos que lo sintieran y luego como si ella hubiera sido avisada por alguien en el cielo, les dijo: “vamos a preparar las tuberías y las plantas, mañana amanece nevando.” Aunque sus hermanos no lo creyeron, él comienza a tener fe en la abuela, en sus palabras que ahora confirma mientras se mira a sí mismo como un dibujito en una tarjeta postal: un niño que sonríe dentro de una casa, que se asoma a una ventana de cuatro cristales, que pinta su aliento en el cristal de la ventana en una casa sentada sobre un cerro de azúcar. Pero cuando el cuadro casi ha quedado completo, la casa despierta por dentro, sus hermanos emocionados con el espectáculo se atropellan con sus palabras y sus cuerpos en un ir y venir buscando los gorros, los guantes, las botas, los abrigos. Con dos o tres consejos para cuidarse los pies y las manos, armados con tapaderas de botes de basura que servirán como deslizadores salen en tropel a la calle. No les preocupa el frío, van gozando con el crujir de sus pasos en la nieve, con la suavidad con que sus pies se entierran en lo blanco, con la textura que perciben al amasar bolas con sus manos. Alguno de los vecinos que ha salido de la casa de enfrente lanza la primera bola, es una guerra de todos contra todos, no hay equipos ni perdedores, las balas se reciben a carcajadas aunque se estrellen a pleno rostro, luego a subir con dificultad las lomas deslizarse desde arriba. Sus hermanas mayores le ayudan un poco porque acá afuera él es el más pequeño. Los dos bebés, el recién nacido y el niño que apenas comienza a andar, no pueden salir a jugar todavía. Melchor se deja guiar por los más grandes o los que tienen experiencia. Aprende a rodar adentro de una llanta, a deslizarse sobre un trozo de plástico duro, pasan las horas y se alejan de la casa para buscar un llano puro porque van a disfrutar de la última lección.
―Mira Mechito para hacer angelitos te tiras así con cuidado en el piso y comienzas a abrir las piernas y los brazos.
El niño se paraliza ante su sueño, el espectáculo es real, un campo enorme de crema chantilly como le decía su madre, una “alfombra de caramelo de almendras” y sí, claro que Melchor quiere tener su propio ángel y no le importa medio congelarse haciendo uno, dos, tres, cuatro, los que sean, prueba a hacerlo lejos de todos, en un espacio inmaculado sin pisadas cercanas, pero ninguno es el ángel que él desea aunque los demás niños le aseguren que todos sus ángeles son perfectos porque son blancos, tienen alas y un vestido hermoso en forma de copa. Exhausto y helado se detiene frente a sus obras. El aire es ahora una densa cortina de niebla, Melchor observa su propia respiración en delicados caminos que flotan y desaparecen. Atento a los dibujos que ha hecho en el suelo, espera unos segundos. Su mirada va de uno a otro pero ninguno cobra una tercera dimensión, todas las figuras permanecen planas, sumidas en la nieve y cada vez más cristalinas, duras, frías. Melchor revienta un llanto de becerro sin madre, no puede parar, grita y solloza en el silencio que ha formado con la tragedia que no explica a nadie. Los otros niños asustados lo llevan en vilo a casa como si fuera el más chico de todos. Cuando los abuelos lo miran encendido de las mejillas, mojado y cubierto de blanco hasta la punta de los pies se imaginan que el niño del trópico llora de frío, que no debió hacerle caso a los otros “locos” en eso de andar revolcándose y haciendo angelitos, que por poco y lo congelan. Mientras lo cambian y tratan de darle calor, el niño deja que el llanto le arrastre hasta donde nunca más llorará. A nadie le dice Melchor que Sara no es un ángel, que por fin entendió lo que es la muerte, que el día que llevaron a su madre a un hospital allá en su tierra caliente fue el último día que pudieron mirarse y tocarse, que los brazos cálidos de Sara no lo arroparán jamás ni dentro de esta tarjeta postal como le había prometido, que ya no importan las chimeneas ni los campos de azúcar fría, que tendrá que aprender a vivir los veranos y los inviernos sin mamá.