La literatura propicia encuentros impredecibles que ocurren en el silencio de la lectura, cuando uno se siente interpelado por una voz que nos habla como si conociera nuestra historia y fuera capaz de revelar su zona más incomprensible con la intensidad de un rayo que, de pronto, ilumina lo que un instante antes no sabíamos.
Mi encuentro con Fabio Morábito fue “un colpo di fulmine”. Era el año 2000 y estaba iniciando mi tesis doctoral sobre el tema de la pertenencia entre dos o más lenguas y, en una antología de poesía latinoamericana que se acababa de publicar, me topé con un poema suyo que, con la precisión de una flecha cuando acierta el blanco, me atravesó y cambió mi lugar de lectura y mi manera de pensar los modos cómo la literatura reflexiona sobre la lengua materna como un lugar donde la pertenencia se tensa y se complejiza.
Se trataba de un poema sobre el italiano del libro De lunes todo el año (1992):
Ahora,
después de casi veinte años,
lo voy sintiendo:
como un músculo que se atrofia
por falta de ejercicio,
el italiano
en que nací, lloré,
crecí dentro del mundo
—pero en el que no he amado
aún—
se evade de mis manos,
ya no se adhiere
a las paredes como antes,
deserta de mis sueños
y de mis gestos,
se enfría,
se suelta a gajos.
Y yo,
Que siempre vi ese vaso
lleno,
inextinguible,
plantado en mí
como un gran árbol,
como una segunda casa
en todas partes,
una certeza, un nudo
que nadie desataría
…
Descubro una verdad
que siempre he sabido
…
Hay que voltear atrás
tarde o temprano,
soldarse a algún pasado,
pagar todas las deudas
—de un solo golpe
si es posible—.
Así, si tú te vas,
idioma de mi lengua,
razón profunda
de mis torpezas
y mis hallazgos
¿con qué me quedo?
¿con que palabras
recordaré mi infancia,
con qué reconstruiré
el camino y sus enigmas?
¿Cómo completaré mi edad?
Cuando leí este texto reconocí, en la voz que allí hablaba, a un compañero de ruta: alguien que había comprendido lo que yo, como hija de inmigrantes italianos en Venezuela, había intentado entender sin suerte. Me refiero a la convivencia de dos idiomas en una misma lengua que entra y sale de cada uno con las implicaciones afectivas, simbólicas y culturales que esto tiene en la vida y la escritura literaria.
Muchas veces me había preguntado acerca de qué ocurría con la lengua madre cuando era desplazada o erosionada por la presencia y uso de la lengua aprendida; cuáles eran sus modos de manifestarse a pesar de su pérdida de elasticidad. Y este poema, como también toda la obra poética y ensayística de Morábito, fueron un hallazgo para mi trabajo de investigación y para reflexionar sobre una lengua que no es ni la materna ni la de adopción, sino una “lengua nómada” en la que conviven, con intensidades distintas, ambas lenguas.
Volviendo al relato de mi encuentro con Fabio, ese mismo año en el que descubrí su obra sucedió otro hecho importante. Mi amigo y poeta venezolano Arturo Gutiérrez Plaza ganó un premio de poesía en México y uno de los jurados fue Morábito. En esos años, todavía no existían las redes sociales y obtener el correo electrónico de un escritor era algo tan difícil como establecer un diálogo con él. Arturo me proporcionó la dirección de Fabio y le mandé un tímido correo manifestándole mi interés por conocer su obra; él, muy amablemente, me envió por correo postal las fotocopias de los poemarios publicados hasta el momento que yo anillé y atesoré hasta hoy.
Si bien ahora tengo todas las ediciones de su obra, sigo consultando esas copias donde quedó registrada mi primera lectura de su poesía.
A partir de ese momento empezó entre nosotros una correspondencia en italiano y español que duró casi diez años. En los correos pasábamos de un idioma a otro sin transición y yo me preguntaba acerca de cómo serían su voz y su acento. Tenía una curiosidad acústica de escuchar cómo sonaba su lengua vocal.
En el 2001, cuando terminé mi tesis doctoral, realicé una antología de su poesía que titulé El verde más oculto (verso de un poema suyo) publicada en Caracas en la editorial La nave va. Esto me permitió un acercamiento mayor. Era para mí importante difundir su obra poética en el país y fueron muchos los alumnos que se sintieron tocados por su obra y que le dedicaron escritos y trabajos.
En el 2008 ocurrió nuestro primer encuentro en el DF, al que le siguieron otros en un Coloquio de Literatura en Cuenca (2014), en la Filbo de Bogotá del 2017 (donde presenté con el poeta colombiano Jorge Cadavid la antología No me despiertes si tiembla) y, en época de la pandemia, en el 2020, lo invité para que formara parte de un programa por zoom del que fui curadora que se tituló “Literatura hoy desde la BLAA: Escrituras de la incertidumbre”, donde conversé con él de muchos temas cardinales de su obra: la cotidianidad, la materialidad de las cosas, el ruido, la escucha, la pertenencia, el afecto, la lengua, la traducción.
En estas oportunidades puede conocer la voz física de Morábito y percibir, como ya me había sucedido con su escritura, un rastro que enturbiaba, estorbaba, invadía su español y que, muchas veces, era un “zarpazo” que aparecía con ímpetu, formulaba alguna frase y desaparecía para darle paso al acento mexicano que enrarecía el italiano.
En estas conversaciones, mi italiano duraba más que el suyo, se expandía a través de relatos y explicaciones pero, cuando sus respuestas empezaban a ser en el idioma de adopción, yo también cambiaba de lengua creyendo que así íbamos a entendernos mejor. No dejaba de preguntarme a mí misma: ¿en qué momento aparece o desaparece ese espectro en Fabio y en mí?, ¿qué lo guía, qué lo hace hablar o callar? Pensaba que nuestra amistad era como nuestra lengua que, cuando hablaba en español tenía acento italiano y cuando hablaba en italiano tenía cadencias mexicanas y/o venezolanas y que eso no sucedía en los correos electrónicos donde la lengua entraba y salía de un idioma a otro en silencio, aunque a veces parecía escucharse un rasguño dentro de las palabras. Un rasguño que lloraba en medio de la noche.
Este sollozo me recuerda el cuento “Los crucigramas” de Grieta de fatiga (2010), donde Irma le manda dos veces al año a la hermana que vive en México unos crucigramas para que practique el italiano y no lo olvide; pero, antes de enviárselos, los resuelve llenando las casillas de letras que después borra. El surco que deja su lápiz sobre el papel, al resolver el pasatiempo, es una escritura-tachadura sobre la que la hermana (que vive del otro lado del Atlántico) busca inscribir el estado terminal de su italiano. De esta manera, se produce un encuentro entre el trazo manual invisible de una, con el trazo evidente de la otra, y entre la lengua materna de una con la de la otra. Llega un día en que los crucigramas son enviados en blanco, sin ningún trazo de Irma, lo que le indica a la hermana su posible muerte. El crucigrama se convierte en una mínima tumba donde Irma queda sepultada junto a su lengua materna, y la hermana llora la despedida de su sangre y de su lengua próxima a atrofiarse y a volverse espectral.
Fabio Morábito, escribiendo su obra, comprendió que “se llora en el seno de una lengua”, como lo explica en El idioma materno (2014):
Es un hueso duro de roer. Cuando se cree que por fin nos liberamos de sus palabras, sus giros sintácticos, sus modismos intraducibles a otros idiomas, y que después de tantos años de hablar, soñar, amar e injuriar en otra lengua, uno se ha emancipado de su atadura, resulta que, al igual que esas calcificaciones de materia marina que se adhieren al cuerpo de las ballenas y que semejan enormes quistes, el viejo idioma no ha desaparecido, sólo se ha replegado en ciertas zonas, una de las cuales, quizá la más resistente, es el llanto. No se llora a secas, en abstracto, sino en el seno de una lengua concreta, de ahí que muchos individuos que adoptaron otra lengua, cuando lloran, sienten que lloran todavía en su primer idioma. Así, al dolor que produjo el llanto se suma la congoja de saber que no se han desprendido de su viejo llanto, de su viejo idioma; que siguen viviendo y hablando en materno, lo que es particularmente duro para aquellos que se han aventurado a escribir unos libros en el idioma de adopción, pues temen que tarde o temprano llegará alguien a quitarles la fina cubierta y descubrirá debajo de lo que escribieron el hueso duro de roer, el idioma remoto, el viejo llanto, y los acusará de no haber hecho más que trasladar palabras de su primera lengua, o sea de haber fingido todo el tiempo. Así, el extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que puede aspirar un escritor por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto y se abdica del llanto porque sólo dejando de llorar se puede escribir.
Cuando leí por primera vez este texto de Morábito, me pasó algo similar a lo ocurrido años antes con su poema sobre el italiano. Quedé asombrada por su precisión y capacidad de comprender algo tan complejo como la lógica afectiva de los idiomas. Porque la lengua no es solo un modo de decir sino sobre todo una forma de sentir y de sonar. Y no se puede dejar a la madre, a la madre lengua, sin llorar.
Con esas lágrimas también nos despedimos de una parte de nosotros mismos que solo existe dentro de esa lengua, y que nos deja sin palabras para recordar la infancia y para nombrar la casa de donde venimos.