No sería exagerado afirmar que la maternidad ha tomado por asalto la literatura en español en lo que va del siglo XXI. De ser personajes relativamente marginales, cuando no invisibles e invisibilizados, las madres han pasado a ocupar en las letras hispanoamericanas un lugar sin límites morales, psicológicos, sociales y aun estéticos. Con una insistencia cada vez mayor, desde la poesía hasta el ensayo, desde la crónica hasta las memorias, el teatro y en especial la narrativa, autoras de todo el ámbito de la lengua hacen de sus maternidades un tema literario dominante que rehúye con estudiado desdén los plácidos estantes de la puericultura y la autoayuda para reclamar su derecho de admisión en los caóticos anaqueles de la literatura contemporánea. Así, libres de todo propósito didáctico o edificante, de todo enternecimiento programático, de toda sospecha de utilidad empírica o teórica, estas obras escritas por autoras nacidas en Chile, Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, España (País Vasco y Cataluña), México, Perú y Venezuela invitan a explorar minuciosamente una terra incognita para la literatura, sin excluir ninguno de los detalles más viscerales de un acontecimiento física y emocionalmente revulsivo.
Si bien queda pendiente el trabajo crítico de revisar los rasgos distintivos de la experiencia materna tal como se representan en las decenas de libros de madres publicados en la última década, así como su relación con cambios relevantes que se han producido paralelamente en las respectivas sociedades a las que pertenecen las autoras —legalización del aborto, matrimonio igualitario, nuevos feminismos—, puede arriesgarse un primer acercamiento a la construcción literaria de las maternidades que pueblan este nuevo subgénero en crecimiento. Una clasificación prematura, acaso también simple y rudimentaria, permite ubicar dos vertientes mayores en el proliferante mapa de madres de ficción o de ficciones de madres. Por un lado, está la cara más vista, más idealizada, de la maternidad: la celebratoria, la extática, la que sigue el impulso del “milagro de la vida”. Esta maternidad idílica da cuenta de una experiencia mayormente gozosa o medianamente transitable sin rincones oscuros ni manchas indelebles; sus aristas están suavizadas por un voluntarismo contemplativo que siempre encuentra una compensación emocional, moral o estética para los sinsabores de la maternidad. A esta vertiente romantizada podemos oponer la realista, que se afana en reconocer aspectos acidulados de una maternidad sin edulcorantes que ya no obedece a la tiranía de la dulzura (la alegría, la exaltación, la saciedad, los tonos pastel). Esta vertiente realista exhibe maternidades más complejas, con recovecos sucios y malolientes, con ojeras marcadas, con cabelleras despeinadas y nervios de punta. El cansancio físico y mental es un ingrediente fundamental de estos relatos, así como el eterno retorno de la cotidianeidad, de las exigencias de cuerpos propios y ajenos, de los días de la noche, del hartazgo y de la repetición, de la lucha incesante contra la tendencia universal al caos. Encontramos todo esto en ensayos y en ficciones, en autoficciones y en memorias. Se cumple así con el sano propósito de complicar la imagen hasta entonces tersa y fluida de las maternidades, de exhibir sus grumos y rugosidades, al menos transitoriamente. Porque, aun en estas ficciones, por naturalistas que parezcan, el balance final es siempre positivo.
Y aunque en esta especie de ying y yang de la maternidad literaria, entre idealización y realismo, no parezca haber sitio para nada más; existe, sin embargo, una tercera vertiente que se dedica a explorar las fantasías más oscuras que conlleva la maternidad. Acaso no sorprende que también sea desentendida de toda condición testimonial la más abiertamente ficcional. En cierto sentido, asume esa libertad para jugar con las leyes que la propia maternidad propone o impone, ya que si uno de los cambios más radicales que implica la maternidad es la aparición de nuevas formas del terror —a la propia muerte, a la vida misma, a la vida nueva, a la muerte de la vida nueva—, esta maternidad de ficción lleva ese terror hasta sus últimas consecuencias. Sin la obediencia al optimismo que reclama la vertiente idealizada ni el sinceramiento descriptivo que prescribe la realista, esta tercera vertiente, que podríamos llamar “pánica”, se aparta deliberadamente del deber y el haber de los mandatos maternos, de los aspectos “buenos” y “malos”, de la limpieza y de la suciedad, de lo mejor y lo peor iluminado. Se hunde en el lado oscuro de la maternidad, en sus zonas más ambiguas e inquietantes, con terca osadía, casi a tientas, sin brújulas ni mapas, dispuesta a asumir la incertidumbre como único requisito para hacer literatura.
La angustia ante las posibles desgracias de la progenie es, en cierto modo, la parte más vulnerable de una madre. Pero el terror no termina allí pues la maternidad implica, asimismo, multiplicación, y con ello se añaden miedos nuevos, miedos siempre renovados, que tal vez ni siquiera se habían imaginado. A eso se añaden los miedos sobre una misma, sobre la propia condición de madre, sobre su propio cuerpo y su propio ser, pero también acerca de lo que cada una ha matado de sí para ser madre, de la vida que se añora y que se teme no recuperar jamás. Sin embargo, narrar los miedos como tales no significa dejar que los miedos se apoderen del relato, que lo protagonicen, que lo organicen, que sean la materia de que está hecha la trama, como sucede con dos novelas recientes. La argentina Samanta Schweblin (1978) y la mexicana Brenda Navarro (1982) se abisman en esos días sobrepoblados de temores y temblores incontrolables para construir sus ficciones maternas, en lugar de construir personajes de madres con mayores o menores ambiciones de dominar ese universo de cambios constantes que constituye la maternidad. Lejos de la catarsis confesional, se concentran con premeditación y alevosía en los terrores maternos. De ahí que ambas novelas tengan un efecto de lectura magnético, de suspenso, de regodeo anticipatorio, de tensión sostenida.
En Distancia de rescate (2014), de Schweblin, el pánico materno impulsa el diálogo entre Amanda, madre de Nina, y de David, hijo de Carla. En el corazón de la novela late un peligro tan inminente como trágico; un peligro que no termina de revelarse pero que se relaciona con el uso de fertilizantes en el campo donde viven y con un incidente que vivieron David y Carla en el antes de la llegada de Amanda y Nina de vacaciones. El título de la novela hace referencia a “esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”. Es una distancia espacial, física, pero también es una ocupación mental constante que se dilata en el tiempo materno con una voracidad que la narradora es incapaz de controlar.
El terror que esta novela de Schweblin despliega a lo largo de todo el relato es pesadillesco, pero innominado: un efecto que oculta, perversamente, su causa. Las soluciones posibles podrían calificarse de paranormales si terminaran de revelarse como tales, pero todo en la narración —desde el diálogo con el niño fantasmal hasta esa suerte de transmigración del alma del niño— se mantiene, como en algunos cuentos de Henry James, en una deliberada ambigüedad. Pero lo ominoso no proviene tanto de una circunstancia externa, cuya revelación proporcionaría la clave de lectura, sino de la forma misma de la maternidad, de su condición irreductible: la narradora-madre, Amanda, vive con la certeza de que un peligro ominoso pero incierto acecha a su hija. Y ese miedo es atávico: “Es algo heredado de mi madre. ‘Te quiero cerca’, me decía. ‘Mantengamos la distancia de rescate’”. Ha heredado el peso del presagio y, a su vez, deberá transmitirlo: “tarde o temprano sucederá algo terrible. Mi abuela se lo hizo saber a mi madre, toda su infancia, mi madre me lo hizo saber a mí, toda mi infancia, a mí me toca ocuparme de Nina”. Ahora le toca a ella construir en su hija ese miedo que Nina, a su vez, transmitirá a su propia hija cuando la tenga. Esa transmisión matrilineal del miedo es algo que la novela va revelando poco a poco, sin necesidad de corolarios ni de desenlaces espectaculares, porque en esta novela el terror materno es, parafraseando a Borges, la inminencia de una desgracia que no se produce.
En Casas vacías (2019), de Navarro, la forma del horror materno es, si cabe, más intrincada y menos convencionalmente aceptable. Está hecho de la pérdida del hijo de la narradora, ya se anuncia en el inicio mismo del relato: “Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo”. Hasta aquí, Amanda y la narradora anónima de Casas vacías coinciden; una hija a punto de perderse y un hijo perdido parecen dos versiones de la misma pesadilla. Sin embargo, la asepsia del íncipit augura el horror que se desplegará a lo largo de las páginas: si bien el espanto de la narradora anónima ante la pérdida es esperable, comprensible, asimilable, el espanto de haberlo parido, que va vislumbrándose gradualmente, es el verdadero corazón de las tinieblas que impulsa la novela.
La desaparición repentina de Daniel permite a la narradora desplegar su culpa infinita por haber descuidado a su hijo, al tiempo que la habilita a explorar otros remordimientos, anteriores, nacidos con la existencia misma del niño: “Finalmente, la realidad fue que Daniel se convertía en el carroñero que nos devoraba el tiempo y nos dejaba sudar la putrefacción que emana cuando lo humano se evapora ante el cansancio y luego, otra vez, nos volvía a comer”. Canibalismo (figurado), carroña, podredumbre: la maternidad queda así transmutada en imágenes repugnantes, lúgubres, degradantes. La narradora combate el mandato social de la culpa por haber perdido a su hijo con el rechazo físico y aun ontológico del “fruto de su vientre”, evitando así la inevitable dosis de edulcorante que exige la maternidad realista. Incluso el recuerdo del embarazo rehúye la tenaz pátina idealizadora: “Todo embarazo es de alto riesgo, respondía para justificar las dolencias que todos minimizaban: riesgo de matarte porque no puedes más, riesgo de matar a Fran por disfrazar mis quejas físicas en arrumacos cursis por un futuro mejor, riesgo de sacarlo con las manos, con un cuchillo o con un gancho y morir de culpa y de tristeza”.
El temor de extraviar definitivamente al hijo —un hijo no deseado pero cuya pérdida es menos deseada todavía— divide el relato en dos mitades, entre la madre que pierde a Daniel en una plaza por estar pendiente del teléfono en espera de un mensaje de su amante y la madre que lo roba, porque es el niño más hermoso que viera jamás, y lo rebautiza Leonel. Pero la madre que roba a Daniel-Leonel tampoco es feliz y vive con el constante terror de ser descubierta, además de sufrir las dificultades propias de toda madre y más aún de un niño que, al menos inicialmente, no comprende.
Las madres narradoras de ambas novelas resuelven la ecuación de la culpa con la única solución de que disponen: la narradora anónima de Navarro se llama desde las primeras páginas “estafa de madre” y, más adelante, “broma materna”; la Amanda de Schweblin, en cambio, se pregunta: “¿Es porque hice algo mal? ¿Fui una mala madre? ¿Es algo que yo provoqué?”. Esta autorreferencialidad no es sólo narcisismo; en su concepción del universo maternal los únicos habitantes son ellas mismas y sus hijos pequeños. Es un universo que se reduce a su mínima expresión, a esa unidad vital que componen con su progenie y donde toda culpa, todo accidente, todo miedo, las tiene por víctimas y victimarias. La distracción es la clave del enigma: la maternidad no admite competencia; es una apuesta a todo o nada. Los castigos son desmesurados: los niños enferman al punto de que sus vidas corren peligro o son raptados para siempre. Ambas novelas se hunden en miedos palpables y ponen en escena el infierno tan temido: la hija que está bajo una amenaza permanente y desconocida, el hijo que desaparece. Son la escenificación de los terrores de madre con el peor de los desenlaces posibles; una fantasía siniestra llevada hasta las últimas consecuencias. Y en Casas vacías, entre los miedos razonables, se abre paso un miedo, visceral, que se resiste a mostrarse del todo y que proviene de la conmoción por el hecho mismo de haberse reproducido: “Siempre tuve miedo de Daniel —sentencia la narradora—. Hay que ser demasiado inconsciente para no tenerle miedo a una nueva vida”.
La constelación de novelas sobre madres no deja de proliferar, de multiplicar miedos y horrores, pero también formas, voces y temas tan diversos como las maternidades mismas. Maternidad queer como en Boulder, de la española Eva Baltasar. Madres asesinas como las de Mongolia, de la peruana Julia Wong; Las madres no de Katixa Agirre y Mi amor desgraciado de Lola López Mondéjar, ambas españolas. Madres precarias como las de Fugaz de Leila Sucari y, en su inminencia, la de Acá todavía de Romina Paula, ambas argentinas. Madres cotidianísimas como las de Madre soltera, de Marina Yuckzuk; y Partida de nacimiento de la argentina-venezolana Virginia Cosin. Maternidades anheladas como las de In vitro, de la mexicana Isabel Zapata, y Quién quiere ser madre, de la española Silvia Nanclares. Maternidades oblicuas como la de Cómo cuidar de un pato, de la chilena Josefina González y, opacas e inasibles, como la de Una madre protectora, del argentino Guillermo Martínez. Maternidades resistidas como las de Contra los hijos, de la chilena Lina Meruane, y la inminente Antimaternity, de la argentina Robertita. Maternidades críticas como las de La mejor madre del mundo, de la española Nuria Labari; y Linea nigra, de la mexicana Jazmina Barrera. Maternidades alteradas por la hostilidad del mundo como las de Una herida llena de peces, de la colombiana Lorena Salazar Masso; Lost Children Archive, de la mexicana Valeria Luiselli (traducida como Desierto sonoro), y Roza tumba quema, de la salvadoreña Claudia Hernández. Estas obras despliegan modos diversos de concebir, de padecer, o aun de cuestionar la condición materna. Más allá de sus similitudes y diferencias, estas nuevas voces reivindican, para narrar la maternidad, esa libertad que sólo la literatura puede otorgar.