Alumbrada por una luna hambrienta, la perra amarilla finalmente logró soltar los lazos que la sujetaban al poste de algún patio. Sus uñas desesperadas arañaron el hueco entre la vieja puerta de tablones y el adobe del muro, hasta ensancharlo. Apretándose, logró escabullirse y emerger victoriosa a la calle fría, donde ya se habían reunido los machos.
Mientras forcejeaba, ellos habían aguardado inquietos, escuchando el jadeo de aquel cuerpo, divisando de a poco cada uno de sus miembros. Cuando estuvo totalmente fuera, hubo un excitado revuelo en torno suyo y la rodearon inmediatamente. La perra también los olía y ellos le examinaban el pelo, las orejas, el olor en cada uno de sus miembros, adivinando la vejez de las mantas donde dormía, los huesos en su comida, los oscuros pasos de sus amos.
Los machos se conocían de antes. Alguno tenía un hermano entre medio, aunque ya olvidado, y otros dormían en el mismo patio, o jugaban o peleaban alguna vez juntos o uno en contra del otro. Se conocían del mercado o del sol en la plaza. Todos vivían en la calle y habían aprendido por igual a sopesar cada señal que les advirtiera de una escoba, de un carajazo antes de que el golpe o el grito sean y lleguen. Sabían medir su cuerpo y sus propias fuerzas al ver a otro macho delante o junto a ellos y conocían los cambios de las estaciones en su propio pelaje y en los campos.
Ellos podían moverse en el pueblo a cualquier hora, porque conocían las calles y qué casas tenían guardianes feroces; cuáles eran aquellas con los muros descuidados, a dónde podían entrar para robar algo o para husmear (igual atentos a los amos que pudieran acercarse) en la basura. También sabían distinguir las puertas generosas que de cuando en cuando se abrían para ofrecer la sobra de la cena o un pocillo de agua fresca, las puertas que dejaban salir una mano que les rascara tras la oreja, antes de volver a cerrarse con el calor y la seguridad retenidos dentro (porque aquello no era algo que estos perros recibieran por costumbre, sino más bien lo que durante los días y las noches ellos iban buscando y consiguiendo a veces sí, a veces no, demasiado poco o apenas por momentos).
Pero todo eso quedaba en suspenso ahora, como si hubiera sido apenas un sueño y el olor de la perra los hubiera despertado de repente, borrando la rutina de la sobrevivencia. Este era otro tiempo: avanzaba en espiral constante y lo que sucedía, sucedía dos veces. Primero en sus propios cuerpos, como si nunca antes hubieran tenido uno y la segunda vez sucedía suspendido en el aire, punzante e insistente.
Los machos escuchaban, por ejemplo, cómo desde dentro iban brotando gota a gota sus flujos, alimentándose unos a otros y luego sentían su arremeter espeso, escuchaban el rumor cuando se hacía torrente y se ponía en marcha, impregnándoles los músculos y los huesos, llegando esos mismos flujos, ahora calientes, al hocico y a las patas. Percibían entonces, como por primera vez, los dulces aromas de la pajarilla en la vereda, el picante de las hormigas escondidas bajo la piedra, la lluvia que terminaría de llegar al amanecer y las patas que avanzaban golpeándose contra el frío de la tierra y los pequeños pedruscos.
Ahora, girando ávidos alrededor de la perra, los machos sentían también unas olas pesadas que iban y venían en sus vientres, en sus pescuezos urgidos de gruñir enronqueciendo el aire, atrayendo a la hembra, dueña absoluta del olor que apagaba todos los otros, hasta solamente existir aquello que del cuerpo amarillo brotaba.
Ahí estaban, a su alcance, la perra y su sudor, y ellos acudían ciegos a cualquier cosa que osara interponerse y que debía ser anulada con urgencia, de manera sucia y feroz, con traiciones y dentelladas inmisericordes. Los códigos de la convivencia, que obedecían a las viejas jerarquías trabajadas y defendidas con sangre, fueron borrándose a medida que se habían ido acercando a la casa. La existencia de la hembra y lo que ella hiciera, era todo lo que contaba para los machos, desde el momento mismo en que la esencia penetrante e inextinguible los convocó desde sus diferentes refugios hasta aquella calle solitaria, esa noche en medio del invierno.
Alrededor de la perra se empujaban entre sí. Amenazantes, parecían crecer de un momento a otro, como en oleadas de furor: el cuerpo macho de repente estancado en su rigidez, el pelo del lomo erguido, las patas estiradas, los dientes fuera a punto de atacar, buscándose unos en contra de otros.
A salvo dentro de sus muros, arrebujados entre sus hornillas y sus mantas, los amos no escuchaban aquellos ritos primigenios y ella, con la agilidad que da el ansia, atravesado de avidez su cuerpo, logró pasar por en medio de todos y se alejó trotando, el viento nocturno desparramándose por su cara, sin rumbo fijo.
Las garras le dolían pero no era eso lo importante. Su corazón latía con fuerza, y escuchaba que los perros la seguían, sorteando el callejón que ella también acababa de esquivar, doblando ellos a la izquierda después de que ella girara unos segundos antes, tensa, esperándoles y dejándose alcanzar, permitiéndoles olerla para luego trotar otra vez entre gruñidos y amenazas, sabiendo que venían tras ella, la luna llena quebrándose en los pequeños charcos que sus patas rompían entre las piedras irregulares de la calle.
Toda ella era un impulso para aquellos perros. Su cuerpo liviano avanzaba por avanzar, cada vez más lejos, llevado enteramente de sí mismo, sin sentir el frío, sin ubicar la distancia hasta su casa ni preocuparse por eso, sin pensar en detenerse. Una fuerza extraña la llevaba y sólo sabía, sin temor, que ya quería llegar, que ansiaba algo desde siempre, y que estaba a punto de suceder.
Entonces la luna alumbró en una cierta dirección y la perra divisó el tejado de aquella casa, un tejado viejo y vulnerable, y todo lo rugiente se detuvo. Ese techo, aquellas tejas… El hocico le trajo un olor antiguo: el del horno para hacer el pan y algún duraznero, ahí mismo, en el fondo de ese patio que, aún sin ver, supo que estaba. Había allí algo que hace mucho tiempo había sido suyo: detrás de ese muro a medio caer florecía un huerto, después otro patio, el segundo; al final, adelante y frente a la plaza, ella intuía unos cuartos, una parra y su sombra, el agua fresca con una cocina y un jardín.
Pero aquello se le vino por apenas un instante y fue más una punzada que un pensamiento, entremezclada con el jadeo y la prisa de los perros detrás suyo. Ya iba a retomar la hembra el trote, pero entonces, despejando más las nubes, la luna insistió iluminando el adobe. Ese adobe y ningún otro. Todo fue repentino. Incapaces de resistirse, las patas traseras se impulsaron sobre las piedras de la calle, y la perra saltó por encima del muro. Detrás suyo dudaron, pero al instante también los machos estuvieron dentro.
La luz plateada lo bañaba todo, haciendo renacer los olores y los sonidos hasta ese instante perdidos, como si lo que ya no era pudiera ser otra vez, solamente porque ella cruzó el muro y penetró en esa casa. Allí encontró el huerto y el duraznero, insistentes a pesar del espacio baldío y del tronco seco, y ella olía los pimentones que ya no estaban, el estiércol desparramado entre los surcos, las flores que habían dejado de bendecir el suelo.
Entonces percibió que bajo sus garras esta tierra permanecía extrañamente caliente. Sus patas adoloridas, que habían venido de las piedras de la noche y de los charcos del invierno, descansaban ahora sobre un calor suave. En aquel traspatio, en aquel huerto de árbol y hortalizas hacía años muertos, la tierra respiraba y latía, como si en su seno cobijara algún muriente que aún tuviera fuerza para retoñar.
Hubo un vértigo en algún lugar de su cuerpo, un trastabillar ligero, que el negro y el oso interpretaron como una debilidad. Ambos se abalanzaron contra ella, que reaccionó rabiosa, hundiendo los dientes en la paleta oscura del más grande. El negro aprovechó aquello y atacó él también, directo al cuello del agredido. Fue la señal que todos habían estado aguardando. Brillaron los colmillos, llenando el patio de ladridos y garras que atrapaban y hendían, levantando polvo, tumbándose, perdidos.
Chillidos de dolor y furia, pero ella husmeaba en medio del caos. Segura, emprendió carrera hacia el portón que sabía estaba al otro lado del huerto, lo empujó presintiendo que cedería, y cuando cedió, continuó con trote ligero, ajena al ciclo vital, llevada por la voluntad de la luna y al cruzar un pasillo oscuro, olió el maíz que solía guardarse ahí arriba en el entretecho pero que ya no estaba (ni sus granos y chalas, ni el olor del sudor de aquellos amos sobre cuyas espaldas había llegado el maíz hasta allí arriba), y siguió hasta el segundo patio.
Llegó y por un instante se detuvo. Allí estaba el horno de barro y presintió que el barro estaría aún tibio, que latiría también, y la tierra en este patio como en el anterior. Se acercó olfateando. Una gata y sus crías de ojos desorbitados la miraban desde la rendija de alguna puerta, pero a ella no le interesaba. En su cuerpo las corrientes persistían: en ese momento, sobre la tierra caliente de esa casa, sucedía algo más.
Ante ella, el patio y todo lo en él contenido, se abrió y se combó, recibiéndola y las líneas rectas, las esquinas que construyen torpes los hombres, se difuminaron. Ahora todo era curvo y palpitante, como una matriz. La luz distante de la luna iluminaba ese mundo cerrado, y lo que estaba hecho de tierra (el horno, las paredes de adobe, el patio) parecía desperezarse y abrirse para recibir lo que desde arriba le llegaba. Sí, también la hembra era parte del círculo, por eso el mundo cóncavo la recibía, y ella se dejó estar, maravillada.
La perra cerró los ojos, pensó que iba a caer. Luego los abrió y miró los rastros del pasar de los amos: alguna silla rota por el piso, que sólo retenía dos patas y parte del espaldar. Había pedazos de cosas que ya no eran, que yacían irreconocibles entre medio de las hierbas, recubiertas del barro que salpicaba al llover. A un costado del patio, contra una medianera, observó tres cuartos en hilera, de techo bajo y pequeñas ventanas rotas. Eran cuartos hace muchos años deshabitados, con rajaduras en las paredes, por donde emergían tímidas hierbas y enredaderas.
La luna le mostró las sombras que esas plantas provocaban sobre las paredes magulladas, le mostró los pequeños ojos brillantes puestos sobre ella, un mundo cóncavo que todavía latía, y las grietas en el viejo semicírculo de barro, como llamándola. La perra se acercó a la tibieza del horno y se le erizaron los pelos: ahí estaban el fuego y el pan. Le provocó entrar en ese vientre, recostarse junto a la ceniza (aunque ya no había cenizas y ella sabía), y dormir.
Sin embargo la luna no estaba sola, y había ciclos desatados en los vientres de las bestias, que galopaban inapelables. Tres perros, liberados de la batalla, habían seguido a la hembra. El que estaba menos lastimado se arrimó a ella para imponer su cuerpo. Ella se tensó y enseñó los dientes, rabiosa. Una fuerza extraña la poseía, que no era la de la cría, y el macho retrocedió.
Enseguida llegó el resto de la jauría. Los machos estaban alterados y todo el tiempo se atacaban entre sí.
La perra debía continuar. Seguida por dos perros, tomó el angosto corredor que la llevaría al patio de adelante. Iba avanzando por la oscuridad, sigilosa, y hacia el final veía una luz indecisa que la llamaba, hasta hacerla emerger en el centro. Ahí estaba, alrededor de ese patio, el corazón mismo de la casa. Reconoció la puerta de la cocina, donde estaría la olla de hervir los choclos; el aljibe con los líquenes antiguos, que todavía lamían su base; el jardincito con la parra, ahora muerta, igual que el agua verdosa y maloliente, igual que los trastos y las herramientas, las paredes y las ventanas. Los cuartos, unos al lado de otros, continuaban iguales, oscuros pero todavía conteniendo los aromas, las rutinas que hacía mucho ella había sabido reconocer.
Persiguiendo a los que llegaron antes, los otros machos llegaron también al frente, confundiendo su rabia y peleando una supremacía enclenque, que ella podría desbaratar en cualquier momento.
Ya estaban todas allí, las fieras. Habían venido desde el barro de la calle, cruzando los patios desde el último hasta este primero. Entraron en tropel, pero pronto percibieron la quietud y se desperdigaron recelosas, intuyendo los pasos, las bocas, las tardes acalladas. Era una casa. Aquí vivieron unos amos. Los hocicos buscaban rastros: algún sendero, un eco que hubiera podido permanecer. Husmeaban el tronco hueco de la parra, rastreaban en el suelo los caminos de los insectos, la hojarasca amarillenta, escuchaban el viento que bajando se arremolinaba frío contra las paredes y contra las ventanas verdes que todavía resistían, gimiendo.
Aparte, la perra amarilla buscaba más allá de los gruñidos que los machos todavía intercambiaban entre sí. Aquí el empedrado también era caliente, apoyado como estaba sobre el regazo de la tierra que por debajo suyo latía. ¿Dónde se esconde, de dónde sale el aliento vivo?
Ya casi nada olía a gente: las noches, el viento y la lluvia habían ido borrando las voces. Y sin embargo, la tibieza persistía. Parecía que alguna corriente, como un río o una sangre dormida, todavía respirara cada tanto. Adentro de los muros, bajo las piedras, en el corazón de las macetas abandonadas, en el mismo pozo de agua quieta y sobre todo en la tierra el suelo, algo esperaba y dormitaba, calentando las cosas.
La perra rastreaba, la perra buscaba la fuente del latido, como si esa fuente la hubiera convocado hasta allí, en esa noche fría, habiendo llegado el tiempo fecundo.
Arriba, nubes oscuras espesaban el cielo, ocultando tras sus aguas la luz.
Pero ya todo estaba desatado. El oso, descontrolado, intentó otra vez dominarla, y al abalanzársele él y hacerle lance ella, la hembra empujó con el cuerpo una puerta, y esa puerta, tantas veces lavada por el agua y secada por el sol, cedió chirriando, rompiéndose algún gozne, tropezando la perra hacia el interior, de repente en el cuarto, adentro, y tras de ella la luna (apresurada disipando la tormenta) salvaje y llena, que finalmente logró irrumpir colosal, hambrienta de secretos, revelando sin piedad todas las cosas hasta entonces negadas a cualquier mirada.
Unos azorados ojos de animal vieron estantes y cajas (y adivinaron dentro los libros, las fotos olvidadas, un diploma y documentos ciegos), vieron pobres ropas (y sus colores, los bracitos dentro, las pequeñas bocas derramando la sopa) tantos años quietas, la cama del niño (ese niño y ningún otro después) aún tendida, y en sobre el velador algún joyero vacío y, olvidado, un pedazo de pan. Aterrado ante ese mundo que había estallado ante la luz, el oso ladró desaforado, medio llorando, y las cosas que hasta entonces dormían se arrebataron y temblaron, se desordenaron, gimieron. Son torpes los cuerpos angustiados de las bestias, y empujaron cajas y velador.
Lo que yacía quieto sobre el pequeño cuadrado de madera también fue empujado y resbaló hacia abajo, cayendo al vacío abierto en medio del caos, primero el joyero estrellándose contra el fondo oscuro, luego el dulce trozo de pan con su horno, el barro y las manos de moldear ese barro, con el agua fresca, el trigo guardado y su harina, con la levadura, la batea y el tronco del que estaba hecha, el azúcar y la alacena donde se guardaba, con la leña y los brazos de cortarla, los muros tiznados, el hambre y la cama donde esa hambre había dormido, en fin, con todo y la casa en ese todo, todo cayó, astillándose en cientos, desparramándose.
La luna, redonda y plena, reveló tal cual aquella fragilidad. Era apenas un pan viejo, que, como lo que guardamos oculto pero latente, al alumbrarlo se resquebraja y muere, así lo que él contenía empezó también a resquebrajarse y morir.
La perra, nido y trueno, jamás palabra, miró todo lo alumbrado y sintió el crujir arcaico y recóndito. El terror la recorrió por completo. El frío, liberado, extendió sus finos dedos invadiendo rincones, anulando ínfimos restos, apretujando piedras y tierra, repasando el pelaje de las fieras, y en el patio los perros empezaron a aullar, olvidando sus odios y sus impulsos, deseando alejarse del silencio que empezaba a cubrir las ventanas y las sombras.
Ahora corrían las bestias, frenéticas, los lomos mecidos sobre las patas en galope, las colas antes recias ahora encogidas, la pelambre alerta, traspasando portones y pasillos, tropezando entre ellas, sorteando sillas despedazadas, buscando el muro que habían sorteado para entrar. La perra, orejas gachas, retrasada pero también huyendo, miró al cielo buscando luna. Pero la magnífica, olvidada de ella, por fin satisfecha, ocultó su cara y desató la noche.