Quedar entre los finalistas del International Booker Prize y del National Book Award con tu primer libro traducido al inglés y que este haya sido incluido por Barack Obama en su lista anual de lecturas recomendadas sería para cualquier escritor el sueño del pibe. Pero Benjamín Labatut no es cualquier escritor. Y ya tampoco es, a sus 42 años, un pibe. Reacio a la exposición pública, el autor de Un verdor terrible (Anagrama) —When We Cease to Understand the World, en la edición británica de Pushkin Press traducida por Adrian Nathan West— se confiesa abrumado por la avalancha de críticas positivas que ha conseguido el libro.
En una entrevista de la BBC, consultado por lo que pensaba de la selección del expresidente estadounidense, Labatut respondió: “Me hizo famoso en mi país, con un tweet. Pero a mí no me gusta ser conocido”. Luego de declararse atónito, prosiguió: “Yo no me deslumbro con el poder, ni suelo endiosar a las personas porque hayan ejercido un cargo. Tampoco soy americano, sino chileno, así que no siento una cercanía emocional con ningún expresidente de ese país (…). Obama es un ser especial, eso es indudable, pero creo que lo mejor que uno puede hacer con estas cosas es no tomárselas muy en serio. Por sanidad mental, prefiero pensar que esa lista la redactó una de sus asesoras”.
Directo, franco, nada de diplomático, de haber nacido en Estados Unidos —y optado por el verso en lugar de la prosa— Labatut nunca hubiera llegado a ser poeta laureado. Pero nació en Róterdam y vivió en La Haya, Buenos Aires y Lima antes de establecerse, a los 14 años, en Chile, donde estudió periodismo, actividad que dio origen a experiencias de las que no tardaría en sacar provecho literario. Su primer libro, La Antártica empieza aquí, apareció en México el 2010, cuando ganó el Premio Caza de Letras, cuya recompensa incluía una coedición de la Universidad Nacional Autónoma de México y Alfaguara, sello que lo publicó dos años más tarde en Chile. No pasó mucho con el libro, hay que decirlo, ni en términos de crítica ni de lectores, aunque recibió el Premio Municipal de Literatura de Santiago. Hoy se puede advertir claramente lo excéntrica que resultaba la literatura de Labatut en su medio. Los siete cuentos de La Antártica empieza aquí no se encuadraban en el realismo predominante en la narrativa chilena de entonces. En el primer relato, aquel que da el título al volumen, un joven reportero sigue las huellas de un poeta nazi chileno que perteneció al Ejército y lideró una fatídica expedición al continente helado. La figura borrosa del escritor, los presuntos versos que se conservan de él y, sobre todo, la profunda desconfianza que despierta en el narrador el único testigo de sus actos parecen aludir a la ambigua fascinación que han ejercido en la literatura chilena escritores como Miguel Serrano (1917-2009), de la que no ha escapado ni siquiera Roberto Bolaño, cuyo cuarto libro de ficción, La literatura nazi en América (1996), constituye una pequeña galería de retratos apócrifos tan cercanos a la banalidad estética como al horror, de forma similar a lo que sucede en Estrella distante, novela publicada ese mismo año.
“Bolaño sí importa, por dios que importa”, reconoció hace poco Labatut en una entrevista para El Cultural. Su primer libro, en efecto, es muy bolañiano y tal vez eso influyó en su tibia acogida. Muchos vieron en su autor a un epígono, lo que fue un error. Hay en los primeros relatos de Labatut una mayor insistencia en la anomalía, la enfermedad y, sobre todo, la locura, o mejor dicho la amenaza de la locura, un tema que inquieta personalmente al autor (por antecedentes en su propia familia, según ha expresado más de una vez).
No es de extrañar que el narrador de su segundo libro, Después de la luz (Hueders, 2016), recuerde en sus primeras páginas un momento de su vida marcado por el insomnio y una “intensa sensación de irrealidad” que lo sumió en una crisis. A la luz de estos recuerdos, va hilvanando en el libro una serie de fragmentos, a veces de apenas unas cuantas líneas, sin una relación de causalidad fuerte, sino más bien por asociación de ideas, sobre lo que ha podido establecer la ciencia acerca del origen del universo y la vida. Estos hallazgos se mezclan en el texto con simbolismos espigados de diversos cultos religiosos, cosmovisiones ancestrales, ritos mistéricos, escritores alguna vez excéntricos y creencias esotéricas como la alquimia, de la que el propio libro toma su división en tres partes, correspondientes a las de la transmutación de la materia: nigredo, albedo y rubedo. El volumen se constituye así en un gabinete de curiosidades de gran poder evocativo, cautivante, que exige una lectura pausada y reflexiva, no por la complejidad de su prosa, que es de una transparencia amable tanto en su sintaxis como en su léxico, sino por la densidad de sus imágenes, la mayoría de ellas inquietantes. Del microcosmos al macrocosmos, desde el plano celular al astrofísico, hay una zona oscura desde la que amenaza la anomia, el caos y lo inconcebible.
Un verdor terrible (2020), en este sentido, no es un punto de inflexión en el proyecto literario de Labatut. Marca una continuidad que profundiza en estas ideas, pero las organiza de una forma distinta. Hay una mayor cohesión narrativa, menos fragmentariedad, aunque persiste la indefinición genérica de los cuatro textos que conforman el volumen. La crítica los ha calificado de ensayos (Camilo Marks), aunque también ha reconocido en ellos “cuatro capítulos y un epílogo hilados pero autónomos” (Nadal Suau), mientras que John Banville se ha referido a la obra como una “novela de no ficción”. Cabe suponer que en la acepción otorgada en los últimos años por autores como Emmanuel Carrère y Éric Vuillard, con los que Labatut, por cierto, tiene algunos puntos de contacto, como la obsesión por Philip K. Dick, compartida con el primero, y la construcción de relatos a partir de episodios cruciales de la historia, no necesariamente los más conocidos, práctica llevada a la perfección por Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción. El propio Labatut ha propuesto zanjar esta inseguridad respecto del estatuto de sus textos en los “Reconocimientos” que hace al final de Un verdor terrible: “Esta es una obra de ficción basada en hechos reales. La cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro”. En una entrevista con Roberto Careaga, el autor precisa: “Es un libro hecho de un ensayo (que no es químicamente puro), dos cuentos que tratan de no ser cuentos, y una novela corta”.
Al margen de la credibilidad que podemos otorgar a las declaraciones de un escritor acerca de su propia obra, Labatut parece jugar con la posibilidad de trasladar a la narrativa la incertidumbre propia del mundo de la física de partículas subatómicas, que mapea de manera brillante en “Cuando dejamos de entender el mundo”, la novela corta de la que habla el autor y quizás la parte más lograda del volumen junto con el texto inicial, “Azul de Prusia”. La rivalidad entre Schrödinger y Heisenberg escenifica un debate entre la posibilidad de existencia de un orden relativamente sólido y predecible, y el triunfo definitivo del azar y el caos, expresadas ambas opciones mediante el lenguaje aparentemente neutro de las matemáticas. Lo interesante es que, a pesar de estar en posiciones opuestas, ambos físicos alcanzan una “epifanía” decisiva en sus respectivas investigaciones —al menos en la versión de Labatut— luego de atravesar estados alterados de conciencia. Mediante el uso de una sustancia psicotrópica, en el caso de Heisenberg, tras un encuentro casual con Walter Benjamin en un bar de Conpenhague; un anacronismo evidente pero verosímil, pues estuvieron en Dinamarca con diez años de diferencia. Schrödinger, a su vez, elabora su teoría durante su convalecencia en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos. Su fórmula (“una de las ecuaciones más hermosas y extrañas que han surgido del ser humano”) es el fruto de horas de trabajo en las que el físico pierde la noción del tiempo: una revelación a la que siguen episodios de fiebre y una pasión enfermiza por la hija adolescente del médico que dirige la clínica de recuperación, si así puede llamarse a un moridero aislado, discreto y respetable, parecido al sanatorio de Davos en el que se ambienta La montaña mágica de Thomas Mann.
La exploración de las relaciones entre el mal y la ciencia han encontrado un terreno fértil en la historia de Alemania durante la primera mitad del siglo XX. Benjamín Labatut visita el mismo castillo maldito que Jorge Volpi (En busca de Klingsor) pero evita hacerlo por sus pasadizos más transitados. Sobre todo en textos como “La singularidad de Schwarzschild”, acerca del físico, astrónomo y matemático que se enroló como voluntario en el ejército alemán durante la Primera Guerra y le envió a Einstein, desde las trincheras, una carta en la que resolvía las ecuaciones de su teoría de la relatividad general, publicadas en noviembre de 1915. Una solución exacta, que describía cómo la masa de una estrella deforma el espacio y el tiempo a su alrededor hasta crear una desgarradura: un abismo, un punto ciego, sin luz, incognoscible, en el que pierden su validez las matemáticas de la teoría de Einstein. Singularidad de Schwarzschild, la llamaron. Una anomalía o aberración matemática que obsesionó al científico mientras avanzaba por todo su cuerpo una enfermedad que lo llenó de ampollas y úlceras. Pero el dolor físico no es nada comparado con el sufrimiento metafísico que atormentó a Schwazschild poco antes de morir: “Si ese tipo de monstruos era un estado posible para la materia (…), ¿tendrían un correlato en la mente humana? Una concentración suficiente de voluntades, millones de seres humanos sometidos a un solo propósito, sus mentes comprimidas en el mismo espacio psíquico, ¿desencadenarían algo parecido a su singularidad”. Al cabo de veinte años, la física y la historia confirmaron ambos temores.
Las aprensiones de hombres de ciencia geniales que revolucionan su campo para luego retroceder, espantados, al vislumbrar las consecuencias de sus hallazgos reaparecen en “El corazón del corazón”, sobre el matemático japonés Shinichi Mochizuki y su relación con Alexander Grothendieck (1928-2014). Este apátrida, de orígenes rusos y alemanes pero nacionalizado francés, alcanzó el reconocimiento mundial por sus investigaciones en torno al concepto de motivo, capaz de “alumbrar todas las encarnaciones posibles de un objeto matemático”, según explica Labatut. “El corazón del corazón”, en palabras del propio Grothendieck, quien, en la cúspide de su carrera dejó la investigación, se apartó de la comunidad matemática y abandonó a su familia, fundando una comuna y volcándose en la ecología antes de refugiarse en pequeños pueblos del sur de Francia, donde llegó a vivir como un ermitaño. Según una matemática norteamericana que logró hablar con él en sus últimos años, Grothendieck le dijo que había perdido todo interés en los números y que evitaba a los seres humanos para protegerlos. “No quería que nadie sufriera como consecuencia de lo que él había encontrado”, escribe Labatut. Sin explicar a qué se refería, hablaba de “l’ombre d’une nouvelle horreur” (“la sombra de un nuevo horror”).
Un peligro sin nombre parece estar a la vuelta de la esquina en todos los textos de Labatut. Acechando a la espera de encontrar un resquicio que, muchas veces, le abre la ciencia por mero azar. En “Azul de Prusia”, el autor chileno reconstruye los insospechados caminos de la química que llevaron desde el descubrimiento accidental, a comienzos del siglo XVIII, de un pigmento sintético que revolucionó la pintura hasta la fabricación industrial del gas utilizado por los nazis en los campos de exterminio. Un investigador alemán de origen judío desempeñó en esta trama un papel protagónico. Fritz Haber fue, en 1907, el primer científico que extrajo nitrógeno directamente del aire para la elaboración de fertilizantes en un momento crítico para la agricultura, lo que revolucionó la producción mundial de alimentos. Su método le valió el Nobel. El mismo Haber fue quien planificó la utilización de gas de cloro en la Primera Guerra Mundial, causando una muerte horrenda a miles de soldados. Después del conflicto, produjo una sustancia que empleaba el cianuro para formar un pesticida en gas que bautizaron Zyklon. No tardó en probarse su rápida efectividad en la eliminación de plagas. Haber murió en 1934, sin prever el terrible destino que, pocos años más tarde, tendría el tóxico que ayudó a crear.
“El jardinero nocturno”, colocada al final del libro como su “Epílogo”, es la narración que más se acerca formalmente al tipo de cuento tradicional que el autor practicó en su primer libro. Transcurre en un pueblo chileno cordillerano, tranquilo pero no bucólico: sus bosques fueron diezmados por un incendio y alguien envenena perros con cianuro desde hace años. El narrador conoce a un vecino trabajando en el jardín de su casa, en plena noche, porque le asegura que es el mejor momento para hacerlo, pues las plantas están dormidas. Un día el jardinero le habla de Fritz Haber; otro, le cuenta que él mismo inició una brillante carrera en las matemáticas, a las que renunció luego de conocer el trabajo de Alexander Grothendieck. La trama repasa todos los motivos del libro, como el corolario de un teorema.
Traducido a más de veinte idiomas, el impacto de Un verdor terrible fue tan grande que su autor creyó necesario publicar el breve ensayo La piedra de la locura (2021), donde relaciona el cuadro de El Bosco con la escritura de H. P. Lovecraft y Philip K. Dick. Un opúsculo que funciona, sobre todo, como una apostilla a su propia obra: “En 2020 publiqué un libro titulado Un verdor terrible, en el cual trazo algunos hilos que forman la red de asociaciones, ideas y descubrimientos que dieron origen a la química, física y matemática modernas, porque esas disciplinas —junto con el súbito estallido de la comunicación, la biología y la computación— se encuentran en la base de nuestra cosmovisión actual”. En la primera parte del libro, Labatut vincula la incapacidad para entender el mundo y la realidad con los antecedentes del “estallido social” que ocurrió en Chile a fines de 2019. Es un texto valioso pero que, literariamente, no aporta nada nuevo a lo que ya había dicho. En la segunda parte, el autor ajusta cuentas con los extraños lectores que atraen sus libros cuando habla de la locura, centrándose en un supuesto intercambio de mensajes paranoides que le envió una mujer. De manera imperceptible, el ensayo se desliza hacia el relato o, al menos, hacia un terreno contiguo a la ficción. Es la zona donde mejor se mueve, sin duda, la escritura de Labatut.
Pedro Pablo Guerrero