En primer lugar, quisiera expresar mi agradecimiento por este importante e inesperado premio, en nombre de mi marido, Darwin “Bud” Flakoll, quien falleció hace unos años. Estoy profundamente agradecida por este reconocimiento y a la familia Neustadt; a la prestigiosa revista World Literature Today; a su director ejecutivo, Robert Con Davis-Undiano; a su editor en jefe, David Draper Carkl; a los miembros del jurado que me han otorgado el premio, y por último, aunque no menos importante, a la poeta nicaragüense Daisy Zamora, quien me nominó para el premio. Es un gran honor estar aquí, contigo, para aceptarlo. Con toda humildad, confieso que jamás soñé que lo recibiría, y espero no desilusionarte.
A lo largo de mi vida, he incursionado en muchos géneros literarios, pero desde mi niñez, la poesía fue y continúa siendo mi pasión. Desde antes de aprender a leer, mis padres me hacían memorizar poemas de Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense que fundó el movimiento modernista y transformó el idioma español, y cuya obra recitaba yo con gusto a quien fuera lo suficientemente ingenuo como para pedírmelo. El ritmo de los poemas de Darío me fascinaba. Con frecuencia, incluso estando sola, recitaba su obra en voz alta. No me interesaba comprender el sentido de sus versos, pues la música de sus poemas era lo más importante. Era como la voz del viento, el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas, o el rugido eterno de las olas en el océano. A medida que me iba haciendo mayor, las palabras fueron conquistándome. Quería conocer el significado de cada una de ellas y memorizarme el diccionario.
Hay algo sensual en las palabras. Ellas nos seducen, despiertan nuestra imaginación, pero también expresan la inteligencia y lógica, erigiendo torres de ideas y culturas. La Biblia nos dice que “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”. La palabra es nuestra espada, nuestra fortaleza, esa fuerza mágica que se le otorga a las cosas para poder nombrarlas. Habiendo entrado ya en la adolescencia, quería expresarme mediante palabras. Las evoqué, fascinada por ellas, pero a ratos también las odié, las agarraba a golpes cuando no me respondían. Como poeta, me gusta inventar y conjurar palabras, verlas volar, permanecer en vuelo, y muchas veces caer y volver a levantarse, magulladas y heridas. Había palabras que revelaban y otras que ocultaban, incluso algunas que se robaban nuestros sueños. Muchas veces las palabras parecen estar vacías. No sabemos qué hacer con ellas y nos dan ganas de arrojarlas al suelo y pisotearlas, a ver si surge algo entonces.
Desde pequeña, le he tenido aprecio a la poesía. Leerla se volvió un hábito. Por las noches, siempre que sea posible, leo al menos un poema antes de irme a dormir. He tenido buenas y malas influencias como poeta. He escrito muchas imitaciones de lo que fuera que estuviese leyendo en algún momento dado. Aprendí muchos trucos, algunos de ellos muy útiles, todavía hoy. La Biblia me ha influenciado muchísimo: el libro de Job, los Salmos, Eclesiastés, el Cantar de los cantares. Y la poesía, como señaló Percy Shelley, es como un gran río hacia el que fluyen miles de afluentes. En esencia, todos los poetas contribuyen a la escritura del gran poema eterno.
La poesía celebra a la humanidad, al universo, al creador del universo. Nos resulta imposible permanecer indiferentes hacia la turbulencia que sacude a nuestro planeta y sus habitantes: el hambre, la guerra, los terremotos, el racismo, la violencia, la xenofobia, la deforestación, el sida, el sufrimiento infantil y tantas otras miserias. En la región de donde vengo, Centroamérica, amamos la poesía, y a veces la usamos para denunciar lo que sucede a nuestro alrededor. Hay poemas testimoniales muy buenos. El poeta, especialmente de donde vengo, no puede ni debe encerrarse en la torre de marfil.
Ser una mujer poeta fue muy difícil para mí en la adolescencia. Empecé a escribir relativamente joven. A los catorce; después de leer Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, supe que esa era mi vocación. Aunque mis padres nunca se opusieron, solía escribir prácticamente a escondidas. Fuera de mis padres, solo le mostré mi poesía a mi profesor de literatura; a Salurrué (Salvador Salazar Arrué), el gran cuentista salvadoreño; y a Alberto Guerra, un poeta nicaragüense-salvadoreño. Si mis amigas hubiesen sabido que estaba escribiendo poemas, se habrían burlado de mí, y ningún chico se me habría querido acercar, ni siquiera para bailar. Entre la clase acomodada de mi generación, en Centroamérica, las mujeres tenían la opción de casarse y mover los hilos de las carteras de sus maridos, o permanecer castas y virtuosas, horneando pasteles para sus sobrinos y sobrinas.
Hace tan solo unos años, uno podía identificar fácilmente a todas las mujeres de Latinoamérica que destacaban en literatura. Nombres como Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini, Claudia Lars, por no mencionar a la más grande de todas, Sor Juana Inés de la Cruz, quien, hace quinientos años, se quitó sus guantes feministas al escribir, “Hombres necios que acusáis, / a la mujer sin razón”, palabras bastante sorprendentes. Sospecho que Sor Juana decidió hacerse monja para tener la oportunidad de recibir una educación, sin la cual habría recibido el hábito del silencio.
En mi caso particular, después de acabar la secundaria, debí pasar dos años aprendiendo a coser, a cocinar bien, a tocar “Für Elise” en el piano antes de poder rebelarme. No había manera que mi padre quisiera que viajara al extranjero a estudiar, o que asistiera a la universidad en El Salvador. Me decía que allí apenas había mujeres y que sería blanco de irrespetos. Finalmente, con mi madre de cómplice, junto con mis propios alegatos, logré convencer a mis padres de que me dejaran viajar a los Estados Unidos para continuar con mis estudios. A pesar de que mi padre era machista, nunca se opuso a que aspirara a una carrera como poeta. Por el contrario, creo que en el fondo estaba feliz de que lo hiciera porque amaba la poesía.
Poco después de viajar a los Estados Unidos, mis padres nos llamaron a mi hermanita y a mí al salón. Allí, mi padre le mostró un piano vertical Steinway a mi hermana, quien tenía gran talento musical, y le dijo: “este es su instrumento. Aprovéchelo”. A mí, en cambio, me trajo una cajita de madera con el interior forrado de fieltro, con una lapicera Parkway en el interior: “Este es tu instrumento. Úsalo como una espada”, me ordenó. Mi padre era intuitivo. Estoy segura de que temía a sus propias palabras, pero conmigo debía pronunciarlas. He usado mi poesía en muchas ocasiones como espada y la he blandido contra demonios internos y externos.
Norman, Oklahoma
29 de septiembre de 2006
Traducción al español de Antonia Alvarado
Nota del editor: Esta traducción es referencial y no representa el texto original escrito por Claribel Alegría, como indica el crédito a continuación.
Traducido desde la traducción al inglés de David Draper Clark, en Dispatches from the Republic of Letters: 50 Years of the Neustadt International Prize for Literature (2020), editado por Daniel Simon y disponible por Deep Vellum Publishing.