For A. Kashmiry
Flotas en la habitación. Recuerdas con amargura que naciste mujer en una tierra lejana donde no se te permite ser un muchacho. Luchaste por ello, por ser tú, pero sólo te dejó un mal sabor en la boca, el odio y el rechazo de familiares y amigos. De nada valió tu combate, sólo lograste que tu padre te cortara la espalda a latigazos.
Alejandría es todavía una metrópolis pasada que no te suelta, no te deja despegar. Abres los ojos en tu ciudad y el sol quema tu piel como brasas incandescentes. Despiertas hombre, pero allí están tus cabellos: largos y negros, tus senos en punta, tus pestañas como mariposas tenues, tu rostro imberbe. La mañana comienza, como todos los días, sin ti, sin tu esencia. Las moscas viajan lentas, como de espaldas a la ciudad. Sabes que después que te expulsaron de casa, sólo la fuga y el viaje son la única alternativa que quedan. Deseas poder ser, con toda la fuerza de tu alma, ese insecto con alas.
Entonces te olvidas de vivir. Sólo te abocas al trabajo; con la esperanza de llegar a un punto, un espacio donde te entiendan, donde te dejen ser quien realmente eres. Estás cansada de ocultar tu orientación sexual, de vivir dentro de una pesadilla infinita. Necesitas con urgencia, una ciudad donde te permitan un millón de formas de existir o terminarás muy mal.
Temprano, frotas el piso de cemento resbaloso de las oficinas, cargas con esponjas, detergentes baratos, guantes de jebe. Empiezas por barrer el suelo, esto elimina la necesidad de recoger tanta suciedad con el trapo húmedo. Luego tomas un balde lleno de agua tibia y disuelves el químico fluorescente, es lo único que brilla en tu mundo, todo lo demás es opaco y sombrío. En las tardes, corres a servir las mesas en un café del centro. El salario es mísero, las propinas también.
Hay un deseo deforme que te preocupa: has encontrado un contacto clandestino. Otro hombre que habita en un cuerpo de mujer; pero tienes miedo de ir a verla. Eres consciente de que muchas mujeres acaban en la cárcel, sufren acosos, torturas y abusos en tu país, por culpa de sus identidades sexuales. Incluso, por el simple hecho de montar una bicicleta o no llevar el hiyab. Piensas que es la gravedad del planeta la que parece arrastrarte al centro del abismo. No sabes por qué pero terminas concertando la cita con Anat.
Caminas por las callecitas empedradas. Tienes miedo, te expones, has salido hacia la claridad, abandonando la coraza. Ubicas el punto de encuentro, un callejón vacío, la fachada amarillenta de la casa. El sol va cayendo detrás de tu cabeza, la ciudad parece estar hecha de partículas de arena, es un mar desierto y seco. Divisas a Anat, no parece un rostro alegre, debe tener tu edad, dieciocho años. La ves tensa, preocupada. Te levanta la mano y por fin sonríe.
Allí están, una frente a la otra. Ella saca dos latas de coca cola de su bolso de tela y las beben en el interior de la casa abandonada. Son dos fantasmas en la ciudad. Un hilo de luz agonizante se filtra desde una lucerna; llevan veinte minutos conversando, estás agitada, tu respiración se entrecorta. Te consuela saber que existe alguien más que siente exactamente lo mismo que tú. Miras en un punto en el espacio y sientes algo extraño, una oscura premonición, sin embargo sigues conversando. De pronto recibes un golpe seco en el estómago. “Es ella”, te acusa Anat con el dedo apuntándote. Son varios policías. Te levantas, estás rígida como una regla. Uno de ellos te da la vuelta y te desplomas, caes boca abajo al vacío como la etérea estatua de un ángel. Desgarran tus ropas, te tienen atenazada. Un policía gordo pisa tu cabeza, tu cabello arremolinado es color de las algas. Eres dulce como un animal asustado, eso los excita más, los hace más violentos.
Sientes una carne caliente entrar en tu cuerpo, piensas que copulan con la materia no con tu alma; deseas mantenerte fuerte pero tus lágrimas han empezado a bailotear en tus mejillas. Te llenan de líquido seminal, lo percibes como restos ásperos que se pegan en tu piel. Un fuego arde en tu pecho, en tus entrañas. Te escupen, te patean, te llueven gritos e insultos; tu vientre se hincha, se tensa. Aguantas.
Has llegado a Londres buscando una nueva oportunidad. Vives con muy poco dinero que te provee el estado, te has convertido en la sombra de tu cuerpo, estás al borde de la anorexia, hueso y pellejo. Extrañas los zumbidos de los insectos de tu ciudad, la forma en que vuelan, diluyéndose, dibujando trazos cortos en las ventanas y el viento. Ahora es invierno y hace frío, te duelen hasta los huesos. De acuerdo con las normas de regulación, no puedes recibir del servicio de salud las hormonas para dar el gran paso definitivo, convertirte en lo que siempre has sido: un hombre.
El Ministerio del Interior no te cree, no acepta tu solicitud de refugiado, sospecha que eres un inmigrante económico. “¿Hay alguien que sabía tu condición de transgender en Alejandría?”, “¿alguna vez te vestiste como hombre en Egipto?”, pregunta el oficial Roger Stone, mientras tamborilea el bolígrafo sobre su escritorio. “¿Denunciaste la violación?”, continúa el interrogatorio. Repentinamente, entra lento un olor sofocante a la oficina, sientes que te asfixias, el calor repta por tu garganta a tus mejillas, se estrella en tu cerebro. Tiemblas, estás a punto de explotar, te clavas las uñas en el muslo izquierdo. No hay fotos, no hay denuncias, no hay declaraciones, no hay testigos, no hay pruebas; sólo la verdad de tus palabras.
Regresas a tu pequeño piso, la pintura de las paredes se descascara. Tu cuarto es una bañera brumosa para moribundos. Hay unos noodles instantáneos, pero no tienes las fuerzas para hervir el agua y mezclarlos. La noche se hunde en tu rostro, no sabes cómo demostrar la pureza de tu confesión. Tu mente se distrae, divaga, tu corazón martillea. Caminas hacía la cocina, te quitas la camiseta celeste. El cuchillo brilla, lo sujetas y lo acercas a tu seno derecho, vas ejerciendo fuerza, la piel se ablanda. Caes de rodillas. Tu cuerpo flota deshilachándose en diferentes formas, hasta convertirse en una densa llamarada blanca que te ilumina.
Inspirado en el documental Adam
Foto: Regresando a casa, Londres, Reino Unido, de Ryan Tang, Unsplash.