Cada vez que asomo a un texto de Clarice Lispector,
tengo la sensación de que respira: acaba de ser escrito para mí, está crudo. Lo que se
revela parece reciente. Como si la narradora acabara de dar con la idea que ha de
carnalizar para que yo pueda probarla.
Acaso escribir no sea más que apresar el tiempo, o esa voz que irrumpe y nombra lo que
acaba de ver, antes de que desaparezca. Pasado y futuro suceden ahora.
Escribir así no sucede para mentir, sino para encontrar verdad en lo que aún no fue
pensado. Para ver de un modo nuevo lo que creíamos entender antes de interpretarlo.
Escribir es interpretar a qué suena el mundo. Cómo se lo toca. Con qué palabra.
“Cada cosa tiene un instante en que es —escribe en Agua viva— quiero adueñarme del
es de la cosa”.
Leerla me da vértigo, es como ver un pozo en el momento en que está siendo cavado.
La cuestión del tiempo, su devenir, es puesta en duda.
“Entre la actualidad y yo no hay intervalo”.
De su obra, regreso cada tanto
a La Pasión según GH, a Agua Viva y a La hora de la estrella, es decir, a su periodo
último. Estos textos sin género, indefinibles, condensan lo minúsculo mientras abren el
espacio. Trémula tensión entre el núcleo y lo universal. Contra la idea del círculo, de lo
acabado, Lispector es rizoma puro, aluvión.
La primera persona desencadena su curiosidad por un objeto/sujeto que ha ingresado en
su campo de interés, al que desea entender con el cuerpo entero, ser atravesada por él y
nacer otra. La voz narrativa no cesa de preguntar, desde la orfandad más absoluta.
Para no caer,
la narradora de La pasión según GH pide desde el inicio que no la suelte, que haga el
recorrido de su mano. Lo pide a título personal, al yo que lee:
“Mientras tanto necesito aferrar esta mano tuya”.
Entonces se la doy, imposible desatender el pedido. Vamos juntas a lo oscuro, el
infierno así no está tan solo. El placer de la travesía excede la oscuridad, porque una
idea es un destello de inteligencia, aunque lastime.
“Yo, viva y reluciente como los instantes, me enciendo y apago”.
Que el lenguaje sea un desvío,
que el espacio de la página sea tiempo, cuerpo, memoria. Que las palabras se organicen
de un modo nuevo. Que digan como si fuera la primera vez. Escribir requiere de
palabras que, como sabemos, son anteriores a quien las llama, palabras ya nacidas que
tienen su carga y su sombra.
La escritura de Lispector no sabe de géneros ni de especies. Ni siquiera de sí misma
hasta que aparece. La prosa está contaminada de poesía, lo humano y lo animal son
confabulaciones contiguas. Inventa su bestiario mientras concibe una excusa para que la
escritura sea una cruza de actos animalizados e invención inhumana. El animal se
comporta como persona, ser persona no alcanza.
“La cucaracha no tenía nariz. La miré, con su boca y sus ojos: parecía una mulata
agonizando”, La pasión según GH.
En Agua viva se propone
escribir con todo el cuerpo. En La hora de la estrella vuelve sobre esa idea, que ya
había extremado de modo hiperbólico:
“Y cuando entrecerró los ojos nublados, todo quedó de carne, al pie de la cama de
carne, en la silla el traje de carne que el marido había arrojado, y todo, casi, le producía
dolor”. Devaneo y embriaguez de una muchacha, Lazo de familia.
Lispector ensaya distintas formas para cada texto. Cada fragmento de Agua viva es
como la hierba de un jardín seccionado, el silencio que se produce en el borde.
“El día parece la piel estirada y lisa de una fruta”.
Sin cronología, la asociación sustituye la estructura tradicional. Liberada de las
descripciones banales, la narración avanza como una flor hambrienta. Así construye la
voz, sin personaje. El personaje es la palabra.
“No quiero tener la terrible limitación de quien vive sólo de lo que es pasible de tener
sentido. Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”.
Agua viva fue comiéndose a sí misma, perdiendo carne del borrador inicial.
Despersonalizada, casi desnuda, el vestido fue el lenguaje.
Hay una conciencia poética y filosófica de la fatalidad
en su obra, que se vuelve más inquietante cuando se desentiende del argumento.
Personajes que actúan de sí mismos, que se imitan, hacen como si existieran. Gente
extraviada en su cuerpo que de pronto regresa por un acto cualquiera. A partir de una
falta es transfigurado, recuperado por el lenguaje:
“Lo bueno del acto es que nos supera”.
Y luego está ese tratado de escritura de ficción
que es La hora de la estrella. Que funciona también como diario:
“Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo, estoy de sobra”.
Donde decide ser un narrador que se dedica el libro a sí mismo, a su nostalgia. Apenas
travestida de escritor, de nordestina, acomete la historia de cómo contar a partir de un
asunto diminuto. Una historia “en estado de emergencia y de calamidad pública”, que
pone en cuestión los principios fundantes del relato. Desde la dificultad primera:
empezar cómo, si el mundo es previo a cualquier relato y se llega siempre tarde a él. Las
cosas antes del relato de las cosas.
Un narrador que desea contar en frío una tragedia que no le pertenece. Con un personaje
central que es una mujer sin atributos. Desheroizada, una dactilógrafa sustituible, a decir
de quien la inventa, que vive sin registrarlo, llevada por los acontecimientos, ajena de sí.
Aquellos que se resisten a leer a Clarice Lispector
tienen una disculpa: es incómoda. Los que precisan que una historia se comporte como
una larva que nace crece y se abandona se sentirán perdidos. A los apegados al sonido
que la realidad imita en algunos textos les parecerá insólita. Por la desmesura de su
decir la juzgarán de ensimismada. Por prescindir del lenguaje descriptivo, de ilegible.
Hay quien escribe de estructuras, de relatos con certeza, desde ventanas abiertas o
fascinados por los mecanismos del texto como si fuera un juguete. Hay quien concibe
personajes tridimensionales o planos, con o sin psicología. Hay voces en primera
apegadas a la confesión o en tercera, desvinculadas. Hay quien irrumpe, quien se
amolda.
Lo que fluye en Lispector no es la conciencia
sino la inconciencia, la abstracción. El saber del cuerpo se alza en las palabras como si
no fueran de este mundo. La extranjera localiza rápido lo extraño. Vivir no se entiende.
El lenguaje se queda corto, a veces. Cuando pretende aseverar sin probar físicamente
una idea, fracasa.
Lispector desea ser leída por “personas de alma ya formada. Aquellas que saben que la
aproximación, a lo que quiera que sea, se hace gradual y penosamente —atravesando incluso lo contrario hacia lo cual nos aproximamos”.
Se presenta como una escritora amateur, que huye de la categoría de profesional.
Alguien a prueba. Que asume la inutilidad de responder antes y después sobre lo escrito.
Qué es el tiempo, cuál el fenómeno, a qué sabe la eternidad,
de qué color es el miedo, qué significa soy. Quién me habita. El asombro de ser una
inicial en la valija, querer probar lo inhumano. He ahí sus planes.
“Fuera del agua el pez era forma” dice. Quién puede desmentirla.
Leyéndola encuentro mi escritura ahí, la que es anterior
a su lectura. Ideas que yo consideraba propias que ella ensayó mucho antes, revelando
que no sólo no eran mías, sino que pertenecían a un universo previo, que cambia de
cuerpo y de lugar, que no es poseído nunca. Hay asuntos que son umbrales de creación:
lo inmundo, la palabra como pieza de carne, el temor a deleitarse en lo terrible, la
alegría de abandonarse a la fiera que se intuye bajo la máscara perfeccionada hacia
afuera, la pretensión de que el discurso encuentre una forma nueva. Un campo poético
familiar que ella extrema y que me obliga a inscribir mi propio acto de escritura en un
linaje. Cada cual se arma el álbum que precisa. Ella estaba en el mío, aunque yo no lo
supiera. En todo caso, leerla me habilita. Y sé que no sucedo sola.