Durante casi toda la segunda mitad del siglo pasado, una parte considerable de la literatura latinoamericana fue prisionera de la convicción de que, para ser tomada en cuenta, debía cumplir con las exigencias que las teorías literarias —sobre todo de origen francés— imponían al mundo. Dejando de lado los casos patéticos de emuladores del nouveau roman francés, varias generaciones de novelistas sufrieron el imperativo del “flujo de la conciencia”, de la “metaficción”, de la “pura objetividad” o sus respectivos opuestos, y crearon un universo literario que, con contadísimas excepciones, posee esa característica que alguna vez Borges usó a propósito de la literatura argentina: la de ser prescindible. Lo que funcionaba en la Ciudad Luz no podía trasladarse a nuestras latitudes sino como remedo o caricatura. En París los escritores y los teóricos coincidían a veces en la misma persona y casi siempre en los mismos círculos sociales y culturales, lo que quiere decir que compartían y a la vez creaban los prejuicios imperantes que se sostenía con un mercado editorial complaciente y una legión de lectores cuyas preferencias eran moldeadas por la publicidad.
Nuestra realidad en esos años era totalmente otra. Aquellos escritores que devoraban sucesivamente a Sartre, Barthes, Foucault o Derrida y a sus discípulos, competían por escribir comme il faut sin una industria editorial que los apoyara ni unos lectores envilecidos por el marketing. En Venezuela, Argentina, Brasil o México los ejemplos son demasiado conspicuos para enumerarlos y solo nos demoramos en el tema porque al placer que nos brindan las obras de los grandes escritores hay que agregar la sorpresa muy grata de comprobar que hicieron muy poco caso, si alguno, de las modas que impusieron las editoriales y los profesores de literatura. Entre estos grandes autores se encuentra Clarice Lispector, en cuya amplísima obra que nace en su adolescencia y no deja de crecer hasta su muerte se encontrarán muy pocas concesiones deliberadas o involuntarias a los tópicos de la crítica.
Si se quiere, y contrario a las especulaciones de algunos feministas, Lispector encajaba voluntaria y empecinadamente en el estereotipo de la mujer tradicional de la clase media latinoamericana, lo que no solo no representaba ninguna vergüenza para ella ni, por lo tanto, ninguna necesidad de justificarse, sino que lo asumía con auténtica dedicación, como un deber que incluía, principalmente, el de ser hermosa, elegante, refinada: una mujer que “cualquier hombre quisiera como esposa”. Para ser hermosa no tuvo que esforzarse mucho. Su rostro encantador, su soberbia figura, delicada y llamativa sin ser exageradamente voluptuosa, ejercían tanto la atracción erótica como la admiración estética y podía recibir los halagos de un adolescente lujurioso, de un caballero cortés o de un amigo homosexual, para no mencionar a las mujeres que la admiraban o envidiaban. Mujer hermosa, modesta, elegante; esposa ejemplar, madre dedicada, hija piadosa en el sentido muy especial de la familia judía; Clarice comenzó escribiendo en las revistas llamadas “del corazón”, donde daba consejos de belleza, moda, y otros temas de interés femenino, a mujeres de todas las edades que llegaron a adorarla. De otra manera y en circunstancias completamente diferentes, no desentonaría en su dimensión femenina, en su belleza y en su talento, con nuestra señorita que escribió porque se fastidiaba (al decir de Teresa de la Parra).
Para quienes puedan pensar que estas actividades “frívolas”, que realizaba amparada en varios seudónimos, pudiera haber sido una ocupación sin mayor entusiasmo, que no se tomaba en serio o que consideraba por debajo de sus aspiraciones literarias, cito parcialmente a la periodista argentina María Mansilla: “Su biblioteca fue testigo de que se lo tomaba muy en serio (…). Después de su muerte, allí quedaron libros como Ricettario domestico, Enciclopedia moderna per la donna e per la casa, The Homemaker’s Enciclopedia: Personal Beauty and Charm, Beleza e personalidade: o livro azul da mulher”. Claro está, en su biblioteca, hoy custodiada por el Instituto Moreira Salles de São Paulo, también quedaron Spinoza, Tolstoy, Kafka, Machado de Assis, James Joyce, Katherine Mansfield y Herman Hesse, entre muchos otros autores.
Pero nada de lo anterior puede servirnos, ayudarnos o siquiera darnos alguna pista para entender su literatura, y por entender no queremos decir descifrar sus textos ni ser capaces de pensar el tránsito entre esta vida relativamente mediocre en la que suceden muy pocas cosas y una de las obras más luminosas que se hayan producido en el siglo XX. Me resulta desagradable hacer esta aclaración, que para algunos es importante, porque la única razón para plantear este falso problema es que se trata de una mujer, de una mujer hermosa, seductora y discreta, es decir, de una mujer que encierra en su humanidad todas las contradicciones asociadas tradicionalmente con el sexo femenino. Pocos, que yo sepa, se interrogan por la distancia entre la mediocridad vital de Jorge Luis Borges y su magnífica e insuperable obra, como no lo hacen por Fernando Pessoa o tantos otros autores que carecen de la vida más o menos heroica de un Hemingway, de un André Gide o de cualquier otro creador. Por entender queremos simplemente referirnos a esa necesidad de discernir líneas de fuerza, modos expresivos, puntos de ruptura. Discernir, no explicar ni mucho menos ponerle la lupa de algún esquema teórico.
Si se ha leído a Lispector (a Kafka, a Dostoievski, a Rilke) se ha sufrido una metamorfosis espiritual, un renacimiento muy secreto, como le sucede al reptil que muda de piel o al creyente que ve a su dios. Es absolutamente imposible ser la misma persona antes y después de transitar las páginas de La pasión según G.H., Agua viva o cualquiera de sus muchos relatos y novelas, todos intensos y de manera extraña, compactos, casi breves, todos inolvidables, inconfundibles, perfectos. En algunos casos, en muchos, no hay una historia discernible, o simplemente no hay historia en el sentido común de un argumento que se desarrolla, pasa por diversas etapas y nos lleva como un mar hasta la orilla. Más que orillas a las que somos arrojados, sus libros son el propio mar, ese que Octavio Paz nos hace inteligible cuando nos dice que su forma es su movimiento. En Lispector (y con seguridad, en toda literatura verdadera) no hay una forma definida de antemano; es el propio movimiento de las palabras, esa oscilación que empujan los vientos y contrae la gravitación del espíritu lo que dibuja su forma. Pura materia verbal, su única metafísica es ser materia y espíritu en una sola cosa que parece se narrara sola. En ese mar de palabras hay personajes que no dejan de ser aspectos parciales de la autora, fragmentos involuntarios de una biografía que duda entre el secreto y la confesión. Cada tanto, casi cada tres o cuatro páginas, una observación definitiva sobre cualquier cosa que, lejos de parecer un injerto casual, envuelve y da sentido a lo que le antecede.
Queremos en estas breves líneas señalar uno de los aspectos de la obra de Lispector al que hemos sido más sensibles; no pretendemos que estas consideraciones agoten o definan su obra. Se trata de la alternancia entre la descripción del mundo cotidiano de la mujer, descripción cargada de ternuras asombrosas, de la minuciosa observación del detalle que a los demás se les presenta como trivial por una parte, y la súbita y muy frecuente aparición de los estratos más profundos del ser, de los hallazgos innumerables de su inteligencia y sensibilidad agudísimas. Para tal efecto comentaremos dos breves pasajes de dos obras lejanas entre sí, en lo formal, en lo temático y en lo temporal.
Comencemos con El origen de la primavera o la muerte necesaria en pleno día, del Libro de los placeres, donde se encuentra este párrafo:
Una vez más, en sus titubeos confusos, lo que la tranquilizó fue lo que tantas veces le servía de sereno apoyo: que todo lo que existía, existía con una precisión absoluta y en el fondo lo que ella terminase por hacer o no hacer no escaparía a esa precisión, aquello que fuese del tamaño de la cabeza de un alfiler, no sobrepasaría ni una fracción de milímetro más allá del tamaño de una cabeza de alfiler: todo lo que existía era de una gran perfección.
Este fragmento es precedido por un prolongado comienzo que describe o narra lo que pudieran ser los rituales del boudoir de cualquier mujer ocupada en los perfumes y el vestido apropiados para el encuentro con el hombre que ama. Aunque carece de ironía, la situación encaja en la imaginación empobrecida de lo que se supone es el universo femenino, cuando nos encontramos con este párrafo casi que fuera de lugar: modesto, casi susceptible de ser pasado por alto, hace aflorar la profundidad misteriosa de la escritura de Lispector. Donde la crítica ve el flujo de la conciencia y la transgresión de la sintaxis, elementos formales intrascendentes, nosotros encontramos un patrón que se repetirá una y otra vez: lo cotidiano y predecible interrumpido, con diversos grados de violencia, por el magma subterráneo de una verdad que se manifiesta inesperadamente.
Veamos ahora un caso diferente. En una de sus últimas obras, Agua viva, encontramos esta oración, casi un poema: “Sé qué estoy haciendo aquí: cuento los instantes que gotean y son de sangre densa”.
Esta novela se presta con generosidad al descubrimiento de símbolos, peculiaridades sintácticas, niveles del discurso, entre otras muchas cosas. Nada de eso, sin embargo, nos interesa: nos dejamos llevar por esa voz intensa e ininterrumpida que fluye como la sangre de una herida o como el mar que insiste, desde el comienzo de los tiempos, en romper contra las barreras de corales. Aquí no existe lo cotidiano que antes señalamos, aquí todo es erupción y misterio; tal vez más que una exploración formal se trate del hallazgo irrepetible de una voz, de un ritmo, de una entonación. Si en El libro de los placeres nos dejamos arrastrar por la reiteración obsesiva de los rituales de lo cotidiano, porque suponemos y terminamos convencidos de que esa monotonía sufrirá sobresaltos, en Agua viva permanecemos anclados a la intensidad de una voz que no parece darnos tregua y que solo nos da un respiro para arremeter con más fuerza. Lispector recurre a ambas estrategias narrativas, seguramente sin plena conciencia de ello; esta oscilación entre modos de escritura encuentra extremos como en los ejemplos que hemos mencionado, donde se excluyen sin posibilidad de conciliación, pero una lectura atenta de toda su obra revelará que estos extremos se alternan, entremezclan y luchan entre sí porque no son otra cosa que el reflejo exterior de su mundo privado, como lo dice ella misma en alguna parte.
La excelente biografía de Benjamin Moser, Por qué este mundo, no solo supera a las muchas que le preceden (y a las que agradece con generosidad), aunque solo sea por el privilegio de ser la más reciente, sino que insiste en algunos temas que Lispector se empeñó toda su vida en evadir o al menos en desviar la mirada. Su clara y aguda percepción de sus orígenes judíos, que cada tanto se hace visible en sus temas y obsesiones, pero también su incomprensible neutralidad frente al antisemitismo, una tolerancia muy similar a la que muestra otro judío entre gentiles enemigos, Mijail Sebastian. Su hoy célebre diario, documento insustituible para comprender una época, un diario personal que no pretendía publicar y que la dedicación de los estudiosos sacó a la luz luego de un largo olvido, nos asombra con el registro de su resignación, su tolerancia casi suicida hacia los fascistas rumanos, entre los que por cierto se encuentran celebridades como Emil Cioran, Mircea Eliade o Camil Petrescu, todos antisemitas furibundos y partidarios de los nazis: Sebastian relata con amargura las opiniones y acciones de quienes eran sus amigos de juventud, con una fidelidad conmovedora. Sin duda no fueron las circunstancias de Lispector, pero sus muchas amistades del movimiento integrista, su frecuentación de círculos sociales donde el antisemitismo y el fascismo eran ventilados con simpatía, nos presentan la misma ceguera, la misma aceptación pasiva de alguien que pudo llegar a ser víctima de espantosas crueldades y a quien salvaron los hechos fortuitos de la historia.
¿No hay acaso en esta actitud un elemento de cobardía o de complicidad? Nada parece justificar esta pregunta, ninguna anécdota conocida, ninguna palabra dicha o escrita, pero su enunciación, seguramente injusta, se me impone como un golpe en la frente. Creo, sin embargo, que la lucidez puede a veces, paradójicamente, contaminarse de ceguera, tal vez porque se imagina como el único modo de evitar el terror. Nada, sin embargo, empaña la felicidad, los múltiples alumbramientos, las horas convertidas en eternidades que le debo a esta extraordinaria escritora.