De los escritores latinoamericanos que mencioné como los creadores verdaderamente mágicos de ficción, Álvaro Mutis (1923-2013) es el más interesante tanto por sus historias como por su estilo literario. Los lectores de habla inglesa no están tan familiarizados con sus novelas como con las de su compatriota colombiano Gabriel García Márquez. A pesar de todo lo admirable de este, sobre todo el García Márquez más tardío y juguetón de El amor en los tiempos del cólera, las historias de Mutis sobre Maqroll llegan más profundo. En la narrativa de Mutis, situada no en un país definido sino en ese universo cambiante que es el caos silvestre del Yo interior donde el ser humano es tanto peregrino con rumbo a una anhelada redención como alma perdida y sola en una jungla de confusión y desesperanza, hay una dimensión metafísica que no aparece en sus contemporáneos latinoamericanos más famosos.
Si bien antes fue poeta consumado —y muy elogiado por Octavio Paz—, Mutis se conoce sobre todo por sus siete novellas sobre un personaje que bautizó Maqroll el Gaviero, recopiladas en dos volúmenes, Maqroll y The Adventures of Maqroll, excelentemente traducidas al inglés por Edith Grossman y reeditadas en un solo volumen con una informativa introducción de Francisco Goldman, como The Adventures and Misadventures of Maqroll.
El protagonista de Mutis, de nacionalidad indeterminada, portador de un conveniente pero dudoso pasaporte chipriota y sin más nombre conocido que Maqroll el Gaviero, ha cruzado los océanos y vagado por los cinco continentes. Es un hombre como cualquiera y, a la vez, absolutamente singular. Ulises en un episodio, Quijote en otro, Tom Jones un día y Tartufo al siguiente: encarna a muchos de los héroes de la literatura, solo para volverse un inescrupuloso delincuente, contrabandista o proxeneta, un antihéroe que no deja de resultar simpático, como Robin Hood, a pesar de sus fechorías. Detrás de su personalidad camaleónica, sin embargo, sigue siendo siempre él mismo, Maqroll el Gaviero.
El “gaviero” es el vigía, el que se sienta en la gavia, la cofa del barco de vela, y desde lo alto es el primero en avistar tierras lejanas, lo bueno o lo malo que espere a los marineros en el horizonte; es el inquieto espíritu humano en constante búsqueda de esa nueva morada, esa nueva amistad, y sobre todo, ese amor ideal que será la consumación del alma cuando el yo se subsuma por completo en el otro, inquietud que sin embargo ve frustrada la búsqueda una y otra vez, y descubre únicamente el gran vacío de la nada. En esa funesta realidad, no hay consuelo para el yo atormentado. La tragedia de Edipo y de Lear se repite.
Mutis no dice nada de todo esto; como en toda buena pluma, las ideas no se explicitan, sino que se insinúan en las imágenes objetivas en las que se sucede la acción, lo que demuestra una vez más que las ideas están condicionadas por el lenguaje y se descubren durante el acto de creación literaria cuando el escritor engarza distintas combinaciones de palabras a fin de elegir la más agradable y apropiada para continuar la acción, y por lo tanto, cuanto más sutil es el dominio que tiene del idioma quien escribe, más extenso es el campo de sus ideas; y en literatura, la calidad del lenguaje se mide por la originalidad y la precisión de las imágenes del autor. Mutis lo aprendió de escritores como Dickens y Proust (lo que da fe de otro punto importante: que la buena literatura transciende las fronteras culturales defendidas con entusiasmo provinciano por críticos nacionalistas y profesores de literatura que custodian su nicho exclusivo prestos como un pitbull).
En la superficie, en las historias de Mutis hay una narración a la vieja usanza pero brillantemente reinventada que captará la atención de todo tipo de lectores: los que solo busquen distraerse con aventuras apasionantes y los que esperen que esas aventuras den a entender una idea conceptual de la condición humana; los que se contenten con el Robert Louis Stevenson de La isla del Tesoro y los que prefieran la complejidad intelectual de Corazón de las tinieblas de Conrad o el simbolismo que se desprende de la prosa descriptiva de Melville.
La crítica ha comparado a Mutis con Conrad, pero por el motivo superficial de que, en algunas de las historias, Maqroll lucha sobre una barcaza por un río en un interior amenazante donde el ser humano padece penurias físicas que llevan la carga simbólica de una prueba espiritual; de la misma manera, podrían haber comparado las tribulaciones de Maqroll con las del personaje de Humphrey Bogart en La reina africana, esa película memorable en la que el hombre y la mujer elementales batallan contra el castigo arbitrario que les depara un interior despiadado y sobreviven. El corazón de las tinieblas no tiene corazón. En ese interior oscuro, y en la visión de Mutis, la travesía al inferno de Dante se repite en una imaginería densamente organizada en la que se desarrolla la trama literal de una historia fascinante, y que transmite una capa de sentido simbólico que se comprende a nivel inconsciente.
Todas las grandes obras de la imaginación proyectan la obsesión de una persona con un conjunto de imágenes que deben su potencia al hecho de que provienen de la visión singular de esa persona y de que se expresan en su estilo particular, y sin embargo constituyen una variación de una visión colectiva y general de la condición humana, el cuerpo atormentado sin cesar por la sombra que llevamos a veces delante y a veces detrás: nuestra propia identidad.
Mutis comienza la primera novella, La nieve del almirante, con el conocido recurso de que el autor descubre el texto por un accidente en apariencia providencial y por el que recae en él la obligación de transcribir ese texto de forma legible sin poner en juego la integridad del original. El del autor que se ve forzado a asumir el papel de un editor imparcial es un viejo truco (más viejo aún que el uso que le da Daniel Defoe en Robinson Crusoe) para sostener la ficción de que lo que está a punto de ser contado es una historia real, y en manos de Mutis, resulta convincente. Hablando en su propio nombre, Mutis empieza relatando una visita a una curiosa librería de Barcelona donde encuentra un libro raro que llevaba años buscando.
Es como si el lector se viera arrastrado al mundo de Las mil y una noches y algo mágico estuviera por suceder. Lo que encuentra Mutis es un libro de historia que contiene un gran bolsillo en la contraportada pensado para guardar mapas y documentos históricos, pero donde, en su lugar, Mutis descubre “un cúmulo de hojas, en su mayoría de color rosa, amarillo o celeste […] cubiertas con una letra menuda, un tanto temblorosa”: las entradas del diario escrito por Maqroll “con lápiz color morado, de vez en cuando reteñido con saliva por el autor”, que narran las “desventuras, recuerdos, reflexiones, sueños y fantasías” sucedidos mientras remontaba el río Xurandó.
El detalle del color morado del lápiz con el que se tomaron las notas hace que el lector vea el trazo apretado, y la referencia a la saliva del escritor evoca repentinamente una imagen en la mente del lector: la del hombre que escribe y que toca el extremo del lápiz con la punta de la lengua, una imagen que compele al lector a profesar una fe poética y comunica la idea no dicha de que la tinta con la que se inscriben las palabras es una sustancia vital que fluye del cuerpo del escriba. La imagen es tan precisa que, al ingresar en la mente del lector como una sensación física que se experimenta, condiciona a la mente a dar por hecha la veracidad de lo que vendrá a continuación, siempre y cuando se presente en un lenguaje así de vívido.
Más Adelante, Mutis señala que el diario de Maqroll “es una mezcla indefinible de los más diversos géneros” que contiene tanto narración directa como “preceptos herméticos”, observación que le granjea a Mutis, el autor que se hace pasar por editor, la libertad de subvertir toda formalidad estricta que pudiera asumir el texto mediante variaciones estilísticas para mantener la imaginación del lector embelesada sin dejar de sujetar su curiosidad con la trama. Una seductora informalidad se convierte en el procedimiento formal de las siete novellas. Mutis puede permitirse digresiones, presentarse como un personaje de la narración, hacer referencia a sus amigos y, así, difuminar la distinción entre ficción y realidad. De ese modo, cuando en el capítulo que cierra la última novella, Tríptico de mar y tierra, Mutis y su esposa Carmen escuchan a Maqroll contar el episodio final de su historia, toda sensación de ficción termina de evaporarse: el autor que inventó a Maqroll se ha convertido en su amigo y ha sobrevolado el Atlántico con su mujer para acompañarlo en Mallorca en un momento de necesidad. Parece una reunión familiar.
El descubridor del texto se encuentra con que su propio ser es una presencia viva en el texto; todo pretexto para la ilusión se disuelve: estamos ante algo real, olvidados hace tiempo —tal es la magia de la escritura— de que nos habíamos adentrado en el mundo de Las mil y una noches, aunque a veces, en el sueño lúcido de nuestra implicación en el texto, estuvimos a la deriva en alta mar con Ulises o perdidos en algún extraño pasadizo del inframundo de La divina comedia. Mutis nos conmociona con su drama oscuro sin descuidar jamás su responsabilidad de mantener el interés de la historia, lo que Henry James declaró la única obligación de los novelistas, ni olvidar que un personaje crucial de toda tragedia es el payaso que nos hace reír antes de entregarnos al dolor.
Lo que enciende la imaginación en las historias de Maqroll es la incesante curiosidad humana, el asombro que produce ver cómo un yo se transforma en el otro desplazado que orbita en un universo onírico pero palpable. La vida de otro ha ido transcurriendo junto a la suya en “la ciega corriente de otro destino”, señala Maqroll y agrega desesperado: “corriendo a mi vera como una sangre fantasmal que me nombra y, sin embargo, nada sabe de mí”. En una ocasión, cuando deliraba de malaria en el río del interior, Maqroll debe pasar “una prueba aterradora” en la que pierde “por completo la idea del curso del tiempo”. El nivel literal de la prosa descriptiva consigna con precisión lo que experimenta en su delirio, pero ese lenguaje tan controlado trae consigo algo sugestivo que agrega una dimensión poética a la apasionante realidad de los hechos. Los que lo rodean le resultan “por completo ajenos, bañados en una luz opalina”, como si hubiera descendido a algún infierno. En esa oscuridad interna, “nos convertimos, no en otro ser, sino en otra cosa”. Igual que en Cómo es de Becket, donde los humanos Bom y Pim se convierten en seres que reptan en un mar de lodo.
Recuperado, Maqroll continúa la travesía. La descripción recorre la escena con su lente gran angular: “El caudal se estrecha y empiezan a surgir ligeras colinas, estribaciones que se levantan en la orilla, dejando al descubierto una tierra rojiza que semeja, en ciertos trechos, la sangre seca”, para mostrar luego cómo los árboles “dejan al descubierto sus raíces en los barrancos, como huesos recién pulidos”. Las imágenes parecen palpitar en los sentidos del lector y configuran el contexto para un grave enunciado, “Todo calla y parece esperar una revelación arrasadora”, que aislado sonaría portentoso, pero inserto en esa vívida prosa cinematográfica se convierte en una idea central: porque ese anhelo humano desesperado, como una insaciable sed espiritual, de la revelación plena de sentido que con fervor religioso esperamos nos libere del corazón de las tinieblas y nos transporte a un oasis refulgente bajo una luna eternamente llena es lo que convence al Maqroll que todos llevamos dentro de lanzarnos a los peligros de ese interior.
Pero en un sentido metafórico, Maqroll sigue siendo el Gaviero que, oteando el horizonte y pronosticando tormentas, siente en los huesos el mecerse de la gavia aunque esté en el inframundo de una mina de oro en busca de la visión destellante que le revele la rica veta de la realidad, pero se encuentra en laberintos oscuros donde el viento “trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos” y el desesperado “chillido de algún pájaro extraviado en el fondo de los socavones”.
Ese “chillido” oído de pronto expresa la desesperación del pájaro por verse preso en esas profundidades, y el lector, sobresaltado por la nítida sensación del dolor del pájaro, experimenta una transmisión inconsciente a su imaginación del angustioso batir de las alas, como si el dolor no fuera del pájaro sino suyo, y las alas enloquecidas, su alma incapaz de escapar de la oscuridad del yo. Este pasaje es un ejemplo perfecto de las imágenes objetivas y precisas que sufren una transformación junguiana y comunican sentido, puesto que el inconsciente colectivo humano está repleto de fantasmas y demonios míticos, los oníricos disfraces de nuestra realidad cotidiana que obran dentro de nosotros una épica surrealista personal en la que desfilan vertiginosamente imágenes que combinan el impío frenesí dionisíaco con la piedad de la ortodoxia religiosa, nuestra versión de todas las historias jamás contadas.
Si bien sus historias gozan de trascendencia atemporal, y su imaginario hipnóticamente sugestivo hace de cada geografía el espacio universal de la conciencia humana, Mutis no desconoce los problemas de su tiempo. En ocasiones, hace un aparte para ubicar el tema en un contexto contemporáneo u observa “la milenaria torpeza de los hombres, (…) su desventurada vocación de sacrificio” y registra la brutalidad que puede azotar a la “gente hospitalaria y amable” en cualquier parte.
La amplitud de la visión que tiene Mutis de la humanidad y su conocimiento de culturas diversas imprimen a las historias de Maqroll una sensibilidad liberal que rechaza los prejuicios sociales y religiosos que levantan barreras entre las naciones. El amigo y cómplice de Maqroll es un hombre llamado Abdul Bashur, y en Abdul Bashur, soñador de navíos, la novella que le dedica el autor, se hace una consideración solidaria del Islam, en la que Maqroll dice de los europeos que “Esta gente no ha entendido nada del Islam. Lo peor es que esa ignorancia insolente va desde las cruzadas. Siempre acaban pagándola muy cara, pero no entienden la advertencia y siguen en su tozudez”. Bashur responde que más le teme al fanatismo de sus hermanos musulmanes, y Mutis agrega el elocuente comentario de que este es un “conflicto secular de dos civilizaciones que han sostenido un diálogo de sordos durante más de un milenio”. Eso se escribió hace casi treinta años. Pero, claro está, todo buen escritor es un testigo perspicaz de la historia y, obsesionado con el enigma de la existencia, abjura de las rencillas provincianas y dogmáticas de su época.
Ese enigma es la fiebre que se apodera de Maqroll en la mina de oro llamada Amirbar (“del árabe al emir bahr”, “jefe del mar”). En el punto máximo de la fiebre, Maqroll comprende que su cerebro no arde por no encontrar una veta invaluable del metal precioso, sino que la fiebre que lo consume es una “especie de posesión” del alma, un calor en el cuerpo “que nos trabaja profundamente y que no tiene que ver con el deseo concreto de hallar riquezas descomunales”. El deseo que nos quema y nos hace arriesgar la vida en el oscuro interior por el que nos arrastramos es el de “tener en nuestras manos, por una vez siquiera”, ese otro oro: “una maléfica y mínima porción de la eternidad”.
Traducción de Carolina Friszman
Del libro The Algebra of Conceptual Narrative, de próxima publicación por Left Field Books