Lo que en una primera instancia despertó, no digo escándalo, pero sí cierto recelo, y hasta incluso cierta incomodidad frente a Matate, amor (Buenos Aires: Paradiso, 2012) fue el brillo cegador de la conciencia absoluta que ponía en escena. No sólo la que se presumía implícita en la crítica furibunda que desde el monólogo interior de esa mujer desquiciada interpelaba a la estructura de socialización en que ella misma se sabía inmersa; sino fundamentalmente la buena conciencia que esa interpelación denunciaba, por contraste, plácidamente hundida en un sopor de hipocresía, de corrección y de sublimación paralizante. La primera novela de Ariana Harwicz no narra un aprendizaje: no muestra un despertar ni una “toma de conciencia”, porque la consciencia de la frustración ante ese modo de llevar la vida está dada desde el comienzo y es como una piedra pesada que el personaje arrastra indemne a lo largo de todo el relato. No es en efecto el relato de develamiento de una realidad atroz oculta bajo la piel tersa de una realidad cotidiana; es la exposición cruda del estado de hipocresía con que día a día se elabora su blindaje.
La voz que narra no escatima fulguraciones poéticas ni acidez crítica. Arremolinada en una prosa por momentos alucinatoria, casi un barroco sintáctico (un barroco cargado de elipsis), despelleja con elegante violencia la realidad que cada vez se le va volviendo más insoportable. Concentrando un notable volumen lírico y una densidad de letanía irreversible, la escritura de Harwicz se realiza como cuerpo soberano a medida que el cuerpo de sus personajes se adecúa al orden de lo representado. Y va tomando una consistencia material a lo largo del centenar de páginas en que sostiene su alegato de impugnación altiva y feroz de cualquier imagen edulcorada de la vida familiar.
Las energías lastradas por el trabajo de la maternidad, la decadencia de la sexualidad conyugal, la experiencia simbólica —y por ello final y necesariamente frustrada— de un furtivo adulterio y, luego, el alegórico sacrificio del animal que sufre pautan la condición de una dialéctica inmóvil. La que habla no puede dejar de ser la que es. El suyo es un caso cerrado, una forma sin solución. Sin puntos de concesión y sin zonas de pasaje, irreversiblemente, los mundos se van despegando uno de otro de manera definitiva. La realidad es percibida como una plancha de metal, rígida, consistente, uniforme y sin fisuras; la voz que la describe con desprecio no ofrece concesiones. Esa mujer no puede dejar de ser lo que es (desde la primera línea hasta la última) frente a una escena en la que se descubre incrustada y extranjera como sapo de otro pozo.
La fábula incluye el protocolo previsible de un par de intentos de “normalización” —que, felizmente, no desaguan por el lado de la adicción farmacológica. El fracaso de la reincorporación a la realidad la va despegando de la escena. No hace falta llegar a la última página del libro (donde se la sabrá “perdida entre los matorrales” de un bosque oscuro) para presentir el destierro —sobre cuyo carácter alegórico se podría sin duda abundar. Pero lo que ese cierre hace patente es sin duda una sutura que se inscribe como resignación: “bajé sin abrir la puerta”, dice sugestivamente en la última página del libro la protagonista. La fábula acredita la pérdida (la que se pierde en esa noche es la bestia indómita que ha sostenido la novela) y el duelo ocurre del único lado en que se la siente (un “puro dolor”, “ese tipo de dolor que no se comparte ni con uno mismo” y que, en última instancia, se vuelve “una tristeza excitante, salvaje”). Harwicz lo sabe: la que se queda es la que finalmente acepta el lazo. La otra, la que baja sin abrir la puerta, sólo puede sostenerse en un plano irresistible. “El que escribe no necesita un saco de piel porque en su universo ficcional es verano”. La opción será siempre para ella absoluta: o escribir o tirarse por la ventana.
Matate, amor es la novela de la sublimación y del conjuro. La que allí se pronuncia es la conciencia al borde de la locura, la que allí juzga es la ley al borde de la excepción, la que allí habita es la humanidad en el umbral de una mutación imposible. Por eso en el espacio ficcional lo narrativo aparece estrictamente supeditado al juicio. El régimen del relato se aboca al trabajo de dar cuerpo, sentido y verosimilitud a esa voz, a esa perspectiva (culturalmente cargada de incorrección política) que se afirma bajando línea, justificándose. Pero no se justifica por sus actos; se justifica más bien por sus pensamientos, por los pensamientos que no se resuelve a llevar a la acción y que, aunque la inundan, no salen nunca de su cabeza. En ese sentido, la voz del personaje se justifica no ante la mirada de los otros sino ante sí misma, ante su propia conciencia culpable, como si —aun sabiendo que será vencida— la que será desterrada quisiera dejar constancia plena de su paso por la vida antes de que la otra se quede irremediablemente con lo que alguna vez fue suyo.
Desde la aparición de aquella opera prima han pasado casi siete años en los que Harwicz ha publicado otros dos soliloquios novelísticos donde, desde los tópicos de la pasión incestuosa y del infanticidio —La débil mental (Buenos Aires: Mardulce, 2014) y Precoz (Buenos Aires: Mardulce, 2015)—, la autora ha ido consolidando un proyecto narrativo singular que Degenerado (Barcelona: Anagrama, 2019), concentrado en el tópico de la pedofilia, viene a ratificar. En esta última novela, la estrategia se repite casi sin variaciones. Una vez más el monólogo se articula sobre una disociación que, bajo cuerda, se deja leer como patología. De nuevo una voz en flujo; de nuevo un mundo visto desde una perspectiva políticamente incorrecta y moralmente repudiable; de nuevo un universo organizado sólo por funciones en una red de relaciones atadas a la voz que los narra. En la línea abierta por Martín Kohan con Fuera de lugar (2016), Harwicz produce una ficción incómoda que a la vez liga y separa al “vecino sin historias”, al “hombre normal” y al que se deja arrastrar por el “trineo inmundo” de la mente. Pero lo que en la novela de Kohan se resuelve como narración en desvío y bajo la disposición de una trama policial constituida por huellas, actos y consecuencias, en la de Harwicz se imprime —deliberadamente— en una dialéctica inmóvil, como un relato hecho trizas, reconstruido desde las ruinas de un testimonio ausente, como el fresco hecho jirones desde el cual podría llevarse a cabo la inútil defensa en un juicio que siempre estuvo predeterminado. No se trata de probar los hechos sobre los que se dispone la acusación; se trata de revolver en los escombros de la mente que los ha concebido para comprender el estado de la imaginación desde el que eventualmente pudieron haber sido realizados.
El acusado de abuso y pedofilia no se defiende; se justifica. El irritante y laberíntico monólogo de ese hombre que habla porque está siendo juzgado por la buena conciencia de “un pueblo que sufre porque fue engañado” se aboca simplemente a dar explicaciones por esa “avidez” sexual por todas “las chicas que juegan a las escondidas en los matorrales”. Enfrentado a una sociedad sometida que le pide que sea “alguien normal”, se justifica dispensando la monstruosidad que ha descubierto viva en su interior. No sólo consigna su posición ideológica (“Nadie me preguntó, pero yo soy filosóficamente de derecha y políticamente anarquista”) sino también afirma su identidad por oposición a una “elite” que se permite licencias sólo en zonas de consumo como la literatura, donde —por supuesto— la transgresión no tiene consecuencias y muchas veces se identifica con la marca distinguida de la excentricidad. La argumentación del personaje no escatima ironía: “La elite biempensante lee a Genet porque está bien fallecido, recuerdan a Céline y visitan su casa de campo como mausoleo porque terminó pobre, y a Kerouac pero a ese no lo aguantarían ni un solo segundo, Malcolm Lowry, lo echarían a patadas al tan adulado, desde la mirilla lo olerían y no le abrirían la puerta en una cena de navidad ni bajo orden policial” (p. 11).
El que habla es un anciano abusador de menores. Un jubilado viudo perdido en un teatro de vida marcado por esquirlas de un pasado hecho de traumas familiares, desencantos, infortunios e imágenes indelebles de la guerra. Como en Matate, amor, una vida rota lleva adelante un relato de destrucción que empieza por su propia voz. Una vez más Harwicz subraya el carácter “letrado” de esa voz que emerge de una niebla de confusión y vacilación senil, donde fragmentos de memoria de los diferentes tiempos se pisan con restos oníricos o se pierden bajo inesperadas ráfagas de encono reaccionario, que se materializan, con violencia, en una escena de matiz guerniqueano. Toro, caballo, paloma, la defensa en confesión es aquí un auto de fe: “Hay que reprimir, hay que guardarse, hay que ajustar el cinto de las palabras, gobernar el timón, seleccionar lo que se piensa y tener el coraje de descartar cada palabra que no sea justa”, dice. Está claro: el que habla habla a la defensiva, justificándose. Pero no se justifica ante los “buenos vecinos” indignados que, desde afuera de la casa donde está acuartelado, lo acusan de haberlos engañado. Tampoco ante los implacables agentes de gendarmería, ni ante la amarillista “carroña postcrimen”; tampoco ante los “honorables miembros del jurado”, ni ante los otros reclusos que lo violarán una y otra vez en el goce perverso de la venganza; ni siquiera ante los “seguidores” que eventualmente se sumarán a su “causa”. Se justifica más bien ante un estado de la imaginación soldado sobre la hipocresía del consenso del “sentido común” que aniquila el deseo. La sentencia aparece ya dictada (“no hace falta defenderme ni desperdiciar oratoria”); no habrá oídos abiertos a su confesión. Lo que el flujo de conciencia presenta es un registro: el exergo de un “anormal”, la carne de lenguaje que no deja de enrostrarnos que eso también habita en nosotros. Como en la perspectiva de Julia Kristeva, el otro aparece en efecto constituyendo algo así como una proyección del miedo inconsciente al monstruo que podemos llegar a ser.
Por eso la conclusión a la que llega esa voz ganada por la vejez, aunque es sin duda categórica (la fuerza del deseo vive necesariamente al margen de ese sentido común y por eso “hay que animarse a pensar menos en el violador como un monstruo y más en el acusador como un experto ventrílocuo”), sólo es recibida como un ruido blanco en la arena del proceso judicial. Nadie está dispuesto a seguir ese razonamiento hasta el final porque nadie quiere correr el riesgo de coincidir con él. Lo conveniente es “cortar por lo sano”, aun cuando la acusación se origine en un rumor sin fundamento o en un oscuro deseo de reconocimiento o visibilización pública desde el recurso a la autoinculpación.
La deliberada ambigüedad desde la cual está construida la novelística de Harwicz deshace la demanda de cualquier pesquisa policial y ridiculiza todo señuelo de moralización reduccionista. Lejos de la buena conciencia y de la mala fe, pero sobre todo lejos de toda simplificación cínica, produce una literatura del sabotaje al placer administrado por la ideología, del atentado terrorista frente al consenso obediente a lo naturalizado como “normalidad”. Allí retoma dos puntos recurrentes que atan su obra literaria al transgresivo cine de Gaspar Noé y que ciertamente provocan en la lectura sentimientos encontrados: por un lado, una zona fértil para la indagación de la condición humana (ese umbral imaginario en que el “hombre normal” empieza a transformarse en el “degenerado” y en el que el más repulsivo “degenerado” puede también aspirar a cierta “humanización”); y, por el otro, la fuerza ciega, irreductible y atractiva que anida acechante en las voces sublimadas de lo inaceptable, de lo monstruoso, de lo anormal.
Leer a Harwicz es sin duda tomar el desafío de enfrentar la letra de la ficción desde su más cruda y fascinante condición: esto es, dando por descontado que, como la de la muerte y como la del deseo, la verdad de la literatura no se puede legislar.