En 2001 daba vueltas por las muchas salas de la Cabaña, donde se realiza la Feria Internacional del Libro de La Habana, y sé que de pronto caminé hasta donde salía una voz entre dulce y áspera. Creo recordar que el poema hablaba de manzanas y de Nueva York, o me lo inventé luego. Me leí todos los libros publicados de Reina María Rodríguez hasta ese momento, los que vinieron luego, una y otra vez. Le hablaba y me respondía mucho antes de esta entrevista, en mis diarios o poemas. Desde esas lecturas empezaron a tejerse conexiones con amigos y desconocidos, proyectos de viaje y vida, una tesis, conversaciones por correo electrónico con ella, y esta entrevista, que ojalá se hubiera dado en La Habana, pero que sucede allí a pesar de las distancias reales y virtuales.
Eilyn Lombard: Recuerdo que una parte de mí quería entender/vivir la maternidad como tú, y las Otras cartas a Milena se convirtieron muchas veces en manual donde encontrar mis miedos o errores, o en la posibilidad de reconocer a mis hijas en la niña de saya azul que bailaba en un parque. De esas lecturas entiendo/imagino que vives la maternidad de la misma manera que la lectura y la escritura. ¿Cómo han sido esos procesos?
Reina María Rodríguez: No quisiera responder entrevistas, porque estoy cansada de representarme. Pero, te las agradezco porque me han recordado a “esa niña de saya azul que baila en un parque” —que era mi hija, Elis cuando tenía tres años—, y la situación por la escasez y la miseria que teníamos ¡que era tanta! Pero ella bailaba frente a una estatua con tres mujeres de mármol blanco sobresaliendo del agua de una fuente, en Prado, como si nada de lo real estuviera sucediendo, y yo escribía Otras cartas a Milena para recordarle a ella lo que pasaba, mientras pedía más tiempo para resistir y verla crecer.
La maternidad es imposible como la escritura. No hay manual para sobrellevarla ni uno puede mejorarla como tampoco mejora su escritura. La maternidad como la escritura: son, y conllevan a errores y fracasos constantes. A diferencia de ellas, las lecturas puedes escogerlas. Aunque en los últimos años, reescriba libros que fueron publicados ya, no mejoran. No puedo ser en un momento actual, aquella que fui: alguna vez, algún tiempo. Por eso, siempre me consideré una lectora más que una escritora. Una madre imperfecta, y una escribidora como ya he dicho. Con el tiempo, traté de mejorar ambas cosas —aunque mi madre decía que una manga mal puesta no se podía arreglar, así el modisto fuera Christian Dior.
Al presentar un libro cogía fiebre después, y me desprendía de ellos regalándolos para que fueran como hijos que salen libres al mundo, porque son nacimientos también. Y al escoger qué leer, siempre he tenido una ruta llena de vericuetos —una montaña rusa que bajo y subo tratando de aferrarme a sus curvas dentro de un parque temático de diversiones ya que, con los años, me he vuelto cada vez más temática—, por ejemplo: me gusta leer todo cuando pueda de un autor, seguirlo, y tragármelo hasta no poder definir hasta dónde es él, o soy yo, fundiéndome. Esto me pasó cuando hallé a Roland Barthes. Mi acercamiento a su persona, no solo a sus libros; la manera en que me dio vías para seguir no era solo la de intentar comprenderlo, sino hacer lo que él pedía con sus libros en los míos, salvando las diferencias de talento, y de la crítica que no soy, claro está. Así escribí …te daré de comer como a los pájaros, por ejemplo, con la idea de hacer un libro con todo lo que pasara, sintiera, cupiera —como el que él quiso hacer. No me apena declarar a esos: “inquilinos ocultos” como los llama la escritora Dubraka Ugrésic, pues el haberlos escogido en mi ruta demuestra el apego y la admiración que les tengo.
E.L.: En mi propio librero estás junto a Virginia, Sylvia, Marina, Anna, tus mujeres muertas de los anaqueles; en los de otros amigos, también. ¿Alguna vez te imaginaste parte de ellas?
También me da curiosidad saber, ya que eres una gran lectora, ¿cómo es tu relación con los que te leen?, ¿qué crees que significas tú/tu obra para los otros?
R.M.R.: Que esté entre las muertas ilustres de los anaqueles entre tus libros, me da vergüenza. Sé bien y cada vez más, lo que no puedo alcanzar. No es lo que vea del cómo es, sino lo que no puedo tocar con la yema de los dedos y convertirlo en mí. Sé cuáles son las imposibilidades: el límite de ese techo. Siento mucha pena cuando establezco comparaciones porque creo en el esfuerzo y en el trabajo, pero la voluntad de construirme la escritora que quisiera ser no basta. Lo primero —como dice un amigo—, es lo que te cantaron las hadas al nacer; lo que traes contigo debajo del brazo como un pan: lo irremediable. Después, la maldad de lo que echas dentro del mismo. Y mi vida ha sido literaria, porque la literatura se convirtió en mi única religión: en mi centro y en mi fe. Soy una planta parásita en la página, y a pesar de la vida libresca que me quita la poca vida real tal vez, me encanta sentirme “literaria” cuando hallo ese lugar donde vivir en el poema al que llamo, el lugar de una espera para traspasar las épocas con sus historias, buscando ser “ella”: la artista reflejada en una pantalla como ya he dicho en algunos textos.
E.L.: Regresando a esa idea de ese reflejarte, para ti y los demás… tu obra es cada vez más premiada, traducida y estudiada. ¿Cómo es tu relación con ese saberte “estudiada”? ¿Influye en tu escritura/en ti?
R.M.R.: Al principio necesitaba un tú para reafirmar al yo, su cárcel. Ya no tengo ese tú ni logro inventármelo, por lo que trabajo sin esa distancia que me proporcionaba una ilusión de hallarlo. Cada vez más lejos de los deseos y de la vanidad, me aferro a la negación, a la deconstrucción y dejo de verme en las interpretaciones o en las traducciones, como si fueran otros textos para que sigan su ruta. Por eso, la relación que tengo con ese “saberte estudiada” es mínima, no me entero casi, o no busco esos desprendimientos de los textos que muchas veces rellenan mi incapacidad, aunque, los agradezco mucho y algunas críticas hasta me emocionan —como si fueran de ella, la otra, la artista en la pantalla—, y me permitan ver defectos o logros que me ayudan a mirar desde otro lugar, porque soy extremadamente crítica conmigo misma y conozco los límites de una octava que nunca podré tocar.
E.L.: En la Azotea y la Torre de Letras construiste una relación profunda con los jóvenes. Recientemente, he visto tu interacción en redes sociales, ese lugar donde estar, aún extrañamente, con otros. En medio de los días convulsos de noviembre de 2020, recorría Facebook con la angustia de tener noticias de una amiga en huelga de hambre reclamando diálogo y libertad junto a sus compañeros. Y entonces, me encontré un poema tuyo, “Lágrimas negras”. Lo leí como si fuera escrito justo para esos días. Y para mí, la constatación de un miedo que nos excede. Tres días después, un grupo mucho más grande de jóvenes con inquietudes políticas, sociales y artísticas diversas estuvo fuera del Ministerio de Cultura, reclamando su derecho a tener derechos y apelando a la poesía y el amor. Siento conexiones entre esa voluntad de diálogo hoy y los intentos de Paideia, Naranja dulce… ¿Ves tú esas conexiones?
R.M.R.: El poema “Lágrimas negras” lo escribí en noviembre del 2017, cuando estaba en La Habana. Me enfermé mucho: tuve zika, dengue y bronconeumonía. Y hay un grupo de poemas de ese momento que conforman el libro “Achicar”, inédito. O, sea, que son poemas anteriores a los acontecimientos recientes de los jóvenes del movimiento 27N. No obstante, cuando vi a la muchacha que esperaba junto a las rejas a la entrada del Ministerio de Cultura —a cualquier muchacha—, yo era también ella: eso fue lo que sentí. Tal vez, porque cuando era joven, esperaba lo imposible: mover algo de esas fichas inamovibles con las que tropecé en relación a la cultura, a los artistas y al país con los proyectos “Paideia”, “Azotea”, y la “Torre de Letras”.
Es terrible que haya pasado tanto tiempo y sea el “no” sistemático la única respuesta a tantas demandas; peor aún, que se ejerza la violencia como ocurrió en noviembre, en enero. Cuando oí la grabación dentro del ómnibus donde metieron a los artistas a la fuerza para golpearlos, recordé aquella grabación durante la caída del avión de Cubana de Aviación, derribado: “Felo, pégate al agua” y luego, el silencio. Sentí el horror de aquellos seres desprendiéndose al vacío. Los gritos de los que golpearon en el hueco negro de la violencia. Las esperanzas cayendo. Es terrible, y da vergüenza, aunque ya no sea aquella muchacha que todavía intenta cambiar algo detrás de una reja, sentimos lo mismo: ella y yo.
E.L.: Y a pesar de lo no sistemático, de la inmovilidad, tu escritura está hecha de movimientos. Aún me reconozco en tu idea de que el trayecto era el fin… Sin embargo, muchas veces te negaste a moverte de la calle Ánimas. ¿Cómo entiendes ahora el desplazamiento, el viaje, lo que va o no en las maletas, entre la Habana y Miami?
R.M.R.: Sobre el espacio entre la isla y Miami, escribo poemas para hallar otro espacio de escritura donde acercarme a ambos lados. Porque llevo muchos años haciendo ese trayecto, físico y mental. Colocando una sombrilla en medio de ese mar para proteger a mi hija, y para protegerme. Pero la sombrilla —de la que hablé en el poema “Umbrellas” (inédito)—, no nos protege. Vivo dividida, partida, rota. Siempre buscando el lugar —ya que el exilio es un género literario, más que un lugar. Eso provoca un desgaste. A veces, no accionar, y dejar que pase el tiempo y acomodarme a él, no modifica el dolor, porque el dolor no se modifica. Pienso mucho en Lorenzo García Vega que vivió aquí y cargaba, durante años, su soledad y las mercancías en un carrito de Publix donde trabajaba mientras hacía una obra literaria, tremenda.
Extraño estar con todos mis hijos, y mis nietos, regados; las conversaciones con los amigos también regados por el mundo; el olor del salitre, y el mar cuando lo veía por las bocacalles sin tener que buscarlo, porque estaba al alcance de mis ojos. Extraño los lomos de elefante de los edificios dando sombra al dejar caer una piedra que tal vez nos mataría: una maceta, una estrella, una palabra. Pero cuando vuelvo, sé que no podré sobrevivir allí. Así que, de un lado, o del otro, no hay paz. Vives esperando por las llamadas, por las noticias, como si los acontecimientos del otro lado del túnel te trajeran esa vida que necesitas y no nos ampara con su nostalgia permanente bajo una sombrilla.
E.L.: Durante este año (¿o es más de un año ya?) de encierro, cuando me comentaste que llevas meses con el equipaje listo para viajar a Cuba, inmediatamente recordé las maletas que se hacían y deshacían en los viajes no realizados de …te daré de comer como a los pájaros…
R.M.R.: Cuando iba a Viena la primera vez que me invitaron, por ejemplo, mi equipaje viajó solo: no fui. Recuerdo que todo lo que tenía para ponerme iba en aquella maleta que regresó tiempo después con un olor diferente. Mi ropa viajó, yo no. Y así ocurrió muchas veces. Eran años de “período especial” y dejar de viajar era una locura, porque era la única forma de traer algo de comida y de dinero a la isla; la única forma de comprar libros, y leche; de movernos en espacios reales. Pero, por muchos años no quise viajar, y hasta me bajé de algunos vuelos. Era conocida en “Iberia” y otras aerolíneas por eso. Pensaba que, si salía de la azotea a la vuelta, algunos edificios se habrían caído; mis hijos estarían más desmejorados y flacos, en fin, creía que estando allí de alguna forma, los sostenía, a los edificios, a los hijos, a los amigos, pero, sobre todo, a la escritura. Porque mi madre decía que, si cambiaba su máquina de coser de lugar, el vestido no salía bien, por eso, aunque la invitaron a Francia a montar una boutique, no fue. No comprendíamos la relatividad.
Pero mucho después, tuve necesidad de confrontarme con el mundo, oler, tocar, ver. Sentí que estaba recluida en mí misma. Aunque —a la fijeza que aprendí de mi madre y de Lezama Lima—, no la podía confundir ni engañar. Y, aunque por fin, logré viajar sin tantos disturbios mentales, y hasta depositarme en otro sitio, mi viaje hacia un fin —con el equipaje donde va la reserva de un cargamento que es, lo que tengo; lo único que tengo—, ha estado más que en los cambios de lugar en los libros. Sigo fija en esa memoria de una luz que entra por la ventana, más amarilla, rosada, y azul cuando cae sobre la página, aquí o allá, aunque azul “sea el color de la mentira” —digo en un texto.
R.M.R., Miami, 22 de febrero 2021