La presente es una versión parcial de la entrevista realizada por Octavio Pineda en Toulouse, marzo de 2013. Publicada en Eslava, Jorge. La voz oculta. Conversaciones con Carlos López Degregori y Eduardo Chirinos. Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2016.
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Octavio Pineda: ¿Qué motivos le empujaron a dejar su país de origen?, ¿cómo fue el recorrido hasta llegar Missoula, su residencia actual?
Eduardo Chirinos: A diferencia de muchos escritores argentinos, chilenos o uruguayos, yo no me marché de mi país por motivos políticos; además viajo con frecuencia al Perú, donde vive mi familia y la familia de mi mujer. Lo que quiero decirte es que siempre he mantenido un contacto fuerte con mi país.
Si nos fuimos a los Estados Unidos fue por una situación laboral: ninguna universidad peruana de los noventa ofrecía un doctorado en literatura. Pensamos primero en Italia, pero era muy difícil. Si eres becario en una universidad americana puedes trabajar como asistente de español, con lo que puedes pagar —aunque sea modestamente— tu manutención y tus estudios. Así fue como nos doctoramos en la Universidad de Rutgers. Luego conseguimos trabajo en la Universidad de Montana y nos instalamos en Missoula. En resumen, fue más un exilio laboral que político.
A mediados de los ochenta estuve dos años en España, que es un país con el que siento un vínculo muy fuerte y al que siempre vuelvo. Pienso que tu país no es aquel del cual sales sino al que vuelves, y yo vuelvo constantemente a España, a Estados Unidos y al Perú. Estos tres países conforman una especie de triángulo emocional donde me desplazo sin ningún problema.
O.P.: Y la experiencia de ese desplazamiento la comparte con otros poetas de su generación.
E.Ch.: Sin ser emblemática, mi situación tiene matices sociológicos ya que muchos compañeros de mi edad se marcharon a los Estados Unidos sin perder el vínculo con el Perú. Bien mirado, se trata de un ensanchamiento de horizontes: tu patria termina siendo aquella donde publicas, donde cuentas con ese puñado de lectores que leen poesía, y esas patrias son para mí España y el Perú. En cuanto a EEUU, no he publicado demasiado porque no he escrito ni escribiré en inglés, salvo algunas ocasiones en las que han aparecido poemas míos en revistas. La dificultad de ser extranjero retarda esa integración pero, gracias a mi traductor Gary Racz y a la invitación de Víctor Rodríguez Núñez, se dio en 2011 la oportunidad de publicar en Londres una antología, Reasons for Writing Poetry, y eso me abrió las puertas de las editoriales americanas. Desde entonces, en poco tiempo, han aparecido Escrito en Missoula en Montana y Humo de incendios lejanos en Nueva York. Actualmente, mi traductor ha presentado la traducción de Mientras el lobo está. Y espero que aparezca pronto.
O.P.: ¿Ese cambio fue difícil a la hora de integrarse en un nuevo espacio cultural, e incluso idiomático?
E.Ch.: Cuando nos trasladamos a otro espacio geográfico no llegamos con la misma inocencia que a la página blanca, sino a través de ese filtro que nos dan una multitud de lecturas, películas, canciones, etc. con las que hemos construido un imaginario. Cada vez que llegamos a una ciudad nueva llevamos un equipaje cultural que nos permite habitar en ella, y transcribir en ella nuestra propia escritura. Y eso es maravilloso.
O.P.: Hablaba de Escrito en Missoula, ¿de qué forma la experiencia de vivir en otro país se integra en su poesía?
E.Ch.: Voy a responder a tu pregunta en dos niveles. El primero tiene que ver con el modo en el que la literatura en lengua extranjera incide en tu propia escritura, o sea, las lecturas de autores americanos en Estados Unidos, así como la de escritores españoles en España. No es lo mismo leer a William Carlos Williams en New Jersey que leerlo en Lima. Ojo, no estoy sugiriendo que una lectura sea mejor que la otra, digo simplemente que son distintas. El segundo nivel tiene que ver con el necesario cambio de visión que supone vivir en un espacio que no es originalmente el tuyo. Ese cambio de visión determina una escritura distinta, que es lo que me interesa. Ese cambio es vital, me renueva mucho.
O.P.: Y qué relación se establece en tu poesía entre esa transterritorialidad de tu desplazamiento y la infancia, tan presente en muchos poemas.
E.Ch.: La verdad es que, hasta ahora que me lo dices, no me había percatado de que cada desplazamiento geográfico me devuelve en cierto modo a la infancia. Pero no a ese niño “que todos llevamos dentro”, aludo —de nuevo— a la mirada, porque son los ojos los que hacen nuevo el lugar que habitas. Eso, naturalmente, demanda un lenguaje nuevo, deseos nuevos, miedos nuevos que van a “colonizar” el nuevo espacio donde vas a escribir.
O.P.: En ese caso, ¿cree que la poesía es un lenguaje mejor ubicado para expresar una cierta experiencia de lejanía, desplazamiento, desarraigo?
E.Ch.: Depende de cuál sea el género que te ha elegido como escritor. Podría parecer que la novela canaliza mejor la experiencia del desarraigo (debo aclarar que yo nunca me he sentido un desarraigado), ya que invita a la creación de acciones que se entrelazan con las reflexiones, dando lugar a la novela o al diario de viajes. La poesía no obedece a una necesidad de narrar o crear un mundo paralelo. En poesía se trata de estar atentos a una música, y la música que escuchas en otros lugares es distinta a la que escuchas en tu país de origen, de tal forma que desafía y reeduca tu oído. Como decía en Anuario mínimo, la poesía no se escribe porque tengas una idea; la poesía es indiferente a la obligación de escribirla. ¿Cómo es que aparece entonces? Después de varios años de escribir poemas, siento que esté donde esté, escucharé una música, y que esa música me reclamará palabras, y que esas palabras me reclamarán una idea. A diferencia de las novelas, diarios o cuentos, que normalmente se inician con una idea, en poesía es cuestión de estar alertas, dispuestos a escuchar esa música y sentarse a poner por escrito las palabras que reclaman. Si las ideas aparecen pues bien, pero si no aparecen no importa. A veces ni siquiera son necesarias.
O.P.: Si nos fijamos en el concepto de “extraterritorialidad”, de George Steiner, dice usted que más que un cambio de idioma es un cambio de música. Es posible sostener que existe en Latinoamérica una corriente de poesía —o “música”— extraterritorial, errante o migratoria.
E.Ch.: En términos generales, creo que toda la poesía, incluso la que ha sido escrita por alguien que nunca salió de su país o, incluso, de su casa puede ser extraterritorial. Porque la verdadera poesía se compone de palabras que se desplazan constantemente. Recuerdo una frase de la poeta uruguaya Ida Vitale que decía algo así: “las palabras del poema son siempre nómadas, los malos poemas las hacen sedentarias”. Entonces, depende más de los poemas que de los autores, y esa trashumancia, esa migración, se da en los grandes poemas que hemos leído en todos los lugares y todas las épocas. Incluso alguien que se ha desplazado y expuesto a multitud de tonos, de lenguas, de espacios extranjeros, si sus palabras son sedentarias, de nada le servirán. Moverse no es garantía de extraterritorialidad.
O.P.: Sin embargo, en cuanto a la música de muchos de sus libros, hay algunos poemarios con un cambio muy marcado por, quizás, el cambio de música, como los que fueron escritos en Madrid o en Estados Unidos. ¿Qué obras representan más exactamente ese cambio de música y lugar?
E.Ch.: En realidad todos mis libros suponen un cambio de música, aunque su escritura haya ocurrido en un mismo país; pero hay algunos en los cuales el cambio es más radical porque aluden a un escenario que me afectó definitivamente la mirada. Si hay libros que marcan un cambio, estos serían El libro de los encuentros (que fue mi encuentro con Madrid), El equilibrista de Bayard Street (que fue mi primer encuentro con Estados Unidos) y Escrito en Missoula. Por alguna razón también son los que más gustan a los lectores.
O.P.: El libro de los encuentros representa, según dice, su relación con Madrid, hay allí una mezcla de lugares, de épocas, o de historia. Por ejemplo, el templo de Debod del Parque del Oeste. Allí habla del traslado del templo egipcio a España, como la mudanza de un espacio físico hacia otro lugar.
E.Ch.: Ahora que lo mencionas, una de las lecturas que más me marcaron cuando me mudé a España fue Cavafis, quien por esos años no era muy conocido en el Perú. Una de sus grandes lecciones fue acercar los poemas a la historia. Pero no a la historia como descripción de los hechos pasados, sino a la historia que puede ser leída como una transferencia de tu historia particular. Yo me sentía solo, aislado, en un ambiente que no sentía como mío. Hablo de las primeras semanas en Madrid. Aunque debo decir que esa soledad y ese aislamiento fueron temporales, porque no tardé en darme cuenta de que muchas de las cosas que me rodeaban eran familiares: en mi colegio había aprendido a sumar con pesetas, me enseñaron el nombre los reyes visigodos antes que los de los incas, me sabía de memoria las canciones de zarzuelas como Luisa Fernanda (que daba el nombre a mi calle) y sabía perfectamente qué se celebraba con los cincuenta años de la Guerra Civil. Ni su lengua, ni su comida ni su música, eran nuevas. No fue un choque tan tajante, como lo fue en Estados Unidos en años posteriores.
Pero me sentía solo. Tenía 25 años, no contaba con mi familia y por primera vez estaba fuera del Perú. Me sentía como esa solitaria mole egipcia en medio del Parque del Oeste, instalada allí, dios sabe por qué. ¿Qué hace allí esa construcción tan exótica?, me preguntaba. Y descubrí que al averiguar su historia lo que hacía era explicarme a mí mismo. El poema “Templo del Debod” hablaba de mi situación particular.
O.P.: O sea que relacionaba un hecho histórico con una experiencia personal
E.Ch.: Sí, es como si la historia personal hallara en la historia más amplia un canal donde expresarse, y también una suerte de máscara, ya que las máscaras ocultan, pero también revelan. Con los hechos históricos o culturales ocurre lo mismo que cuando te enfrentas a la página blanca, aunque estoy de acuerdo con Roland Barthes cuando dice que lo que enfrenta un escritor es, en realidad, una página negra: cuando queremos escribir sobre un tema en particular, el amor por ejemplo, la página ya se encuentra ennegrecida por el discurso de cientos de miles de poetas. De lo que se trata es de encontrar un pequeño espacio blanco en donde insertar algo distinto a lo que ya se ha hecho. Lo mismo ocurre con el hecho cultural, como el templo de Debod o ciertas instancias culturales que reclaman ser escritas: están tan semantizadas, tan cargadas de historia, que es poco lo que puede decir uno. Se trata de un reto que debe afrontar cada poeta.
Yo tuve la suerte de criarme en una casa en la que no había biblioteca ni se cultivaba el hábito de la lectura. Mi madre leía, claro, pero leía con la misma devoción a Vargas Llosa, a Agatha Christie, las Selecciones de Reader’s Digest y los libros de cocina de Teresa Ocampo; mi padre era militar y si leía eran libros de estrategia militar y cosas por el estilo. Yo no crecí en un hogar donde la cultura fuera esa cosa opresiva que penosamente debía ir conquistando. No. Yo crecí libre de esa tiranía, poco a poco fui formando mi propia biblioteca, que ahora tengo repartida entre Lima y Missoula. Sólo así me explico esa mirada que pone en el mismo nivel lo elevado y lo vulgar sin que eso signifique una concesión paternalista ni tampoco un acto de soberbia.
O.P.: Me hace pensar en el libro Humo de incendios lejanos, donde hay una presencia de personajes de cómic, Batman es uno de ellos, junto a textos que hablan de la poesía rumana contemporánea.
E.Ch.: Más que un interés erudito sobre las cosas, es un interés poético. En la infancia tuve una enfermedad que afectó para siempre mis capacidades auditivas, pero cuento con un oído particularmente afinado para escuchar la música que brota de una persona, de un libro o de una película. Por eso jamás he creído en la distinción que hacen algunos entre lo vital y lo cultural, como si la cultura no fuera algo vital. Salir a la calle, leer un libro, escuchar música rock, boleros o zarzuelas tiene, para mí, el mismo nivel que leer cómics o escuchar música clásica. Leo esperando que la poesía pueda saltar desde cualquier parte. Vivo permanentemente alerta a eso.
O.P.: Parece que todo puede ser poesía.
E.Ch.: La paradoja es que si todo puede ser poesía, nada puede ser poesía…
O.P.: Otro elemento que se desprende del texto sobre la poesía de Lucian Blaga (el escritor rumano), es el interés en su obra por idiomas que no conoce. A veces incorpora idiomas extranjeros…
E.Ch.: El poema al que tú aludes se llama “Ordenando la biblioteca antes de dormir” y tiene su historia. En mi última mudanza, se me hizo tarde disponiendo los libros en mi nueva biblioteca. Era de noche y había un silencio sobrecogedor, entonces me vino a la mente el poema de Blaga y descubrí que tenía cuatro o cinco versiones en español. Me pareció maravilloso el hecho de que ignorar la lengua me permitiera contar con tantas versiones. Lo que el poema empezó a transmitirme, más que sus palabras, fue ese silencio o linistire (en rumano) que se apoderó de mí. Sentí de pronto que el silencio era igual en cualquier lengua.
O.P.: ¿Y el inglés, como idioma con el que convive diariamente, le ha empujado a escribir en esa lengua?
E.Ch.: Aprendí el inglés tardíamente, por eso no se ha incorporado a mi sistema de escritura, aunque sí me invita a pensar en español el tono de lo que leo en inglés. Por eso me he animado a traducir: la poesía se huele, se toca, puedes hojear un libro de poemas y sentir inmediatamente si ese tono te gusta o no. De ese modo la traducción se convierte, más que un oficio, en una necesidad.
O.P.: Parece que siempre la poesía está latente, ¿qué relación existe entonces entre su vida y su obra? El libro Anuario mínimo representa de manera directa sus 50 años de vida cumplidos desde 1960 hasta 2010.
E.Ch.: Una amiga leyó Anuario mínimo y me dijo: “al parecer tu vida no es otra cosa que tu relación con el lenguaje”. Y tenía razón: el lenguaje termina suplantando la vida hasta el punto de convertirse en ella. Hay un verso de Jorge Guillén que utiliza Javier Sologuren como emblema de su obra: Poesía: vida continua. Yo creo que mi poesía es vida continua, que mi vida son mis libros.
O.P.: En cuanto a su pertenencia a una tradición literaria. Dice uno de sus poemas de Anuario mínimo (1960-2010): “Un poema, si es realmente original, sabrá conducir a sus lectores hasta el origen mismo de la tradición literaria, un poema es el punto de partida de una tradición literaria, nunca su punto de llegada”. ¿Qué relación tiene la poesía con la tradición?
E.Ch.: Se trata de la interpretación de Ricardo Reis (el heterónimo más clásico de Pessoa), quien decía que en todo poema, por pequeño que sea, debe notarse que lo escribió Homero. Durante años creí que todo poema debía ser el receptáculo de una tradición, y que el poema debería devolver, como una radiografía, el proceso que define nuestra cultura. Hasta que un día me di cuenta de que lo que quería decir Reis era exactamente lo contrario. Mis alumnos me decían que ante algunos poemas se sentían muy intimidados, pensaban que para entenderlos era necesario poseer una multitud de referencias culturales e históricas, como si el poema fuera una monstruosa esfinge cuyas adivinanzas debían responder. Y ahí pensé en la frase de Ricardo Reis y les dije a mis alumnos que pensaran el poema como el punto de inicio de una tradición que les llevaría al conocimiento. De la misma forma que muchos poetas desconocen lo que significa “lítote” o “asíndeton” y aun así las usan, para el lector es necesario enfrentarse al poema de la manera más libre posible, y eso le conducirá hacia Homero. Es una cuestión de perspectiva, nada más.
O.P.: ¿Y cómo es su taller de escritura?, ¿cómo es tu proceso después de tantos años y tantos poemarios publicados?
E.Ch.: Es complicado responder esa pregunta. Ya que cada libro reclama su propia forma de escritura. Hay libros que demandan una disponibilidad diferente a la de los otros, y esa disponibilidad depende del momento que estás viviendo. Mi último libro, por ejemplo, ha sido escrito de una manera distinta, porque normalmente escribo en la mañana, y me ocurrió que —contra mi costumbre— que algunos poemas reclamaban la noche. Incluso era capaz de levantarme a las tres de la madrugada porque se me había ocurrido la solución de un verso. Tal vez porque lo escribí durante un largo y penoso proceso de enfermedad, la idea de escribir contra la muerte dejó de tener un sentido metafórico para adquirir un sentido real.
Ah, y escribo directamente en la computadora, ya que mi caligrafía riñe con la inspiración; cuando ésta aparece se va muy rápido, y la caligrafía me demora porque tiendo a hacer una letra muy dibujada. Nunca escribo a mano.
O.P.: ¿Ha llegado a escribir dos libros que conviven juntos?
E.Ch.: Por lo general escribo un solo libro que me deja, al terminarlo, un vacío del que resulta difícil reponerme. Pero he aprendido a ser paciente y a confiar en que algo vendrá después. Pero en los primeros años en Estados Unidos descubrí, para mi sorpresa, de que estaba escribiendo poemas que no tenían que ver con otros. Generalmente escribo por ciclos, y los poemas responden a un mismo tono. Pero esa vez me di con la circunstancia de que —sin proponérmelo— estaba escribiendo tres libros de manera entrelazada, sin saber bien adónde iba todo aquello. Cuando lo tuve claro dejé que la cosa fluyera. Fue así como aparecieron El equilibrista de Bayard Street, Breve historia de la música y Abecedario del agua.
Esto no me volvió a ocurrir hasta el momento en el que apareció la enfermedad a finales del 2011. Ahí se entrecruzaron dos libros que, en apariencia, no tenían nada que ver: las 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas), donde cada poema es el discurso de un animal distinto; y otro libro cuyos poemas tienen que ver con el modo en el que mi mente y mi cuerpo reaccionaron ante la enfermedad… Pero debo reconocer que mi mente y mi cuerpo me hicieron olvidar la enfermedad mediante el recurso de darle voz a diversos animales, por lo que hay algo muy sutil que une esos dos proyectos.
O.P.: De 35 lecciones de biología me viene a la cabeza su otro libro centrado en los animales el Coloquio de los animales. No es común en la poesía actual, tan urbana, tanto interés por ellos.
E.Ch.: El Coloquio de los animales es, como lo digo un poco en broma, mi zoológico de papel. Mi fascinación por los animales explica que desde mi primer libro hasta el último haya siempre esa presencia. Supongo que tiene que ver con el hecho de que nos hemos acercado a los animales como una proyección, es decir, transfiriéndoles nuestros miedos, nuestras virtudes, nuestros defectos, como si fueran objetos culturales. Pero la verdad es que los animales son indiferentes y pasan de eso. Por ejemplo Aristóteles, un filósofo tan importante y decisivo para nuestra cultura, pensaba seriamente que el avestruz era el resultado de una cópula entre un gorrión y un camello. Aún hoy su nombre científico conserva ambos conceptos: Struthio camelus. ¿No crees que si el avestruz pudiera hablar (y, además, leer a Aristóteles) se quejaría de semejante error? Bueno, eso es lo que hacen las 35 lecciones de biología.
Mi fascinación se debe a que nuestros mundos jamás se tocan. Se trata de universos paralelos: lo que ve un avestruz, un perro, o un gato, está mediatizado por lo que cada uno de ellos requiere para vivir, ni siquiera está unido con el de otros animales.
O.P.: ¿Y con cuáles se sentiría más identificado? Podría imaginarse que las aves tienen un lugar predominante en sus poemas.
E.Ch.: En el último libro hay animales de todo tipo, no solo aves. Allí hay mamíferos, peces y también insectos. En Missoula, donde ahora vivo, se puede contemplar animales en estado natural. Missoula es una ciudad que sabe dialogar con la naturaleza: allí puedes ver manadas de ciervos cruzando la calle, osos que invaden jardines privados, hace poco vi un castor en las orillas del río. Los animales conviven contigo, pero —como ya te dije— viven en mundos paralelos. En las noches uno puede sentir la presencia de esos animales, su muda cercanía. En Lima eso no ocurre.
O.P.: Como si la naturaleza de Missoula tuviera esa música que sí ha escuchado.
E.Ch.: Sí, es una cosa especial. En las otras ciudades hay animales adaptados a ese lugar, pero son los de siempre: perros, gatos, ratas, las cucarachas de siempre.