Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), de Albalucía Ángel, es una de esas grandes novelas que poseen el terrible encanto de la dificultad. Terrible porque eso que llamamos dificultad no siempre recibe una lectura no contemplativa, que quiera unir la continuidad discreta de la novela, interrumpida mediante la fragmentación. Dificultad con la que la autora responde la pregunta que se hace a sí misma Ana, su protagonista: “Qué es lo que hay que escribir para que los demás comprendan” (289). Una pregunta que no solo se dirige al tema de la novela (qué) sino también a su forma (cómo). Encanto porque descifrarla no conduce ni a la decepción del sentido ni a la tentación de explicarla, de traducir a la lengua común de la anécdota lo que en la novela es un intrincado rompecabezas. Grande porque no solo es la culminación de un periodo y un género (la novela de La Violencia) que obsesionó a los novelistas colombianos, sino también su rectificación. Una rectificación que, con todo, no sucede por fuera del realismo sino dentro de él. Grande porque sus lectores de hoy coincidimos en que no solo es la más arriesgada sino también la mayor conquista de la novela experimental que se ha escrito en Colombia.
La materia narrativa de la novela es la vivencia de una generación sometida a la violencia de la guerra civil y estatal de las décadas de 1950 y 1960, pero esa materia no es solo el trasfondo histórico de la obra, sino que la incomunicabilidad de esa experiencia es aquello a lo que la novela quiere llegar. Durante dos décadas se le había dado forma a esa materia a través del realismo social, en lo que se conoce en la historia literaria del país como la novela de La Violencia; pero ya esa forma se había cristalizado y los lectores pasaron de saberse saciados a sentirse hastiados del horror que la acompaña.
Ana, la protagonista de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) es una joven con la conciencia escindida entre la niñez y su presente inmediato, cuyo hiato es un trauma que siente repetirse como una pesadilla. El doble asunto que trata la novela, histórico y narrativo, turbio y melancólico, obliga a la autora a descarriar la forma del realismo social para mostrar cómo funcionan en la narración los mecanismos de la represión que a la vez alude y elude el trauma de la experiencia de la violencia. ¿Cómo hacer eso sin poner al personaje a discurrir o a desvariar sobre sus cuitas, sino espiando su conciencia mientras la joven parece simplemente dar vueltas en la cama, perezosa, y discutir imaginariamente con la empleada de su casa, Sabina, que intenta levantarla sin éxito durante los dos primeros centenares de páginas de la novela?
Un par de imágenes ayudarán a intuir cómo lo hace. La primera se la atribuye Harold Bloom a Virginia Woolf en Novelas y novelistas. El canon de la novela: “¿Acaso no es cada uno de nosotros el centro de innumerables rayos que impactan en una sola figura? ¿No es acaso nuestro deber espejarlos de inmediato sin permitir que uno solo de ellos pierda su filo al impactar contra nosotros?” (Madrid: Páginas de espuma, 2012: 414). La figura sobre la cual impactan los innumerables rayos de esta novela es Ana. Ella es el centro de una serie de eventos catastróficos individuales y también de algunos de los efectos de la violencia generalizada; ambas series de rayos impactan y rasgan con su filo la experiencia de la protagonista, en “un largo caminito que según el horóscopo tenía que ser bordado en rosas, pero que no fue tal” (269).
Por medio de digresiones e intertextos la novela abandona cualquier idea de linealidad para cavar hacia adentro, en paralelo, en la conciencia del personaje y en la historia, generando varias capas de trasfondo en cada una. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón está dividida en segmentos que hay que reunir en la superficie del texto y está atravesada por diversos planos de profundidad; de manera que los acontecimientos del presente del relato se comprenden solo tras unir los fragmentos que componen en vertical los distintos estratos históricos de la novela. Dos experiencias privadas estructuran la novela, separadas entre sí por un par de décadas. Acerca de ellas se tejen las complejas tramas narrativas que se desarrollan en un paralelismo semántico y sintáctico, desde el inicio hasta el final del libro. Esas dos experiencias son “interrumpidas” por digresiones que dan lugar a fugas temporales hacia otros episodios de la biografía y de la historia. La primera es la muerte y el entierro de Julieta, amiga de Ana de la infancia; esta primera experiencia es recordada y narrada como un extenso flash back desde el día del presente de la narración (a ese día lo llamo el Anasday para indicar que es un “salto de tigre” hacia el Ulises de Joyce). La segunda es la del reconocimiento del cuerpo y el entierro de Valeria, amiga de juventud; esta experiencia es narrada un día después del Anasday, a través de la conciencia ya difusa, ya dividida de la protagonista. Los dos entierros (el primero en 1948 y el segundo en 1967) se celebran en un mismo cementerio: unidad de lugar que compensa la múltiple fragmentación temporal de la narración.
La novela está literalmente envuelta (abre y cierra de la misma forma) por un capítulo partido en dos, que resulta enigmático en las primeras páginas del libro: el lector no sabe desde qué punto de vista está contado, por quién, en qué tiempo, ni alrededor de qué hechos gira. No obstante, entre esas páginas iniciales y finales está contenida toda la obra; solo se comprenden al final, cuando literalmente se muerden la cola. Al comienzo del libro, un epígrafe advierte, en los versos de Dylan Thomas: “The memories of childhood / have no order, and no end”. Así, se ha dicho que el epígrafe preludia el caos de la novela, la imposibilidad de descifrar o de comprender su estructura. Sin embargo, al leerla con “un lápiz en la mano”, como diría George Steiner acerca de la lectura crítica (Pasión intacta, Madrid, Siruela, 1997: 29), se hace evidente que la obra sigue una arquitectura en extremo racional, deliberadamente compleja, que nada tiene que ver con el azar ni mucho menos con el caos. La estructura de la novela es compleja, en efecto, pero no hay que salir de sus páginas para describirla, pues ella misma le entrega su imagen plástica al lector (y esta es la segunda imagen de la que hablaré en este texto):
Aquí es el purgatorio, pensó, piensa de nuevo, y está segura de que la abuela sabe. Es la ley del Samsara, ¡qué ocurrente!, hubiera dicho ella: ¡qué es lo que está diciendo, mi pirringa! Que es la ley del regreso […]. Nadie puede escaparse y quién va a saber quién fuiste entonces, quién serás ahora mismo, abuela, llama con voz bajita, y ve cómo de un árbol se desprenden las hojas por respuesta. Es un enorme carbonero que empieza a florecer, y ya muy pronto, parece que le dice, y entonces también oye la risa de Julieta. ¡Que me sueltes las trenzas! El moño azul se le queda en las manos y es la señal para salir desaforadas. Los pasos persiguiéndola, y la risa que la azuza, ¡a que te cojo ratón! ¡a que no, gato ladrón! (44)
Pese a que la del Purgatorio sea una imagen tentadora, es claro que no es un camino de purificación el que recorre la novela con su reiteración cíclica de temas y variaciones. Si se sigue la otra imagen que ofrece la narración en esta cita, la de la rueda de la vida y los rayos del Samsara, se encuentran sugestivas analogías estructurales: la rueda del Samsara representa la ley del regreso, de las reencarnaciones y padecimientos de los seres humanos según las tradiciones filosóficas de la India, que es de donde la toma la autora. El Samsara es, pues, un estado de sufrimiento del que es preciso salir.
En la rueda, la existencia se divide en cuatro círculos concéntricos en cuyos segmentos, separados por rayos (no son los mismos rayos de la imagen de Virginia Woolf), se reproducen diferentes escenas de nacimiento, muerte y encarnación. En el círculo exterior se representan alegorías de las doce causas y efectos de las tribulaciones de los seres humanos. En el siguiente círculo se separan con rayos los seis reinos por los que atraviesan en sus ciclos de nacimiento, muerte y encarnación. El tercer círculo concéntrico está dividido solo en dos: de un lado está el día y del otro la noche, y representa el movimiento constante del espíritu de la luz a la oscuridad, y viceversa. En el círculo central, el eje que hace girar toda la rueda, tres animales se muerden incesantemente la cola y representan la ira, la ignorancia y la codicia, que se engendran una a otra. Un monstruo, desde el exterior, atrapa la rueda de la vida entre sus fauces y sus garras, y no permite que nadie escape de allí. La rueda del Samsara jamás se detiene.
El movimiento de la rueda es análogo al de las vueltas que le hace dar la novela al lector que, en círculos concéntricos, reconstruye la trama de cada uno de los dos segmentos que conforman la biografía de la protagonista, cuyos extremos son la opacidad de las muertes de Julieta y Valeria; cada segmento incluye fragmentos de otras vivencias que unen los dos polos de la narración; esas vivencias chocan, impactan —según la imagen de Woolf— contra la figura de Ana. El lector pasa constantemente de un segmento a otro de la rueda, y también se dirige hacia el círculo interior y exterior de la experiencia: en el círculo exterior están los fragmentos y documentos que testimonian la historia colectiva, causa y efecto de la historia privada y familiar. El centro de la novela, como el centro de la rueda, es el motor de ira, codicia e ignorancia que mueve la historia del país; todo, la experiencia individual y la histórica, está encerrado, apresado entre las fauces y las garras del monstruo coronado de calaveras, análogo de la violencia familiar, social, civil, estatal y paraestatal espejada en la novela.
La ley del regreso obliga a Ana a girar en esa rueda, no sólo por su presencia física duplicada en dos tiempos distintos y rememorada una y otra vez, en las mismas galerías y corredores del cementerio: “esa trampa letal que se bifurca en laberintos de corredores, árboles, gritos, rezos, y es absurda, desesperadamente blanca, y hiede” (289). Esa estructura cíclica, de piezas adyacentes, se manifiesta también en la reiteración de signos lingüísticos y semánticos: las nanas y rondas infantiles es el más destacado, por insistente y porque una de las rondas da título a la novela: las nanas y rondas infantiles, en su modelo formal repetitivo y en sus danzas circulares reiteran la ley del regreso: “Estaba la pájara pinta”, “A que te cojo ratón”, “Pin-pón es un muñeco” y “Duérmete niña, flor de poleo”, entre otras tantas, marcan el tempo de la narración, con un ritmo pesado, en círculos concéntricos que acompañan la rememoración y el delirio de la protagonista.
La novela sigue el flujo de la conciencia. Lo que ordena ese flujo no es un narrador confiado, que tiene en sus manos el control de lo narrado, que conoce y dosifica la información, sino el despertar de la narración al reconocimiento de un trauma causado por dos experiencias de duelo que carecen de cierre: las experiencias de duelo traumáticas configuran los ires y venires de la narración en la novela: los detalles de esa experiencia se aportan poco a poco, pues la obra también parece enfrentar los mecanismos de represión de la conciencia del narrador, que se aleja voluntaria o involuntariamente del recuerdo, que hace digresiones, asociaciones libres, que dilata y representa, en fin, la imposible aparición con sentido completo del evento doloroso y traumático.
Deliberadamente Albalucía Ángel evita el camino del realismo “mágico” trazado por García Márquez en Cien años de Soledad (1967) y que una década después ya parecía el único estéticamente plausible. Albalucía Ángel no quiere “distraer” al lector de su disposición a testificar el horror de la violencia histórica. No quiere que su testimonio parezca volátil o metafórico. Quiere dar cuenta de aquella a partir de su incomunicabilidad y evidenciar esa imposibilidad en la forma misma de la novela. ¿Qué es lo que hay que escribir para que los demás comprendan? Esa pregunta la responde la autora con la versión particular y experimental del realismo que configura en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (y que me atrevo a denominar samsariano), en una escritura capaz de refutar las “verdades universales”, como dice Ana, de la literatura y la historia, escritas “no sé dónde y por quién sabe quién” (288).