Este año se conmemoran dos aniversarios: en 1990 se otorgó el Premio Nobel de Literatura a Octavio Paz y en 1950 se publicó su ensayo más leído, El laberinto de la soledad. Las efemérides son buenos pretextos para repensar obras y figuras de nuestra tradición. Son muchas las facetas de Paz: poeta, ensayista, crítico, teórico, traductor, antólogo, crítico de arte, intelectual, viajero, orientalista, diplomático, fundador de revistas, animador de grupos. Desde el principio, es un poeta desdoblado en ensayista, crítico y pensador: da a conocer sus primeros poemas y ensayos en 1931, a los 17 años. Su poesía incorpora muy pronto una dimensión autocrítica de la misma manera en que su prosa exige ser leída como la crítica de un creador interesado y parcial. Creación y reflexión viven en continuo y fecundo diálogo, cada actividad alimentándose de la otra. ¿Por qué pedirle homogeneidad monolítica a un escritor polifacético y plural? La riqueza o potencia productiva de una obra dependen más de su capacidad de provocar un diálogo que de su carácter cerrado, autosuficiente y totalizador.
Es más fácil evaluar a los escritores póstumamente. En vida existen demasiados obstáculos para una justa apreciación. Incluso el prestigio puede empañar la recepción de una obra. La merecida fama internacional que rodeó a Paz en las últimas décadas de su vida fue un paradójico castigo para el pensador independiente e impopular, para el poeta secreto y marginal. Un temperamento crítico y disidente difícilmente soporta la aclamación incondicional que se empeña en hacer de la excepción singular una norma de conformismo y docilidad. Tanto el poeta como el pensador se distinguieron siempre por su valentía y su permanente curiosidad intelectual. Entre los varios mitos que circulan sobre Paz, es común escuchar que fue un discípulo de algún creador o pensador, pero nunca se limitó a repetir modelos ajenos: siempre transformó lo recibido en algo propio y distinto. Asimiló muchas influencias poéticas e intelectuales y con ellas construyó un universo singular e intransferible. Como es imposible encerrar a Paz dentro de una sola disciplina, sólo a partir de la multiplicación de perspectivas es factible entrar poco a poco en su universo. El saber paciano no reconoce el pago de tributos en las fronteras disciplinarias. Además, fue un gran especialista en lo no especializado, única comarca donde es posible explorar los enigmas del amor, el erotismo y el fenómeno de la otredad, central en su pensamiento. La inteligencia es libre y no se rinde ante los dogmas.
Exigente con los demás, lo fue mucho más consigo mismo. En su caso, la crítica fue, en primer lugar, autocrítica. De ahí su revisionismo: de todos sus libros hay varias versiones modificadas. De ciertos poemas hay ocho o nueve realizaciones que pueden verse como obras distintas que comparten sólo el título. Nunca estuvo satisfecho con lo hecho, ni siquiera en la época de su fama mayor. Su entusiasmo y sus sueños utópicos coexistieron siempre con la duda y el escepticismo. Nos enseñó que pensamiento y poesía no son incompatibles y que es posible conjugar innovación y tradición. Nos regaló en cada periodo obras perdurables y fue asumiendo nuevos riesgos en cada libro.
Piedra de sol (1957) es la primera obra maestra indiscutible del poeta. Poema extenso y circular en el cual coexisten tres tipos de temporalidad: el tiempo cíclico de los mitos, el tiempo lineal e irrepetible de la historia, y el tiempo instantáneo de la experiencia personal y del amor. Poema de amor que es un viaje por la tradición cultural de México, desde los mitos prehispánicos hasta el sincretismo de las formas trasplantadas de origen europeo: elementos renacentistas, barrocos, románticos, modernistas o simbolistas, y vanguardistas.
Para mí, su mejor libro de poemas es el último: Árbol adentro (1987), un libro que pocos entendieron porque no se limitaba a repetir lo anterior. En aquella colección el creador se propuso algo insólito: reinventarse como poeta, empezar de cero y enfrentar su propia muerte. Es la obra de un poeta viejo y joven que no se cansa de descubrir el mundo. El poeta y el pensador nunca dejaron de crecer. La muerte del autor, en 1998, vino a cortar una obra en plena expansión. El poeta dominó con maestría tanto la composición extensa como la instantánea, practicó las formas tradicionales y las más experimentales. Nos dejó no una fórmula estilística ni una retórica de la escritura sino una incitación a buscar nuevas maneras de expresar la sensibilidad intransferible de cada uno. Para este poeta que creía simultáneamente en la inspiración y en la conciencia crítica, el acto creador es experiencia, expresión y revelación del yo que siempre es otro. Por eso su herencia no es inmediata ni evidente.
No es menos variada la obra del prosista en cada fase. Es sorprendente pensar que su primer libro ensayístico es ya un clásico maduro: El laberinto de la soledad (1950), libro que sigue generando lecturas setenta años después. Aquí están plasmados los rasgos notables del prosista: deslumbrante estilo, ambición y profundidad en lo conceptual, afán polémico, capacidad de síntesis en imágenes insólitas, complejidad intelectual que respira gracias a una sintaxis sencilla y fluida.
Muchos de sus ensayos son de una originalidad tal que es imposible encontrarles antecedentes en la tradición hispánica. El arco y la lira (1956), su extenso ensayo sobre la poesía, es nuestra primera poética romántica (sin dejar de ser una poderosa justificación del simbolismo o modernismo y una afirmación apasionada del programa vanguardista, sobre todo en su veta surrealista). Los hijos del limo (1974), su ensayo sobre la tradición moderna de la poesía de Occidente, es la primera contribución hispánica al estudio de la literatura comparada: historia de la modernidad literaria y radiografía de la peligrosa atracción que ejercen las utopías políticas y religiosas. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982) es la obra cumbre de Paz en el terreno ensayístico: libro semillero y parteaguas. Biografía de la monja jerónima, estudio de su lugar incómodo en el mundo colonial dominado por la ortodoxia, es también y sobre todo una apasionada interpretación de las obras en verso y en prosa de una figura que él reconoce como precursora.
Es imposible clasificar a Paz dentro de un grupo o una generación. Su decisión de vivir por cuenta propia la aventura del intelectual moderno lo llevó, en su juventud, a idealizar la Revolución social y, después, a expresar con virulencia su desencanto con la deformación del socialismo libertario en regímenes burocráticos y totalitarios. Éste era, para él, el episodio central del siglo y su obsesión permanente: ¿cómo es posible —se preguntaba— que una filosofía de la liberación (como el marxismo) se haya convertido en instrumento de opresión?
En México, la lectura dominante de Paz ha sido la ideológica. Aquí, el intelectual ha desplazado al poeta. Pero el intelectual no quiso representar a nadie: la voz que habla en sus poemas y en sus ensayos es la de una conciencia individual, solitaria, disidente. Por eso está condenado todo intento de convertirlo en un poeta oficial de la patria. En México Paz ha sido celebrado y combatido sobre todo como ideólogo (una palabra que él odiaba) mientras sus ideas han sido utilizadas para justificar o condenar ciertas causas. Esta instrumentalización —que dice más de México que de Paz— traiciona la esencia misma de su pensamiento, que es crítica, libre e insobornable.
¿Cómo vio su propio legado? No dejó declaraciones altisonantes, pero tuvo el buen tino de escribir su propio epitafio: es uno de sus últimos poemas y uno de los más perfectos (elíptico, sencillo, contundente, coloquial y clásico). “Epitafio sobre ninguna piedra” es una autobiografía en miniatura y una memorable declaración metapoética en cinco alejandrinos cuyo paralelismo sintético recuerda el paganismo estoico de tantos epigramas de la Antología griega:
Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.
Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.
Las palabras son la única morada del poeta. Si la poesía es, como Paz pensaba, la expresión de nuestra otredad constitutiva, entonces el poeta sólo vive si otros actualizan y se apropian de sus palabras. Su destino depende de los demás: “Todo poema se cumple a expensas del poeta”. El texto poético es incompleto si no hay un lector-oyente-receptor. La experiencia poética es un encuentro en el espacio y en el tiempo: aquí y ahora, presencia articulada siempre por otro. Fiel a sí mismo a través de sus cambios, Octavio Paz es uno de los poetas y ensayistas esenciales de la tradición moderna.
Publicado originalmente en El Papel Literario del diario El Nacional (Venezuela), el 6 de diciembre de 2020.